ilustración| Lorenzo Montatore
viernes, 04 de abril de 2014
Melancolía y harina en los labios
Muchos cineastas tienen sus microuniversos, visualizaciones personales de su propia psique, o una forma particular de disponer y describir los elementos que componen sus historias. De entre todos ellos, Wes Anderson es posiblemente uno de los que más fácil resulta identificar. Sus relatos son construidos como pequeñas miniaturas encerradas en una casa de muñecas, dentro de un mundo del que él es el titiritero. Las líneas rectas marcan cada travelling y el papel de pared acaba siendo siempre cálido. Incluso cuando más solemne se muestra, Anderson no claudica. El mundo sigue siendo de colores, como una maqueta pintada a mano, con hoteles de color de rosa. Un lugar donde cada habitación habitará su propia tragedia, aunque no siempre. El amor será una constante. Y la figura paterna, gran parte de la clave de sus discursos. Ya sea un Bill Murray emulando a Cousteau con un pompón rojo en la cabeza, o un zorro dando lecciones vitales a su pequeño; o tal vez unos hermanos cruzando la India en busca de una madre ausente, o ni siquiera eso. Simplemente un encargado de hotel capaz de sacrificarse por su botones. Y de propina, una secuencia en blanco y negro en la que, por primera vez, Anderson filma la muerte sin demasiadas florituras, dejando por un momento de lado el optimismo que le caracteriza. La saturación anímica que inunda cada rincón de sus obras, bien mediante la actitud de cada personaje o el enrevesamiento de sus tramas; bien mediante la excentricidad con la que el cineasta tiende a pintarlo todo, se suspende durante unos segundos. Detrás de las fachadas teatrales hay sentimiento. El de una historia de amor infantil, puede que perdida en una isla con nombre de reino fantástico, o entre la trastienda de una panadería donde un botones y una joven de cabello rubio con las mejillas manchadas de harina dan forma poco a poco a la sonrisa genuina del cariño que se da sin pedir nada a cambio. Es por eso que queremos tanto a Anderson, porque, aunque disfrace sus historias de cachivaches y colores, al final siempre entrega una sonrisa. O como en este caso, media sonrisa, algo de melancolía, y un poco de harina en el labio.
Gonzalo Hernández
redacción Madrid