Outtakes from the Life of a Happy Man, de Jonas Mekas (Estados Unidos, 2012)
Che strano chiamarse Federico!, de Ettore Scola (Italia, 2013)
Cómo disociar el recuerdo —fantasía— para asociar una verdad —realismo— que gira y gira como un carrusel de espejos fragmentados. Cómo ensamblar las volutas de humo que circulan por nuestra mente primero a ritmo de vals y después a golpe de música hardcore con el volumen al 11+1. Cómo trascender las estaciones, los años, las décadas, medio siglo o media vida o ni siquiera eso: sólo tomas descartadas de un instante que ya pasó y no volverá nunca y, aun transformado en la más ruin mentira sin pruebas fehacientes (borren, censuren, editen la h intercalada), posee magia y un plus de rabiosa anormalidad. Una especie de vehículo espacio-temporal cuyos engranajes se avistan —más o menos rigurosamente— con el tono virado de una voz anciana y a la vez joven en su imperfecta locura. Patos, gatos, Central Park; primavera-verano-otoño-invierno y una cafetería y un estanque con barcas; transeúntes sospechosamente acelerados y más agua y más pathos y un —como diría Piolín— lindo gatito lanzando crochets al aire para cazar una madeja invisible, y el autor y su familia; luego, también, música religiosa con ecos de una abadía con muchas consonantes; y, sí, hola, Allen Ginsberg alienando a sus ya de por sí alienadas ovejas neoyorquinas, y ciclistas, dos ciclistas y una bici junto a un bebé que camina y se tropieza sólo por el gusto de volver a caminar para tropezar y dar con las rodillas en el suelo; y una taza de café haciendo señales de humo y frases seudopoéticas que no dicen nada porque en la Gran Ciudad no es necesario decir sino callar en el momento preciso. Su propósito, asegura Jonas Mekas, es filmar el "ritmo de la verdad" mediante la unión de fotogramas (le vemos en su "taller" cortando y pegando, es decir, editando linealmente su Outtakes from the Life of a Happy Man) sin ningún propósito narrativo ortodoxo. Es genuino, es real. "It is the truth". No se trata de recordar sino de atrapar en el tiempo. Para siempre. Y, sin embargo, he aquí una paradoja: si las imágenes no son recuerdos, nada se recuerda y nadie se olvida de recordar. Todo está ahí, contigo, en un presente inmutable. Un tiempo, para mí, al que no volveré nunca. Por salud mental y esas cosas.
No hay en el puzle de Jonas Mekas un sólo atisbo de lucidez cinematográfica. El director lituano sueña aquí con su Howl particular. Aunque su poética niega el sudor y la enfermedad visionaria, casi jazzística en su desquiciado fraseo, de Allen Ginsberg. Más aún: su gusto por el éxtasis turista made in Japan —grabar hasta la última mierda que pulula delante de sus narices— convierte la película en un vulgar simulacro de arte efímero. Que no por incoherente es menos valioso, no. El problema reside en su pretenciosidad, en la perpetua sensación de que estoy asistiendo a un rito contracultural ejecutado de forma chabacana y sin interés. Así, finalmente, el ritmo de la verdad del que hablaba Mekas resulta ritmo de la desidia.
Un extraño mundo en cursiva
Hágase el cine (italiano); y Fellini se hizo. En toda su italianidad, por cierto. Para disfrute y frenesí de millones de cinéfilos. "Che strano chiamarse Federico!", piensa —al tiempo que filma— un gran amigo suyo y estudioso por simple admiración de películas como La strada, La dolce vita, 81/2, Amarcord (Mis recuerdos), y un largo etcétera que parece no acabar nunca. Lo piensa, y así lo hace, Ettore Scola, con una sugerente teatralización que sintetiza los años de juventud felliniana en el semanario satírico Marc'Aurelio, donde el maestro y el también historietista reconducido a ese no ya vetusto arco de carbón sino más bien arco iris en blanco y negro por siempre memorable, con el fresnel sobre Marcello, where are you? Marcello, come here! (Anita Ekberg dixit) Mastrioanni, se foguearon artísticamente entre guionistas —véase la Commedia all'italiana del binomio Agenore Incrocci-Furio Scarpelli— o pensadores furtivos sin más ínfulas que el humor canallesco. La italianidad, por tanto, sus apetencias y obsesiones; quedan bien reflejadas en el documental del muy inteligente Scola, transmutado en narrador con sombrero y gabardina que no paga sus consumiciones precisamente por ser el artífice de este no biopic. Quizá un homenaje desde la exclamación, en el estudio 5 de Cinecittà, que dibuja el celuloide. Y su mayor fantasista: un Federico universal.
Juan José Ontiveros
redacción Madrid