Un enano por encima de dioses y de hombres
crítica de The Laws of Gods and Men (4x06) | Game of Thrones (Temporada 4)
Este artículo contiene spoilers
HBO | EE.UU., 2014. Director: Alik Sakharov. Creador: David Benioff y D. B. Weiss. Guión: Bryan Cogman. Fotografía: Fabian Wagner BSC, Música: Ramin Djawadi. Diseño de producción: Deborah Riley. Dirección artística: Paul Ghirardani. Intérpretes: Peter Dinklage, Nicolaj Coster-Waldau, Lena Heady, Emilia Clarke, Charles Dance, Natalie Dormer, Liam Cunningham, Stephen Dillane, Alfie Allen, Iwan Rheon, Conleth Hill, Sibel Kekilli, Iain Glen.
Uno no se cansa de contemplar los títulos de crédito iniciales de Juego de tronos. Con cada visionado, tratamos de buscar un nuevo ángulo y raptar un nuevo detalle, pero, sobre todo, aguardamos expectantes la aparición en el mapa de una nueva ciudad. Aparte de resultar tremendamente original y atractivo, este motion graphic de apertura resulta funcional y se convierte en una hoja de ruta para el espectador que va a disfrutar del episodio en cuestión. La idea es brillante y digna del mismo Da Vinci cuyas imaginativas máquinas sirven de inspiración. El creador de la pieza es Angus Wall, un superclase en su doble oficio de diseñador y montador, habitual colaborador del incomparable David Fincher desde su magna Se7en, circunstancia que le resta casualidad al ramalazo de genio y explica la depurada técnica. En este capítulo seis, durante ese recorrido aéreo por la esfera de hielo y fuego, sobrevolamos por primera vez la ciudad de Braavos. Su diseño consigue captar a las mil maravillas la esencia del lugar, con esas monedas rodando por canaletas hasta caer en el interior de una bóveda. La ciudad natal del desaparecido Syrio Forel será nuestra primera parada.
Entramos en sus límites montados en un barco de velas rojas estampadas con el emblema de Stannis Baratheon. El venado dentro de un corazón en llamas pasa entre las piernas de una especie de Argonath braavosi, rumbo al poderoso Banco de Hierro. Allí, en un ambiente impersonal y tras una larga espera (las coincidencias con nuestros bancos continúan), el Caballero de la Cebolla y su rey tratarán de encontrar el apoyo financiero necesario para su férreo propósito de conquista. Finalmente, después de unas sentidas y convincentes palabras de Ser Davos, deducimos que los banqueros acceden a la petición. Los movimientos de cámara durante esa intervención postrera de Ser Davos nos ayudan a percibir la fuerza de su discurso y a compartir el cambio de parecer repentino que realiza el Banco de Hierro. Del plano sostenido donde podemos apreciar toda la credibilidad y la franca convicción que emana del ex contrabandista, pasamos a una imagen con el perfil del rostro de Stannis en primer plano y los tres banqueros y Davos al fondo, observándole a cierta distancia justo en el momento que es señalado como única opción válida. El Caballero de la Cebolla gira y levanta el brazo para apuntarle con el índice y la cámara obedece cual perro en busca de un palo. Sigue su gesto y rápidamente nos encontramos en el sitio indicado, adoptando la perspectiva del señor de Rocadragón. Algún purista puede llegar a criticar el cambio posicional de la lente por considerarlo demasiado vertiginoso o brusco dentro de una secuencia estable y montada bajo un tempo normal, casi pausado, pero es precisamente ese contraste lo que se pretende en un contexto que ha adquirido cierta intensidad y donde debemos acabar viendo la figura de Stannis ensalzada y reconocida a ojos del Banco de Hierro. Braavo.
Si el discurso de Ser Davos nos parece bueno, el de Yara Greyjoy nos cala más hondo, rescatando al guerrero que llevamos dentro. Su arenga se eleva al son de “What is dead may never die”, la canción que identificamos con su Casa y que dota de épica al rescate de Theon. El problema es que Theon ya no existe, y Hediondo no quiere ser rescatado en su lugar. Se trata de alguien totalmente sometido, domesticado a la fuerza hasta el punto de dormir en las perreras. Su mente está hecha añicos. Su memoria, violada; su cordura, despellejada. Cuando la hermana y su escuadrón de élite se abre camino a hachazos hasta él, encuentra un animal aterrorizado en su jaula, un individuo extraño y secuestrado de sí mismo, sumido así en un síndrome que se encuentra mucho más allá de Estocolmo; en un enclave de pesadilla llamado Fuerte Terror. Ramsay Snow y sus hombres se enfrentarán a los Hijos del Hierro, consiguiendo que huyan de manos vacías. Aparte del hecho de dar por perdido a Theon en cualquier desenlace posible, no sabemos si a Yara le termina de amedrentar más la amenaza de suelta de perros o esa mirada que le lanza Ramsay con una sonrisa de disfrute. Cada vez que el bastardo Bolton abre esos enormes ojos inquisitivos y sus párpados desaparecen, replegados en nuestra imaginación hasta verlos chocar en el interior de la nuca, nos asomamos con miedo a sus pupilas, agujeros negros de tinieblas donde arraiga su psicopatía.
No solo el sufrimiento y la desesperanza pueden desgajar el raciocinio de un hombre. Habría que preguntarse qué huella deja en un niño la experiencia traumática con un dragón, monstruo de escama y fuego que surge de la nada en un precioso y apacible paraje y está a punto de incinerarle. Las víctimas en esta ocasión serán las cabras del ganado familiar. El padre del niño acudirá a la Madre de dragones con los restos caprinos calcinados a modo de modesta demanda, y saldrá complacido con la indemnización otorgada. Daenerys está haciendo en Meereen aquello que se propuso: reinar. Desde su emplazamiento en lo alto de una escalinata ubicada en la sala regente, un decorado impresionante que los responsables de la serie se recrean mostrando desde distintas esquinas y a través de todo tipo de planos, la reina de Meereen atiende a sus nuevas obligaciones, recibiendo tanto a humildes pastores como a ciudadanos de alta cuna que con su petición consiguen perturbar su sentido de la justicia.
Justicia… Dentro de la Gran Pirámide de Meereen, con Daenerys como jueza y jurado, puede que se alcance algo cercano a la justicia, pero en la sala del trono de Desembarco del rey, con Tywin presidiendo en compañía de la fascinante Víbora Roja, la marioneta Mace Tyrell y la acusante Cersei Lannister… Ahí la dama ciega no tiene la osadía de hacer acto de presencia. Como era de esperar, el juicio de Tyrion se convierte en una farsa de principio a fin. Ya el cuchicheo ignoto de las antorchas que marcan el pasillo que ha de recorrer el acusado para llegar al estrado suena a melodía sentenciosa, premonitoria del castigo que ha de padecer el culpable a criterio del público asistente. El sonido del fuego se eleva alto y prende el silencio, con toda la intención. La sensación fantasma es que el enano encadenado se encuentra en un purgatorio y que el infierno le aguarda a su espalda. Este canto de llamas va a persistir durante todo el juicio e incluso, en un momento dado, un enfoque “perdido” va a mostrarnos sin un motivo aparente la hilera de antorchas, para luego encuadrar el rostro de Tyrion. En esta obra, especialmente en esta soberbia secuencia, todo está estudiado y nada queda al azar. Y lo mismo puede decirse de Cersei y de la acusación que ha armado contra su hermano. Todos aquellos que una vez se sintieron agraviados o perjudicados por Tyrion van a declarar como testigos: Ser Meryn Trant, Maestre Pycelle, Lord Varys, incluso la propia Cersei. En el caso particular de La Araña, el acusado le recuerda viejos cumplidos y viejas palabras de reconocimiento acerca de salvar la ciudad y lo ingrato de tal gesto. “¿Lo has olvidado?”, le pregunta el enano. “Tristemente, mi lord, nunca olvido nada”. Con esta fantástica respuesta el eunuco reconoce que su decisión le va a pesar sobre la conciencia pero que jamás valoró otra opción que no fuese la de prestar oportuna declaración, alejándose del que se ahoga para arrimarse al árbol que da más sombra, por empastar dos expresiones populares que definen el comportamiento del personaje. Como un buen sherpa moral, cargará el acostumbrado peso de la culpa y continuará su larga escalada. Sin arrepentimientos.
En el juicio tiene lugar un receso. Durante ese tiempo, Jaime se reúne en privado con su padre y hace un trato por la absolución de su hermano, aunque eso le cueste dejar de ser quien es para convertirse en quien siempre se supone que debió ser. Se trata de un gesto bondadoso y solidario pero baldío, a la postre. Porque a la vuelta del receso y antes de que se dicte sentencia la corona llama a un último testigo. Tacones cercanos. Tyrion mira hacia atrás y se le desencaja el mundo. La sorpresa surca su rostro con la misma violencia que aquella espada en la Bahía de Aguas Negras, y su corazón se salta un par de sístoles que nunca recuperará. Shae aparece en pantalla, camino del púlpito. Una vez subida en él, prestará declaración en contra de su ex amante, quien no acaba de dar crédito a lo que ocurre y permanece petrificado. Solo cuando la acusación es directa y definitiva (y falsa, por supuesto), Tyrion se deja caer derrotado en su asiento de madera, casi desplomado. Tendrá que ver y escuchar cómo Shae se degrada y vuelca todo su despecho en un testimonio vergonzoso. Las intimidades que ambos compartieron se ven prostituidas en favor de una mentira rastrera y rencorosa. Las tripas del enano se estrangulan unas a otras y supuran lágrimas de Lys que le desfiguran aún más el rostro, una contracción facial que le arruga la cicatriz y precede a la súplica que le hace el acusado a su amada. Colmillos apretados, el alma entre las zarpas; inútil. La mujer no cederá de ninguna forma, seguirá mostrándose engañosamente débil, indefensa y llena de inocencia podrida. Entonces… Tyrion estalla, para nuestro deleite. Los presentes en la sala se encogen ante un coloso, encadenado de manos pero desatado de lengua. Dirigiéndose en especial a su hermana y a Shae, llega a decir: “Yo no maté a Joffrey pero ojalá lo hubiera hecho. Ver morir a tu vicioso bastardo me dio más alivio que mil putas mentirosas”. Su verdad es hiriente a oídos engañados, autoengañados o simplemente confusos. Un enano por encima de dioses y de hombres, eso es lo que vemos. Y es que no hay adjetivos suficientes en la rica poesía valyria para describir la actuación de Peter Dinklage. Sus rictus, su expresión corporal, sus cambios modulares de voz…: en todos los aspectos interpretativos el actor está sublime, sobrecogedoramente imperial, consiguiendo transmitir a la perfección la compleja y convulsa amalgama de emociones por la que pasa el personaje desde el comienzo del juicio hasta su volcánico final. Sus gestos y sus palabras van de la ligereza, la sorna o el perdón que parece otorgarle por dentro al iluso niño rey, al asco, el desprecio y la ira arrolladora de los minutos finales de la escena, y entre medias exhibe resignación, incrédula sorpresa y corrosiva vergüenza. Un auténtico y apabullante despliegue que eriza los pelos, nos vuelca el estómago y nos hace apretar los puños, además de haber puesto otra oscura nebulosa en espiral sobre la cabeza de Rust Cohle, provocando que McConaughey dude y suelte aunque sea por unos instantes su futuro y cantado Emmy.
La secuencia es sobresaliente y está a la altura de la Boda Real, al menos en intensidad y dramatismo. Para el que escribe, lo mejor de lo que llevamos de temporada, y lo firma alguien que rehuye de los procesos judiciales en pantalla por aún no haber conseguido curarse en tedio (salvaría tan solo un puñado de ellos, el de La dama de Shanghái el primero, sin dudarlo). Los juicios corren el riesgo de estirarse en demasía y arrancar bostezos del espectador, pero el de los Lannister está muy lejos de ser el caso. Resulta fluido e interesante, psicológicamente profundo y emocionalmente intenso. El broche lo pone Tyrion, cómo no, con esa sonrisa casi inapreciable que se le escapa cuando mira a su padre y juez a los ojos, retador tras solicitar un juicio por combate. En pantalla vamos viendo las reacciones de los distintos personajes, y me quedo especialmente con una, la de Oberyn Martell. La Víbora Roja despega la espalda de la silla y agita un cascabel silencioso ante la palabra combate y las posibilidades que atisba en el giro de los acontecimientos. Parece sentir y disfrutar el cliffhanger tanto como nosotros, y quizás, intereses personales aparte, sencillamente esté pensando aquello que escribió una vez el poeta checo Rainer Maria Rilke: “Todo lo que es terrible necesita nuestro amor”. Puede que en el fondo sea esa la razón de que estemos enamorados de esta serie. | ★★★★★ |
Parábola Durden
redacción Más allá del Muro