Nadie se acordará de nosotros cuando seamos viejos
crítica del cortometraje Stanka Goes Home | Stanka se pribira vkashti, de Maya Vitkova, 2010
El éxito final de cualquier tarea suele estar supeditado a la superación de una serie de factores que podríamos resumir en físicos y psicológicos. Así pues, ninguna acción será satisfactoriamente ejecutada si no se emplea la perseverancia necesaria, del mismo modo que si las limitaciones somáticas del individuo superan las exigencias físicas del trabajo, la culminación del mismo estaría destinada inexorablemente al fracaso, por mucha porfía que empeñemos en dicha empresa. Stanka Goes Home muestra cómo la senectud ha sido el principal enemigo —natural— del ser humano en su lucha contra esas barreras existenciales. Contienda que ha quedado inmortalizada en numerosas ocasiones por un cine que nos ha regalado toda clase de ejemplos entrañables, en los que la edad ha podido arrebatar (o mermar considerablemente) todas nuestras capacidades psicomotrices, a excepción de la fuerza de voluntad. De esta manera, al igual que Alvin Straight en Una historia verdadera (A Straight Story, 1999) quería ver a su hermano una última vez, recorriendo en tractor los 500 kilómetros que los separaban; o Kimani Maruge (The First Grader, 2010) se propuso volver a la escuela a sus 84 años; Stanka quiere ser capaz de subir los nueve pisos —con sus correspondientes escalones— que se interponen entre la calle y su apartamento.
Maya Vitkova se aleja del afectuoso e ingenuo proceder de personas como Woody Grant, por poner un ejemplo más reciente (Nebraska, 2013), para centrarse en la tácita crudeza —visual y funcional— que la última etapa de la vida (o tercera edad si preferimos recurrir al eufemismo políticamente correcto) lleva implícita. La directora se vale de Reni Yoncheva para mostrar explícitamente uno de esos obstáculos de los que hablábamos al comienzo y que surgen, sencillamente y sin previo aviso, de un incidente tan simple como la avería de un ascensor. Así comienza esta odisea para la protagonista, que tratará con todas sus fuerzas de llegar al piso noveno de su edificio cargada con las pesadas bolsas de la compra. En cada piso surgirá una nueva traba, desde un presidente comunitario un tanto apático, hasta una sucesión de jóvenes y atléticos vecinos que no realizan el más mínimo ademán de ayudar a la anciana, representando metafóricamente esa pérdida de valores tan característica de las nuevas generaciones, y que tan bien han sabido reflejar algunos de los grandes realizadores japoneses. Y no nos engañemos, al final todos seremos una carga —ya sea por minusvalías físicas o por disponer de demasiado tiempo libre en un mundo tan diligentemente atareado—. Dependerá únicamente de las personas que nos rodeen en ese momento (si es que queda alguna), el acabar en un apacible balneario como el matrimonio Hirayama —Cuentos de Tokio, (Tokyo Monogatari, 1953) Yasujiro Ozu—, o desamparados en la cima de una montaña —La balada de Narayama, (Narayama Bushi-ko) Keisuke Kinoshita, 1958 / Shôhei Imamura, 1983—. Al final todo radica en no perder de vista el sentido de nuestra vida, aunque éste sea —en última instancia— el mero hecho de Vivir (Ikiru, 1952, Akira Kurosawa). Retrato pesimista y asfixiante del inevitable y, en ocasiones, trágico paso del tiempo, que se muestra por medio de este descarnado y casi sin aditivos (audiovisuales) cortometraje de 15 minutos que podría resumirse, según las declaraciones de la propia Vitkova para El antepenúltimo mohicano, como «una simple y realista historia en tiempo real». | ★★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
redacción Dublín