EL CINE DE DARREN ARONOFSKY
por Marco Antonio Núñez
Cada película de Darren Aronofsky encuentra su propio estilo. Un delicado equilibrio entre el contenido temático y su expresión visual ha caracterizado el devenir creativo del cineasta de Brooklyn. Su huida de formulismos autocomplacientes, equidistante tanto del academicismo como los gustos mayoritarios, han hecho de él uno de los autores menos previsibles de su generación, marcada por una cierta tendencia a encontrar acomodo en la gran industria. Esto ha sido así al menos hasta su próximo estreno, Noé (Noah, 2014). Veremos si en adelante conserva su independencia.
Cada obra de Aronofsky se propone como una estrategia que explicita la urdimbre del deseo, las costuras de la ilusión que pretende realizarlo poniendo atajos al principio de realidad. El hombre es ante todo un tejedor de fantasías, un alquimista de hermosos sueños. Pero al final del sueño siempre aparece el monstruo. El miedo, el dolor, la vejez, la enfermedad, la soledad, la obsesión y la adicción (una variante somática de aquélla) son las costuras que unen los fragmentos de eso que llamamos "hombre". Su búsqueda estilística ha transitado por el delirio paranoide vehiculado sobre una planificación aberrante, texturas granujientas y el uso controlado de la gramática del videoclip, hacia la sencillez de una mirada serena que documenta y delega la comunicación a sus intérpretes y las significaciones que codifican los espacios. Sus historias a excepción de Réquiem por un sueño, se construyen en torno a figura protagonista dominada, por lo general, por un anhelo, cuando no, una obsesión, estrechamente vinculada a su dedicación profesional. Ese protagonismo único no entraña una identidad simple, toda vez que, el sujeto en crisis permanente, se debate en un estado esquizoide: ontológico (caos/cosmos en Pi), social (Réquiem por un sueño, El luchador), temporal (La fuente de la vida) o psíquico (El cisne negro). Los personajes de Aronofsky experimentan el desamparo de la libertad en un sentido sartreano. Arrojados al mundo, eligen un destino paradójico, toda vez que la única posibilidad de un significado vital habita entre los pliegues del dolor, en la afirmación fanática y autodestructiva, pero también épica, de la polilla devorada por las llamas. Su dolor testimonia el brillo intenso y único que sólo resplandece en vecindad con la muerte. La soberbia del matemático que encuentra, o cree hacerlo, el modelo cósmico. La osadía de un puñado de seres insignificantes que buscan realizar sus sueños sin contar con el concurso de la realidad. El empecinamiento del biólogo al que no le basta con haber desvelado el misterio de la vida, quiere detener el avance de la muerte. La consunción del showman para el que la vida fuera del ring es un océano absurdo de dolor. La metamorfosis de la perfección en belleza cuando el control declina ante la frenética compulsión del goce. La empresa de todos ellos se antoja ciclópea a distintos niveles y su destino, unánime.
De igual modo que en ocasiones la elección de sus intérpretes masculinos es algo discutible, las mujeres de Aronofsky son memorables. Desde la eterna Ellen Burstyn hasta ese sueño de ojos verdes que responde al nombre de de Jennifer Connelly, haciendo parada y fonda en su gran personaje, Nina, encarnado por una Natalie Portman de nuevo en estado de gracia. Sin olvidarnos de una espléndida Marisa Tomei capaz de elevar en una ceja toda fatiga, el hartazgo, la desolación del mundo. O nuestra Rachel Weisz. Si bien nos hubiera gustado más disfrutar de esta última, reducida a un hermoso rostro, una presencia dolorosa, una imperdonable injusticia cósmica.
Pi. Fe en el caos (Pi: Faith in Chaos, 1998)
Se confirman todas las sospechas
Cuando era niño, desoyendo los consejos de su madre (hay que escuchar a la mujer), Max (Sean Gullette) miró fijamente al sol. La luz desde Platón ha sido la metáfora dilecta del conocimiento. Pero lo que permite ver no puede ser mirado. Max no acepta la realidad de que nuestro mundo sea un caos y opta por vivir perdido en un laberinto, físico y mental. Al menos en el laberinto debe haber un centro, aunque en el centro esté el Minotauro su presencia es menos monstruosa que la de un universo infinito. La afirmación de Galileo de que las matemáticas son el lenguaje de la naturaleza revela únicamente naturaleza especiosa de la voluntad decreciente que se rebela contra el caos. Siempre fue el proyecto de la metafísica, y luego la ciencia, ejercer su imperio sobre la realidad. Ignorando que, a lo que llamamos realidad, no es más que una excrecencia de nuestra conciencia. Y la conciencia a su vez, una arrogante máscara tras la que se oculta un vasto océano negro ante el que las presunciones de la razón y una identidad discreta y sólida, sucumben irremediablemente. Mitigar el caos dispensa la ilusión de control y ayuda a combatir el miedo. En los anhelos de Max confluye la empresa solidaria de todos los hombres. La aventura intelectual que pretende reducir incertidumbre, la indeterminación, manifiesta la propia debilidad que alienta su propósito.
Sólo por mediación del lenguaje podemos conocer el mundo. Dios y el universo son realidades cifradas por un código. Pero, ¿es anterior esa realidad cifrada a su misma descodificación, o por el contrario se genera durante el proceso? Las Sagradas Escrituras y el Mundo son textos absolutos, en su vasta prosa anida el sentido. Las matemáticas y la cábala son sendas metáforas del pensamiento. Palabras y números, signos en los que creemos ver un universo ordenado en virtud de su sintaxis. La obsesión de Max por el hipersigno teórico, discutido sin descanso, tematizado recursivamente hasta el delirio, se hace carne en la misma estructura discursiva de Pi. El discurso fílmico acerca de la recursividad, deviene autorreferencial, el planteo de un meta tema, semiótico y otológico. Como Max le replica a los cabalistas, los números en sí mismo nada significan, lo fundamental es la sintaxis, el orden los mismos, su articulación en una secuencia. Su montaje. Sol (Mak Magolis), relata a Max cómo ante un problema irresoluble, el ordenador a menudo adquiere conciencia de sí mismo durante un instante previo a su colapso. Su primera y última acción como ser consciente es la impresión de la aporía que le ha destruido, la huella del trauma ante la experiencia de lo real. Max, de un modo análogo, exorciza sus demonios con oficio de broca, para vegetar, en adelante como un ordenador roto, sereno en un banco del parque, incapaz de resolver la operación de cálculo que su joven vecina le plantea. Sin importarle. La realidad de la mujer acaba por ser el problema irresuelto de Max, la aporía cósmica que todo hombre siente.
Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, 2000)
La fuerza de Tappy
Los personajes que conforman el grupo humano de Réquiem por un sueño, son la gente corriente de Brooklyn. Sarah (Ellen Burstyn), la vecina mayor del segundo, los amigos del instituto de Darren, Harry (Jared Leto) y Tyrone (Marlon Wayans). Y Marion (Jennifer Connelly), la niña rica y guapa que se junta con los parias porque los pijos la aburren. La chica guapa y triste que siente el desafecto de sus padres y quiere ser diseñadora. Por Réquiem por un sueño desfila una juventud desnortada y una vejez rota. La primera, atrapada en un hedonismo intransitivo que abraza su propio vacío mirando a ningún futuro. La ancianidad gratuita que languidece ante el aparato de televisión después de haber consumido el pasado siguiendo los dictados de su programación biológica, manifiesta la necesidad de establecer anclajes de sentido más allá de la inmediatez instintiva. Brooklyn, como saben los lectores de Auster, es el territorio de la ilusión y los desengaños. Una ciudad condenada a contemplar con envidia los perfiles luminosos e inalcanzables de Manhattan sin que nada relevante le llega a pasar nunca. Brooklyn no será arrasada por el Hombre de Malvavisco ni blanco del terrorismo islámico. Sus sueños se malquistan, se vuelven dolorosos y demandan un cumplimiento vicario o alucinatorio. Freud ya advirtió acerca de las trampas del deseo, los atajos que tomará para alcanzar su cumplimiento ignorando las exigencias del principio de realidad. El delirio, la fantasía, el sueño diurno, las ilusiones o ensoñaciones como forma de evadir el desafecto o la soledad, quizá únicamente compensar una cierta insatisfacción ante la realidad siempre decepcionante, entrañan un peaje. Al final del sueño siempre aparece un monstruo. Las drogas, como Mefistófeles, te dan lo que les pidas, por un precio. "Tan largo me lo fiáis". El adicto, etimológicamente es el deudor que, ante la incapacidad de liquidar deudas cae en la esclavitud. Todos los personajes de Réquiem por un sueño contraen deudas con una realidad que no otorga plazos. Los paraísos artificiales o virtuales dispensan una estancia efímera y condenan a galeras en el infierno. Aronofsky desmonta el mecanismo de la fantasía y conecta su esencia con la de la naturaleza humana. Si Max estaba obsesionado con el orden como forma de superar su propia debilidad y la intolerancia ante un entorno percibido como hostil, los personajes de Réquiem por un sueño sucumben al anhelo de ahorrarse el dolor, un deseo insensato de que el verano dure doce meses. A menudo se nos muestran cavilosos, dubitativos, inquietos. Entonces se meten un tiro y renacen serenos. La felicidad era eso. El efectista y efectivo descenso a los infiernos en que se convierte la cinta durante su último tercio, a pesar de lo mecánico de su resolución, sigue siendo uno de los clímax más poderosos de los últimos tiempos.
La fuente de la vida (The Fountain, 2006)
También se ama el cuerpo
"La muerte no es más que una enfermedad y yo puedo encontrar la cura", afirma Tommy (Hugh Jackman). La búsqueda del Árbol de la Vida, como la aventura intelectual de Max, es un acto de soberbia. Tommy se niega a aceptar la pérdida de Izzy (Raquel Weiz), enferma terminal de un tumor. Y en vez de pasar junto a ella el tiempo que les quedé por pasar juntos, se empecina en buscar la clave, el hipersigno que descodifique la secuencia irreversible de la muerte. Pasado y futuro se complican en el presente. El primero como espejo o relato que figura la búsqueda del Árbol de la Vida en los tiempos de La Conquista, empresa de Isabel/Izzy y fruto de su lucha con el Gran Inquisidor (Stephen McHattie). Ministro de un dios que contempla la vida desde la muerte. El cuerpo es la cárcel del alma, y su fin, el nacimiento de la vida eterna. Tomás/Tommy, sin embargo, suscribiría el lamento desesperado, definitivo, total, del dolor de Mikkel en La Palabra (Ordet, 1955; Carl Th. Dreyer): "Pero también amaba su cuerpo. "Esa queja inútil y demasiado humana, a la que ningún dios podrá responder nunca y ante la que declina toda su omnipotencia inútil; esa queja ante el cadáver del ser querido, es el fracaso y la vergüenza de todo dios, la razón de su silencio y su fuga, dejando los cielos desamparados, mudos y sordos. El futuro prolonga del dolor de Tommy en Tom Creo. El hallazgo de la vida eterna se ha convertido en la mayor maldición de un hombre incapaz de suturar la herida que la pérdida abrió en él. Una vez más el conocimiento de nada le vale ente la realidad rotunda del dolor. Y, una vez más, el triunfo cifra el fracaso. Tom se defiende del dolor haciendo revivir a Izzy, internalizándola vía identificación, devorando su carne vegetal, ahora transmutada en el Árbol de la Vida mismo. Alimenta así su dolor con la materia del mismo. El discurso de Aronofsky se vuelve de nuevo autorreferencial. Izzy escribe una narración de la búsqueda de Tomás/Isabel, y, sabedora de la proximidad de su muerte, encomienda a Tommy escribir el último capítulo de su novela. Tom Creo es corolario de la melancolía de Tommy, su personaje en ausencia de Isabel/Izzy, a solas con la eternidad. Su duelo dura más que cualquier vida y al fin sólo le quedará aceptar, consentir, abandonar el cuidado de un dolor que ya no es Izzy. Nunca lo fue.
El luchador (The Wrestler, 2008)
Danos tu cuerpo y tu dolor
Punto de inflexión notable en la obra de Darren Aronofsky. Las ideas ahora alcanzan a articularse con mayor eficacia dramática en el personaje central, Randy "The Ram" (Mickey Rourke). Un carácter y unos actos que labran su porvenir se ligan a una tesis menos obvia en torno a los elementos constitutivos de la identidad masculina. Un Aronofsky menos estilizado adopta una actitud contemplativa, su cámara mira y deja mirar al espectador. Documenta el minucioso ritual previo a cada combate, los interminables remiendos con aparato de vendajes y esparadrapos que tratan preservar unas maltrechas articulaciones, las curas posteriores, reuniones para vender vídeos y estampar alguna firma que refresque la gloria pasada, los habitáculos que hacen las veces de hogares, etc. El cineasta de Brooklyn nunca juzga al público que asiste al ring para ver la enésima reedición de una pasión mesiánica. El espectáculo del martirio de los cuerpos ajenos labora a la manera de catarsis, suponemos. A su vez, los profesionales nos son mostrados como hombres de principios que se atienen a un código dentro del ring, lugar donde todo cobra sentido para ellos. El ring deviene el universo ordenado que anhelaba Max, en abierta oposición con el mundo de afuera. La vejez y la enfermedad hacen mella en un cuerpo que de nuevo es contemplado como un templo del dolor. La cárcel del Gran Inquisidor niega a Randy su deseo de ser Randy y le obliga a volver a Ranziski, el inmigrante polaco que atiende en la charcutería con lo que el conflicto no tardará en llegar. Randy constituye el ideal del yo, el Hércules que asombra a las masas sobre el ring, sin embargo, fuera de él, las expectativas que genera Ranziski en los demás, son muy diversas. Randy impone inicialmente su entusiasmo y logra hacer del nuevo trabajo un espectáculo, pero pronto comprende que el espectáculo no forma parte de la labor de un charcutero. Ningún aplauso le espera, sólo la humillación de que alguien le reconozca bajo la redecilla que recoge su melena rubia y el mandil que oculta una musculatura inútil. La nueva situación de Randy establece una relación dialéctica entre su código masculino y el mundo femenino. Cassidy/Pam (Marisa Tomei) quema sus últimos cartuchos como streeper. La norma de no tener relaciones con los clientes, algo que fácilmente la conduciría a la prostitución, la hace ser cauta con Randy. Éste, lejos de adoptar una posición comprensiva y paciente, la humilla. Por otro lado, a Randy se le ofrece una segunda oportunidad con su hija Stephanie (Evan Rachel Wood), que también arruina. Su doble fracaso afectivo revela la inmadurez de un hombre que presenta escasa tolerancia a la frustración y se muestra incapaz de asumir compromisos. No hay destino más allá del carácter. Si en el fracaso de Max se cifraba la naturaleza irónica de su éxito, Randy se afirma como lo que es, un luchador al que la vida le derrota. En el ring hay reglas que reducen la incertidumbre, los movimientos de los rivales son previsibles y la victoria está pactada a priori. Es el cosmos que la razón de Max no toleró. Max abandona el tablero, Randy se queda en él para morir. Difícil recordar en el cine norteamericano reciente un trabajo tan impresionante como el de Mickey Rourke.
El cisne negro (Black Swan, 2010)
El cuerpo y el espejo
Si en El luchador se establecía una dialéctica entre lo masculino y femenino, El cisne negro explora los principios de la identidad femenina con resultados más inquietantes aún. En el cartel de la película vemos el hermoso rostro de Natalie Portman. Una inquietante grieta se abre en su mejilla, sobre la porcelana de esa cara de muñeca, se abre una herida bajo la que hay sólo un vacío. El abismo. Lo bello y lo siniestro confluyen en la primera imagen que recibimos del filme. Nina, virginal a los 27, virtuosa de la danza y obsesionada con la perfección, vive con su madre Erica (Barbara Hershey), convertida en un apéndice suyo. No permite a Nina la menor intimidad y le dispensa todos los cuidados propios de una niña. Su habitación (los créditos la identifican significativamente como The Queen) está llena de retratos de su hija, imágenes en negativo, el rostro de Nina invertido. Naturalmente, Erica es una bailarina frustrada que proyecta el deseo en su hija. Leroy (Vincent Cassel), director de la compañía de Nina, trabaja un nuevo montaje del Lago de los cisnes, más visceral y oscuro. Su primera elección es Nina, pero tiene dudas de si la esa mujer frígida podrá transformarse en el Cisne Negro. Insta a Nina a explorar su cuerpo, entrar en relación con la pulsión. El llamado a la sexualidad es algo desconocido para Nina. Experimenta al mismo tiempo fascinación y rechazo con la feminidad exuberante de Lily (Mila Kunis) y Beth (Wynona Ryder), a quien sustituye. Roba del camerino de esta última, objetos propios de la identidad femenina, lápiz labial, etc., para obtener una identidad de mujer que sólo es imaginaria. Nina no puede sostener con su cuerpo a la mujer puesto que no tiene cuerpo, es una niña, por eso tampoco tiene sexualidad y es incapaz de concitar el deseo de un hombre, cómo le reprochará Thomas. La locura se insinúa cuando Nina se enfrente con algo para lo que no dispone de referentes simbólicos internos. La respuesta emerge, en un primer momento, en forma de alucinación. Nina es incapaz de sostener la mirada ante el espejo, contemplar su imagen desde el otro. Se ha quedado anclada en una fase muy primaria del Estadio del Espejo. Se percibe fragmentada sin que haya nada del orden simbólico que venga a unir esas partes, nada que genere un reconocimiento de la singularidad propia. La imagen sirve de apoyo, por un, lado para la organización mental de un cuerpo y, por el otro, para la estructura del yo. En ese juego entre el sujeto y su imagen interviene un tercero invisible que organiza lo que el ojo ve. Ese tercero es lo que Lacan distingue como la dimensión simbólica.
Este tercero no visible, interviene unificando una imagen fragmentada. Pero este mecanismo puede fallar. La identidad entre cuerpo e imagen se rompe cuando Nina se trate de encontrar en el reflejo y aparezcan las llagas en su espalda. El desacuerdo entre la imagen y el ideal surge como un espacio de sufrimiento. En su relación con Lily, no es propiamente una rivalidad narcisista lo que vive Nina, en ella no a hay atisbo de inflación del ego. La cuestión tiene otro cariz que va más allá del imaginario. Es una verdadera persecución, una amenaza de destrucción de la identificación que sustenta su identidad de cisne reina. La aniquilación del otro es la única salida. Alucina que mata a Lily cuando se apuñale a sí misma con una esquirla de un espejo roto. Su muerte no se trata de un suicidio. Nina ilustra lo que el sujeto psicótico hace cuando lo simbólico falla en separar al sujeto del goce: se rasga la piel, se corta con tijeras, hace marcas en su cuerpo equivalentes a la castración que no se efectuó en ella, y por último, se mata. En el cierre del filme, como pasaba en el anterior, no hay lamento ni atisbo de fracaso. El universo reglado bajo los focos ha triunfado sobre el caos oscuro y anónimo de la vida. Nina al fin, ha muerto por y en la belleza.
Conclusión
La obra de Aronofsky, apenas cinco títulos hasta el próximo estreno de Noé, puede leerse como la búsqueda de una cifra que resuelva la problemática realidad del deseo, el conflicto que se dirime entre el yo ideal y el ideal del yo. Entre la imagen narcisista total de perfección y las exigencias brutales, en ocasiones, inasumibles por el sujeto, que la realidad impone. Algo que se ilustraba perfectamente en la incapacidad de Sara para entrar en el vestido rojo con el que hubiera deseado asistir al concurso televisivo. Las estrategias textuales de Aronofsky se alejan del pastiche y la ironía típicamente posmodernos, para restablecer a través de un discurso fílmico proteico, dubitativo en ocasiones, alejado de certezas y que necesariamente muestra sus costuras, la conexión con un diálogo que se encara a nuestros demonios más íntimos. La búsqueda de referentes simbólicos que permita ligarlos a un sentido y reducir la incertidumbre, aparece como una empresa ciclópea. Asumiendo que se trata de la crónica de un fracaso anunciado, el nudo gordiano que configura la existencia humana sólo puede ser cortado.