El ogro de todos los cuentos
crítica de Form and Void (1x08) | True Detective (Temporada 1)
este artículo contiene spoilers.
HBO | EE.UU., 2014. Director: Cary Joji Fukunaga. Creador: Nic Pizzolatto. Guion: Nic Pizzolatto. Fotografía: Adam Arkapaw. Música: T Bone Burnett. Diseño de producción: Alex DiGerlando. Dirección artística: Tim Beach. Intérpretes: Matthew McConaughey, Woody Harrelson, Michelle Monaghan, Michael Potts, Tory Kittles, Ann Dowd, Glenn Fleshler, Michael Harney, Johnny McPhail, Terry Moore.
Sabemos que no fue así, pero de una forma tal vez poética el inicio de todo también nos lo cuentan en la Biblia, justo al comienzo del libro del Génesis: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: Sea la luz. Y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena, y separó Dios la luz de las tinieblas.” Nosotros sin embargo dejaremos esto para el final. Porque este cuento que llega a su desenlace en su octavo episodio se abre con el ogro al que ya nos habían anunciado que tendrían que enfrentarse nuestros dos atípicos héroes: los detectives Rust Cohle (Matthew McConaughey) y Marty Hart (Woody Harrelson). Y como todos los ogros de todos los cuentos, este también vive en un castillo lúgubre y siniestro. Una fortaleza gótica decorada al más sucio estilo gore setentero que se hunde en la tierra como si escondiera su oscura faz en el mismo infierno. Y que se oculta en una Louisiana de una belleza sobrenatural en la que la soledad y el vacío de sus paisajes salvajes solo se ven rotos en el horizonte por las construcciones más modernas pero igual de terroríficas de las fábricas descargando nubes de densa contaminación. Una Louisiana que nos es mostrada desolada, con pueblos perdidos y casas solitarias, un lugar en el que cualquier cosa horrible podría suceder y el mundo jamás tendría noticia de ello. El escondite perfecto para un criminal psicótico. Pantanos, marismas, bosques densos de vegetación que estallan en un verdor deslumbrante o en unos árboles muertos y petrificados que asemejaran retorcidos dedos humanos surgiendo de un lodazal pestilente. Allí donde el hombre se puede mostrar menos humano que nunca, donde podemos ver su rostro formando el contorno de la gran bestia. Paisajes retratados como si hubieran salido de las manos del pintor Caspar David Friedrich: perspectivas que no toman un punto de vista humano, no parten de la mirada de un hombre a ras del suelo, sino como si este levitara sobre ellos, tomados desde extrañas colinas o elevaciones irreales del terreno ofreciendo un horizonte que nunca podría ser el que vieran nuestros ojos.
Este escenario que emana toda la fascinación que sobre nosotros a veces puede ejercer el horror, la decadencia y la muerte como ya nos enseñaron los románticos que así lo vieron en el siglo XVIII, esa atracción inevitable por la soledad y las ruinas, ese fatum del que tanto escribiera Edgar Allan Poe en sus relatos sobre el abismo de tinieblas ante el cual al asomarnos nuestro deseo de arrojarnos a él lucharía contra nuestros más arraigados instintos de supervivencia, es el que el guionista Nic Pizzolatto ha elegido para desarrollar esta historia de dos detectives enfrentados no solo al pozo de crímenes horribles perpetrados por una secta de pirados, sino más si cabe estáticos frente al abismo particular de sus vidas deshechas. Porque si importante, claro está, es la trama criminal que los dos protagonistas deben resolver, más peso aún en el relato ofrece el desarrollo de las vidas de estos dos hombres durante los diecisiete años que dura su investigación y la amistad que, pese a sus grandes diferencias, acaba forjándose entre ellos. Pizzolatto se vale de manera magistral de los registros narrativos de diversos géneros para levantar el armazón sobre el que sustentar su historia. De las por él mismo reconocidas influencias literarias en su escritura las que más llaman la atención son aquellas que provienen de los relatos de terror, las de autores como Howard Phillips Lovecraft (y de rebote, tal vez de algunos de los escritores relacionados con el círculo de amistades literarias de este como Frank Belknap Long o Clark Ashton Smith), o los pioneros del horror cósmico Ambrose Bierce y Robert W. Chambers. Aunque argumentalmente no son profundas pues Pizzolatto nunca deja de tener como eje del serial la novela negra, ahí están la mítica Carcosa —la ciudad muerta de Bierce—, el Rey de Amarillo —la obra de teatro que provoca la locura a aquellos que llegan a leer su segundo acto de Chambers, el cual también recurrió a Carcosa en sus relatos—, o esa misma ciudad en la narrativa de Lovecraft, del que también toma esa angustia existencial y esa concepción de que el horror es lo único que rodea al hombre, que en él nace y en él muere sin remisión porque no hay nada bueno ni poderoso ahí fuera que nos pueda ayudar. El hombre siempre está solo. Y esto pasado por el filtro de otro clásico moderno del relato de terror, el fantástico Thomas Ligotti, que refunde este imaginario vivencial en un lenguaje y un sentimiento actuales. Autores todos ellos muy enemigos de las supercherías, descreídos, escépticos y convencidos de que lo preternatural no existe por mucho que escribieran sobre ello. Los cuentos y novelas que nos presentan a un Lovecraft luchando contra los monstruos de su creación, inmerso en historias fantásticas, o como alguien que escribe sobre cosas en las que cree y ha vivido no pueden resultar más alejadas de la verdad de lo que fue el credo existencial del maestro de Providence. Aunque no se ha citado en ningún momento, o quizá sí pero yo ni me he enterado, que tampoco sería extraño, otro ancestro de esta historia detectivesca entreverada de relato fantástico y de horror podría tener un bonito antecedente en la gran novela El Tribunal del Fuego (The Burning Court, 1937), de John Dickson Carr. Escritores que asoman de una u otra forma en True Detective pero que no componen su esencia: esta se encuentra en la novela de detectives y en los buddy films, esas películas de parejas de policías que se llevan a matar pero que en el fondo son muy amigos. Pizzolatto eleva este planteamiento a sus máximos exponentes, pues el grado de enfrentamiento que llegan a tener Rust y Marty alcanza límites insalvables si hubieran acontecido en la vida real. Pero esta es la historia de su amistad, y es especial porque precisamente vence escollos que todos consideraríamos imposibles de superar. True Detective nos hubiera gustado igual si Rust y Marty en lugar de esclarecer los crímenes tremebundos de un loco y su secta satánica se hubieran dedicado a investigar el origen, la evolución y la reproducción de las gramíneas durante sus decenas de millones de años de vida.
Uno de los planos más hermosos de este episodio es la visión de Rust justo cuando se encuentra en el corazón del horror, frente al altar del templo del Rey de Amarillo en Carcosa. Si el asesino Errol William Childress espera su momento de ascensión, el último escalón de su proceso de recibir la iluminación, de forma inesperada será Rust quién ascenderá. Verá la luz, comprenderá y será ungido con ese paso que nos llevará a la explicación final, a su transmutación. En términos más mundanos, la experiencia del horror transformará a Rust, abrazará la creencia en la existencia de un más allá y la esperanza de la felicidad. Antes, es Marty quien a su vez nos ha contado que otra experiencia atroz lo llevó a abandonar su trabajo en la policía. Ahora es algo más cínico y descreído. Han recorrido un largo camino de diecisiete años para acabar intercambiando sus roles ante la vida. El detective Papania, en la conversación que mantiene con Marty en la cafetería antes del viaje al más allá representado por Carcosa, le comentará en dos ocasiones que habla y se comporta como su compañero Rust. Pizzolatto domina el recurso de avanzar en pequeños detalles de la trama acontecimientos posteriores, la siembra, aunque en ocasiones se le va la mano un poco. Así la conversación de Marty y Rust en la que el primero le pregunta por sus visiones, algo que estaba olvidado desde el segundo episodio, y que nada más mentarse otra vez ya adivinamos que, como sucederá, al menos una nueva visión entrará en el juego. Eso sí, imposible adivinar cuando: Pizzolatto mantiene el control. Hay también una secuencia muy breve que me ha gustado de manera especial, aunque de seguro a vosotros os dará igual. Es algo simple, pero me ha parecido muy bonito poder ver a Terry Moore, la fantástica protagonista de la estupenda película El gran gorila (Mighty Joe Young, Ernest B. Schoedsack, 1949), quizá el papel más recordado de su longeva carrera tanto en cine como en televisión, interpretando a Lilly Hill, la anciana que ahora vive en un asilo, la dueña de la casita que nuestro ogro pintara de verde años atrás. El mismo color de la fronda que lo rodea y lo consume todo, el verde que manchó las orejas del asesino y que ha llevado a que por ese descuido casi intrascendente lo descubran. Uno de esos pequeños detalles extravagantes que ya nos enseñara Arthur Conan Doyle en sus relatos de Sherlock Holmes que eran los que hacían un caso más fácil de resolver precisamente por no resultar comunes.
Comentando el episodio con mi buen amigo Borja González, un ilustrador magnífico capaz de hablar de tú a tú con el mismo Goethe, me iluminó, nunca mejor venido el verbo, sobre un aspecto muy importante del cambio final de Rust. Y es que, por regla general, en los relatos de horror cósmico en los que el protagonista se enfrenta a espantos casi incomprensibles para la mente humana, este suele acabar loco, desquiciado, obsesionado de manera enfermiza con lo que ha visto o, en no pocas ocasiones, muerto. Sin embargo, a Rust le sucede justo lo contrario. Vive en la oscuridad y el caos y encuentra la luz y el orden. Es un Génesis en toda la concepción de la palabra. Y aquí retomamos el principio de este comentario: a ese desorden y a ese vacío bíblicos que al fin son iluminados por la luz, una luz que vence a las tinieblas. De ahí el discurso final de Rust explicándole a Marty qué es lo que ha visto y qué le ha sucedido en el corazón de Carcosa. En el vórtice del horror encontró no la locura, sino la paz y la serenidad. Debería haber muerto allí, no debería estar ahora aquí a salvo, repite más de una vez Rust a Marty. Porque ante la visión devastadora del todo, Rust, contra la implacable lógica, encuentra el orden. Cierra por fin ese círculo, como confiesa, de espiral de violencia y degradación en la cual vivía.
The Grosse Gehege near Dresden (c. 1832), de Caspar David Friedrich |
Pero aún más importante que esta epifanía, esta iluminación final o ascensión a otro plano de comprensión de la realidad, lo que tendremos es una excelente serie de detectives protagonizada por una pareja que, aún quizá sea pronto para saberlo, podrían acabar resultando para las generaciones futuras unos posmodernos Holmes y Watson, unos Ataúd Johnson y Sepulturero Jones venidos a niños bien o el anverso siniestro de Tintín y el capitán Haddock. Si me apuráis, hasta los mismísimos Mortadelo y Filemón con un baño de realismo a la Dostoyevski (y sí, claro, Rust sería Mortadelo y Marty un rijoso Filemón). Porque por encima de sectas satánicas, conspiraciones locuelas y crímenes horrendos, lo que prevalece es la historia de una amistad forjada a fuego y rabia entre dos hombres que, pareciendo tan distintos, son iguales en el fondo. Es Marty limpiando la sangre y abrazando a su compañero herido en el lugar más horrible del mundo. Es Rust llorando porque sí que podrá volver a ver a su hija muerta. Es Marty feliz y destrozado al ver cómo su familia acude a visitarlo al hospital, que están allí con él aunque sabe que ya los ha perdido. La soledad puede tener múltiples rostros, pero al final es siempre lo mismo. Forma y vacío: luz y oscuridad. | ★★★★★ |
José Luis Forte
redacción Extremadura