Un voyageur, de Marcel Ophüls (Francia, 2013)
A Fuller Life, de Samantha Fuller (Estados Unidos, 2013)
Confesiones de Roman Polanski, de Laurent Bouzereau (Roman Polanski: A Film Memoir, Estados Unidos, 2011)
Tres tempestuosos temerarios sin cinturón ni airbags. Tres rutas marcadas a fuego por el odio. Así, desde Polonia hasta Nueva York, pasando por Francia y Suiza, refugio artístico y político durante la Segunda Guerra Mundial; tres autores capitales se reunieron para intercambiar biografías en el Cine Doré. Cada uno a su manera especial, con su propio filme, uno —Sam Fuller— ya muerto y los otros dos —Marcel Ophüls, Roman Polanski— muy vivos o en el proscenio de su memorándum porque toca revisar efemérides y secuencias en la niebla que no se disipa aun pidiéndoselo judicialmente. Toca rememorar para saber quiénes son, quiénes fueron y, también, qué cine harán en un tercer acto que recién empezó a soñarse con arrugas y más retrospectivas post-mortem. Y es que, demasiadas veces los homenajes llegan tarde o, de llegar, son conducidos por la familia del muerto. Que sonríe orgullosa y con un punto de amargura que se presume amablemente revanchista: tantos amigos tan hastiados, cuyo dolor (¿quién dice "duelo"? ¿Es la tristeza asignatura de burócratas con el DRAE en el co-ra-zón?) se traduce a través del silencio y el abrazo fuera, o no, del foco que muestra con nitidez lo que jamás debería ser enfocado. Un hombre genial, un hombre excéntrico, un hombre perseguido ¿a perpetuidad? por el fatum que devora interiormente a sus personajes. Hombres que desayunan y comen y cenan —e incluso imaginan, como si se tratara de joyas fosforescentes bajo el colchón— cine. Películas que generan adhesión o, mejor aún, miles y miles de espectadores que, más pronto que tarde, se convertirán en cinéfilos a muerte. Y lo que ha unido el amor que no lo separe "un desliz": sólo, ni más ni menos, la Muerte o un crossover de Steven Seagal y Ed Wood. Y, no os olvidéis, papá y mamá y hermanos: si no me quieren en mi país adoptivo, yo tampoco quiero banderas sobre mi ataúd. Deseo, sin más, volver a Chinatown y olvidar —arrancar de mis entrañas— las tinieblas del Holocausto. Quiero, eso sí, al mejor y más virtuoso pianista famélico interpretando a Chopin, o a Wojciech Kilar; tenues acordes desde un gueto en Varsovia, 1939.
Hace mucho tiempo, sí. Porque hoy, el superviviente Roman Polanski descansa ya en Suiza tras concluir —por orden del gobierno suizo— su arresto domiciliario por la tan sonada como repetitiva y más longeva sentencia que le obligó a cumplir unos meses de cárcel y —según él y su colaborador profesional y mejor amigo y director del presente filme, Laurente Bouzereau, únicas e insuficientes voces que oímos en Roman Polanski: A film memoir, donde el director polaco se reafirma culpable del, llamémoslo sin énfasis alguno, crimen sexual que sufrió la por entonces menor de edad Samantha Gailey; no procedían pues así lo certificaba su libertad condicional previo arrepentimiento del acusado y luego de acreditarse, o así se nos dice, su buena salud mental— que convirtió al director en carne de tabloide amarillista. Desde 1977 hasta nuestros días, cuando Polanski firma adaptaciones de obras como Un dios salvaje y la menos yuppie pero más subversiva La venus de las pieles, basada en los escritos de Leopold von Sacher-Masoch. Allí, en la embocadura que se traga retóricamente a ese bajito dramaturgo que ya se iba y no quería darle una oportunidad a ese rubia que llega muy, muy tarde y empapada y tan sexy ella, Emmanuelle Seigner, quien a pesar de su madurez no sabrías decir cuántos años suma en total. Y qué importa, si es dinamita: Venus enfundada en un traje de cuero negro. Y, en fin, el documental es técnicamente precario y despide el aroma de un producto grabado —nótese que no digo "rodado"— en los 80, o incluso antes. Quizá en los 70, para luego ser emitido por una televisión cuyo target fijara un espectro entre los 45 y los 89.
Helter Skelter
Pese a todo, Polanski narra con pericia sus recuerdos de una época netamente oscura; también sus días-de-vino-y-rosas junto a Sharon Tate (El baile de los vampiros, primera cinta en color de Polanski, tras El cuchillo en el agua y Repulsión, "la única vez en toda mi carrera que me he prostituido"), cuya brutal muerte por los exegetas de Charles Manson el 8 de agosto de 1969 —pocas semanas antes de dar a luz a un bebé que, ay, nunca vio la luz— en su mansión de Cielo Drive marcaría un punto de inflexión en aquel Hollywood que, apenas despidiendo los 60, apuntaba ya los síntomas de una paranoia incipiente luego de un escaso periodo de tranquilidad. De cambio acorde con los tiempos, se admite. Así, donde hubo falsas teorías (se lee, se dice, se comenta que fue una venganza por desvelar secretos inherentes a rituales satánicos en La semilla del diablo), Polanski sólo vislumbra un cruel golpe del destino: haber alquilado la mansión equivocada. La misma mansión que, habitada entonces por Terry Melcher, habría visitado Manson con la intención de ofrecerle unas maquetas que no convencieron al productor. Deducimos aquí el "no, gracias, bye", y el odio resultante de un monstruo que estallaría de la peor forma posible. Helter Skelter. Look out! Descontrol. "Cuando llego abajo vuelvo a subirme al tobogán". Dime, dime, dime la respuesta. Los Beatles, banda sonora del horror. "Bajo rápido pero estoy mucho más arriba que tú". Rojo carmesí tiñendo alfombras y paredes insospechadamente vírgenes. Y shssss... Silencio absoluto. Sharon Tate y Voytek Frykowski y Jay Sebring y Abigail Folger. Ojos que miran al infinito, en una dimensión ya remota, como si dijeran: "¿En serio?, ¿así acaba todo?, ¿no hay bonus por buena conducta?, ¿dónde está la hoja de reclamaciones?" Y después, oscuridad total. Un cuádruple impulso eléctrico al pie de la montaña. Y esto es todo, amigos. Ha sido un placer tocar con ustedes y... glup glup glup. (Sin señal.) Entrevistador y entrevistado vehiculan gratuitamente cierto morbo ("así manaba la sangre, no a borbotones sino como una fuente", gesticula Polanski a la vez que describe con voz de animal herido) en medio de una entrevista cuyo set no cambia nunca. O sólo al final, tras esa elipsis que reduce tensiones acumuladas.
Ophüls, Max y Marcel Ophüls
No quería arrancar esta historia, no había luz en la sala, se oían murmullos y quejas leves, y una tos sin eco. Un válgame Billy Wilder, que esto no funciona, y el proyeccionista —imagino yo, desde mi humilde butaca en el patio— pulsando el play del teaser de DocumentaMadrid en YouTube, cuya interfaz se torna antídoto contra la magia misma del templo. Y, no, repito: no se ve nada. Sí escuchamos, en cambio, la música. Sobre oscuro. Y vuelta a empezar. Luces cálidas alrededor de paredes frías. Ni Billy Wilder ni leches: ¡traigan a un ingeniero, que son las cinco y media y se hace de noche! Un voyageur no surge ante nosotros, y alguien en el anfiteatro se santigua al tiempo que se encomienda a los subtítulos que se leen en pantalla grande. La cutrez típica española. Y aquí no ha pasado nada. Disfruten del show, si eso. Finalmente, al inicio, una voz en una pequeña cafetería en París, donde Marcel Ophüls, que ya entonces deja clara su vocación de entertainment trasnochado y pagado de sí mismo, que mezcla bien con el sentir de esa realidad que encapsulan sus documentales, se erige en narrador de su familia, con el gran Max Ophüls a la cabeza. Un titán del cine clásico al principio europeo (trabajaba para la mítica UFA) y, más tarde —obligado por el ascenso del nazismo en su Alemania natal—, estadounidense. Hasta allí emigró, puente aéreo de ocho años en Francia, junto a su esposa y su hijo Marcel, quien poco a poco y tras abandonar la carrera de Filosofía se fue instruyendo en la praxis del negocio cinematográfico. Aunque, donde el padre se consagró a la ficción, el primogénito hizo lo propio en el género de no-ficción gracias a títulos como La tristeza y la piedad y Hôtel Terminus: The Life and Times of Klaus Barbie (Óscar al mejor documental en 1988).
Por aquí desfilan amigos suyos del bagaje vital y profesional del fotógrafo Elliott Erwitt, o el cineasta Frederick Weisman (At Berkeley), o la actriz Jeanne Moreau. Incluso su querida Madeleine Morgenstern, esposa del que alguna vez fue su padrino: un tal Françoise Truffaut. Así, Ophüls Jr. se regodea como un chiquillo con botas de agua en los charcos de su Historia, para a continuación, con un tempo más bien deprimente y ensartando la tijera, transformarse en débil síntesis de una figura —él— no sólo excéntrica sino muy histriónica a ojos de cualquier espectador. Una vida, seguro, generosa en episodios y encuentros memorables. Un anecdotario sobre fetiches que, al final, como la saliva calcificada de un vejete, se pega repulsivamente a las comisuras de los labios.
El americano impasible
En contraste con la propuesta de Samantha Fuller, cuyo tributo a la figura de su progenitor (A Fuller Life) no admite réplica. La directora californiana se alimenta del talento oral de que disponen James Franco, Tim Roth, Bill Duke, Mark Hamill, Joe Dante, Wim Wenders y William Friedkin —entre otros—, y de material en 16mm hasta ahora inédito, para traducir en celuloide la autobiografía de Sam Fuller. El adolescente que se hizo reportero serpenteando por entre frías mesas de morgues con hálito de formol; el hombre que cruzó medio país con la muy sarcástica vindicación de convertirse en periodista, de conocer a los lugareños, a los pobres que a duras penas si sobrevivían al margen de una sociedad, la americana, cuya ley más o menos natural podría traducirse con un carnívoro y atávico dog eat dog. Qué bromista Fuller: ni tan siquiera entre los muchos cadáveres apilados en Omaha el 6 de junio de 1944, se dignó a hacerse el loco. Más aún: volvió físicamente íntegro y con el dibujo de una bala extraída en su tórax. Y así lo escuchamos, así fue; deslizándose por capítulos que no sucumben a una concisión improbable. La cadencia de un fraseo que lo convierte, por otra ironía o revés político, en outsider acusado (a propósito de White dog, que gira en torno a un perro expresamente adiestrado para atacar a personas negras) de racista aun después de firmar intramuros películas de gran calibre como son Corredor sin retorno y Uno Rojo, división de choque. Fuller "a full", con su sempiterno puro en la boca, adentrándose a hurtadillas en el improvisado camerino de Marlene Dietrich, quien al principio no reconoce la verdadera estatura de ese artista en busca de tabaco.