Negro pone rojo sobre blanco
crítica de Fisrt of his Name (4x05) / Game of thrones (Temporada 4)
Este artículo contiene spoilers
HBO | EE.UU., 2014. Director: Michele MacLaren. Creador: David Benioff y D. B. Weiss. Guión: David Benioff y D. B. Weiss. Fotografía: Robert McLachlan ASC, Música: Ramin Djawadi. Diseño de producción: Deborah Riley. Dirección artística: Paul Ghirardani. Intérpretes: Nicolaj Coster-Waldau, Lena Heady, Emilia Clarke, Kit Harington, Aidan Gillen, Charles Dance, Natalie Dormer, Sophie Turner, Isaac Hempstead Wright, Maisie Williams, Rory McCann, Gwendoline Christie, Jerome Flynn, Iain Glen.
Sin invitación, nos colamos en la enésima ceremonia de la temporada. No se trata de una boda esta vez sino de un acto de coronación. Un niño con cara angelical cae en las incómodas entrañas de ese enorme erizo de metal tan ansiado por muchos, momento en el que es proclamado Primero de su Nombre, sin que a nadie le importe a estas alturas el hecho matemático y existencial de que el último se convierte en primero cuando los predecesores mueren por un mal trago o por un jabalí (o por ambas cosas). Larga vida al rey, se dice a voz en coro, y una madre cruza los dedos fuera de plano mientras en su cabeza trata de dar con la forma de conseguir tal oxímoron (a las pruebas de su duelo me remito). Cersei realmente tiene desdoblado el pensamiento, manteniendo en mente dos cuestiones en las que pretende asegurarse las victorias personales de antaño: la supervivencia de su hijo Tommen y la no supervivencia de su hermano Tyrion. Cuestiones de vida o muerte, literalmente. Para afianzar la seguridad de su vástago y lograr la primera de las victorias, Cersei va a tener que hacerse tongo a sí misma, abandonando la lucha que mantiene en alguno de sus muchos frentes, algo que puede haber aprendido de su padre, para quien enemigos y aliados son una mera cuestión de intereses. Hago alusión a la tregua tácita que ella alcanza con Margaery, gracias a un despliegue de sinceridad bastante desconcertante y debido a la más primitiva y acuciante de las necesidades de una madre. Margaery se regodea en esa confianza impostada y se permite incluso colocar espinas dudosamente camufladas en la conversación, algo que a buen seguro le habrá enseñado su abuela. Cersei solo podrá pincharse y callar; ahora la necesita de su parte. Y no solo a ella. La hija de Tywin Lannister también buscará el favor del mencionado padre y de la Víbora Roja, a quienes necesita para lograr la segunda victoria, quizás la más ansiada. Por su condición activa y significativa en el inminente juicio del enano, Cersei tratará de influenciar a ambos. Sus métodos son sutiles pero aun así difícilmente escapan a la fina percepción de los dos hombres. Ella procurará alienarles y contagiarles con su total convencimiento: Tyrion es el culpable del asesinato de Joffrey. De forma inteligente, tratará de tocar la fibra más sensible de cada uno, apelar a aquello que más valoran. Con Tywin, apuntará al legado familiar, y con Oberyn, al sentimiento paternal y al amor por sus hijas. De dichas escenas compartidas entre estos personajes, también es destacable la localización y la fotografía de los jardines reales por los que pasean el príncipe guerrero y poeta de Dorne y Cersei, incluyendo ese último plano fantástico donde se muestra a un Oberyn reflexivo a la derecha del encuadre, con el mar y el velero para Myrcella de fondo, y especialmente remarcables son las palabras que usa Tywin para referirse al Banco de Hierro cuando le confiesa y le explica a su hija la deuda que tienen para con esta implacable entidad de Braavos, al mismo tiempo que justifica la alianza con los Tyrell mediante nuevos casamientos. Tywin compara el Banco de Hierro con un templo, y todo su breve discurso acerca de piedras, despersonificaciones y consecuencias se antoja de una iluminada y triste actualidad, ya que es inevitable establecer paralelismos con nuestro presente. Si escuchamos con atención al sabio patriarca Lannister, los bancos no cambian un ápice ni siquiera en la ficción, y da igual que tengan que recorrer siete reinos en lugar de solo uno para reclamarte aquello que consideran suyo.
La reina al otro lado del Mar Angosto, al igual que Cersei, cederá ante las circunstancias y alterará sus planes de conquista originales. Justo cuando parece tener al fin posibilidades reales de culminar el sueño obsesivo de su malogrado hermano, malas noticias provenientes de Yunkai y Astapor le obligarán a detener su marcha bélica en dirección a Poniente. Ser Jorah le comunica la nueva caída en desgracia de las ciudades liberadas y la Rompedora de cadenas no parece dispuesta a pasarlo por alto. La libertad que ella brinda no puede volverse un boomerang afilado. Le anuncia a Ser Jorah su intención de permanecer en la Bahía de los Esclavos y dedicarse a reinar. A continuación sale a la terraza, abandonando una estancia cuyo diseño y tonalidades se conjugan artística y majestuosamente con ella, con su espíritu y figura. Colores arena, caobas y maderas envejecidas muriendo hacia el negro, mosaicos esculpidos artesanalmente, luces solares intensas aguardando a las puertas como perros hambrientos. Daenerys, ya en el exterior y apoyada en un muro de caliza faraónica, queda enmarcada en el espacio de la puerta central, en un encuadre donde todos los elementos composicionales guardan una estudiada proporción, simetría del plano que podría firmar el mismísimo Kubrick.
Lord Petyr Baelish y Sansa llegan al Nido de Águilas. Han atravesado la Puerta de la Sangre tras recorrer un sendero de historia mal coagulada. Y por momentos, mientras guía y relata, Meñique se convierte en Sun Tzu de paseo turístico por Las Termópilas. Sansa atiende y obedece, tanto a solas con él como ya en presencia de su tía Lysa Arryn y su primo Robin, madre e hijo, a cuál más desquiciado. El niño sigue padeciendo el síndrome del príncipe George R.R.; es decir, sigue mimado y sádico. En cuanto a la Señora del Valle, combina su desquicie con el amor y los celos, sin que podamos discernir qué sentimiento arraigó antes y qué se debe a qué. Se muestra locamente enamorada de Meñique y su devoción no es pasajera; por él ha cometido actos terribles en el pasado, sacrificios y sacrilegios. Nos revela por sorpresa que fue ella quien asesinó a su marido, Jon Arryn, y quien escribió y envió a su hermana Catelyn la carta con la acusación (falsa) contra los Lannister. Todo por el hombre oscuro que tiene ahora a su lado y que la calla con un beso conveniente, tratando de devolver esos recuerdos a los lodos del olvido. Hay que recordar que la muerte de la Mano del rey Robert Baratheon fue el mcguffin inicial, la chispa que encendió, desde el mismísimo comienzo de la trama, allá por la primera temporada, todo el juego de traiciones, tronos y asesinatos que hemos presenciado. Por ello, el personaje de Meñique cobra una nueva y escalofriante dimensión. Confabulador y titiritero hasta límites insospechados, lo vemos dispuesto y capaz de alcanzar cualquier objetivo, cualquier final, incluso uno forjado con las espadas de los vencidos a soplete de dragón. No debía ser un farol ni una simple pretensión esa respuesta corta y directa a la vez que inabarcable que ha soltado en un par de ocasiones, ante la pregunta de qué es lo que quiere: “Todo”, se ha atrevido a afirmar. De hecho, Lord Varys ya se anticipó tiempo atrás a sus movimientos y nos advirtió de la peligrosa naturaleza de alguien dominado por una ambición en metástasis, megalómano latente: “Sería capaz de hacer que el país ardiera si pudiera proclamarse rey de las cenizas”.
Jinete no hay camino, se hace camino al cabalgar, diría un Machado de sucia taberna si viera pasar a las dos parejas a caballo y atisbara la incertidumbre de sus destinos. Brienne y Podrick; El Perro y Arya. Compañías surgidas de la casualidad o la causalidad, de la necesidad o la fatalidad, las cuales intentan ahora malacomodarse a la mutua presencia. A medida que descubran lo que les une, aquello que comparten, el vínculo se fortalecerá. En el caso de la guerrera de Tarth y su escudero, será el honor y y el sentido del deber, cosa que ambos colocan por encima de todo en sus vidas. Brienne solo le concede una verdadera oportunidad al muchacho cuando ve en él su propio reflejo desfigurado, tras escuchar cómo el torpe escudero ha llegado a matar de manera violenta para salvar a su antiguo señor. La distancia entre los dos parece menguar desde entonces, y las siguientes veces que los veamos atravesar esas preciosas postales de sendas entre verdes, árboles apostados como soldados que forman pasillos militares, nos creeremos realmente que van uno junto al otro. Respecto a la otra pareja, también tienen más cosas en común de las que son capaces de reconocer en estos momentos. En su caso, el odio es el sentimiento compartido. El propio Sandor Clegane lo clava a ciegas con una acertadísima línea de diálogo: “El odio es una cosa tan buena como cualquier otra para seguir adelante. Mejor que la mayoría”. Podría ser el eslogan de sus vidas, y se lo dice a Arya mientras ella realiza su letanía nocturna, una lista de condenados en la que la chica incluye a su acompañante, con valentía y absoluto descaro. Por la mañana, Arya practicará su Danza del Agua en un paraje con una pequeña cascada, idóneo y casi zen. Aguja en mano, ejecutará los movimientos enseñados por su maestro Syrio Forel, para acabar aprendiendo otros nuevos, mucho más bruscos, gracias a su captor, quien da consejos con la delicadeza de una bola de demolición. Ya en el primer capítulo de la temporada me aventuraba a vaticinar los grandes momentos que nos iba a deparar esta pareja, y se están dando. Del tercer libro de la saga, la línea argumental protagonizada por El Perro y Arya me parece la más aguda y mejor desarrollada, la más entretenida e inspirada, y la serie está plasmando en pantalla todo ello con la destreza y la calidad que le caracteriza.
La gran mayoría de seguidores de Juego de tronos conoce la fama, ganada a pulso, que arrastra cualquier noveno episodio, minutos reservados a la sorpresa y al shock, a la decapitación y a la masacre, a la pluma de historiadores televisivos. De lo que quizás no se han percatado aún es de la especie de tradición reservada al capítulo cinco. En una temporada de diez episodios, el quinto supone un punto clave y pivotal en cuestiones de ritmo. Los responsables de la serie lo saben (en realidad, responsables de HBO en general, porque se puede apreciar estrategias similares en otras series del canal, el Louvre de la televisión moderna) e introducen de forma destacada escenas de acción en dichos episodios. Para ser más concretos, un duelo a espada. Sabedor de esto, y teniendo aún muy presente enfrentamientos como el de Eddard Stark y el Matarreyes a las puertas de un lupanar o el de Lord Beric Dondarrion contra El Perro en el interior de una caverna iluminada al antojo de un espadón en llamas, esperaba con ganas confirmar la costumbre y presenciar el duelo de este quinto capítulo. Pues se ha producido y no ha defraudado. El lugar, el Torreón de Craster. Los duelistas, dos miembros juramentados de la Guardia de la Noche: Jon Snow y Karl. El sanguinario personaje se adelanta al desenlace y a nuestra reacción y abre el combate con una reverencia a su adversario. Su gesto está cargado de ironía, por supuesto. Poco después escupe media hoja valyria con la boca abierta, instante de un logrado realismo, crudo y afiladamente violento. Hasta provoca dentera cuando Jon extrae a Garra con dificultad y el metal astilla el hueso de las vértebras de su nuca con un chirrido quejumbroso.
Afuera, el enfrentamiento también llega a su fin. En el frío escenario más allá del muro, el Negro pone rojo sobre blanco. Los amotinados y los enemigos de incógnito se desploman sobre la nieve. Bran se mete en la piel holgada de Hodor y le quiebra el cuello a Locke con extrema facilidad, a punto de arrancarle la cabeza de cuajo. Locke pretendía huir con el menor de los Stark al hombro, y la reacción defensiva de éste fue fulminante, atando de paso y para siempre algunos cabos argumentales. Tras tanto tiempo lejos de su familia, Bran llega a tener a su hermano Jon a la distancia de un grito rasero, pero deshecha la idea por creer firmemente estar en la obligación de llevar a cabo una misión. Durante los segundos de duda, escuchamos un arreglo de Goodbye Brother, una de las mejores pistas de la banda sonora de la serie, curiosamente la misma canción que sonaba cuando Jon observaba a un encamado e inconsciente Bran y se despedía de él, escena que invierte los papeles pero mantiene la esencia de la que nos ocupa. Y es que el uso de la música es otro aspecto con nota sobresaliente. El apartado sonoro y musical siempre engrandece o remarca las emociones, por su acompañamiento o por su ausencia, ya que sabe medir y valorar perfectamente el cómo y el cuándo. Desde la intriga lograda por notas espaciadas y lanzadas en susurro durante el revelador encuentro de Lysa Arryn y Lord Baelish, pasando por ese sonido de trueno retráctil que precede al disruptivo y potente silencio en el que Bran le perla los ojos a Hodor, hasta la mencionada sinfonía de violín de dos hermanos separados sin remedio o la canción de los títulos de crédito finales, siempre en sintonía con las impresiones emocionales que deje el capítulo. Raman Djawadi y el resto de encargados hacen un trabajo impresionante.
Volviendo a la nieve manchada y a los caídos, Rast será otro que pague el precio más alto, sin tener apenas tiempo de arrepentirse por haberse burlado en una ocasión del animal equivocado. En su cobarde escapada, encuentra abierta la jaula de Fantasma, se detiene entre la arboleda, escucha el silencio rasgado por un par de pájaros, gira sobre sus pies en busca de la amenaza y se la encuentra de bruces y con las fauces abiertas. Una versión reducida y boreal de cierta secuencia con velociraptores en un parque jurásico. Muertos aquellos que debían morir y salvadas aquellas que merecían salvarse, contemplamos junto a los vivos el fuego en posesión del Torreón de Craster, un lugar de estacas, calaveras y astas de ciervo, una Carcosa en llamas. La hoguera más grande que, de momento, ha visto el norte. | ★★★★★ |
Parábola Durden
redacción Más allá del Muro