Instantes clave en 10 años de vida
crítica de Secretos de un matrimonio | Ingmar Bergman, 1973
Miniserie de 6 capítulos | Suecia, 1973. Título original: Scener ur ett äktenskap. Dirección y guión: Ingmar Bergman. Reparto: Liv Ullmann, Erland Josephson. Productora: Cinematograph AB. Fotografía: Sven Nykvist.
La sorpresa del que les escribe al descubrir que la celebérrima cinta de Ingmar Bergman nació en realidad como proyecto para televisión fue mayúscula. Las cuitas sentimentales de Marianne y Johan eran mostradas en poco más de dos horas y media de metraje, en una película que consiguió reconocimientos a lo largo del mundo. También colocó un poco más de peso en la pequeña parcela del legendario director sueco dentro de la historia del cine. Rodada en la isla de Fårö, hogar del cineasta, Secretos de un matrimonio fue concebida y estrenada como una miniserie de casi cinco horas de duración. En su país obtuvo grandes resultados de audiencia e hizo que Bergman se convirtiera en un inesperado médium de los problemas de toda una generación de adultos atrapados en el matrimonio como convención.
La miniserie está estructurada en torno a conversaciones entre los personajes. Los dos primeros episodios (Oskuld och panik / Inocencia y pánico y Konsten att sopa under mattan / El arte de esconder el polvo debajo de los muebles) cubren la vida familiar de los protagonistas, armándonos de razones para entender y a la vez sorprendernos de lo que sucede en el tercero (Paula), donde el matrimonio se rompe. El cuarto (Tåredalen / El valle de lágrimas), cuenta su primer reencuentro tras meses de separación y el estado emocional de cada uno. El penúltimo (Analfabeterna / Los analfabetos) recoge la tensa última charla antes de firmar los papeles del divorcio y la –aparente– conclusión de la historia (Mitt i natten i ett mörkt hus någonstans i världen / En medio de la noche en una casa oscura en algún lugar), los vuelve a unir en inesperadas circunstancias 10 años después del tercer episodio. En total, 20 años de relación filtrados en momentos puntuales. Susurros para recrear el pasado, un presente mayoritariamente en fuera de campo y un fututo gritado en premoniciones dolorosamente reales. Porque Secretos de un matrimonio duele. La pluma y el ojo de Ingmar Bergman, y el inconmensurable trabajo de Liv Ullmann –uno de los rostros más bellos del cine– y Erland Josephson dejan huella.
Son varias las cimas conquistadas a lo largo de la miniserie. Con una dirección siempre al servicio de los intérpretes y los diálogos, de una teatralidad evidente, la acción comienza de forma envenenada. Una entrevista-reportaje sobre el matrimonio ideal a mediados de los 60 –la miniserie cubre de 1964/65 a 1975–, y donde hace aparición la primera y difícil muestra de genio: los diálogos suenan reales, nada cinematográficos. No hay una construcción de parlamentos de manera que lo más relevante se diga en un momento X y así hacer sentir Y al público. No. La cadencia y manera de decirlos de Ullmann y Josephson hace que parezca que sale de su interior, de su alma. Ni asomo de artificio. Transmiten una simbiosis plena con los personajes. Y aunque no es tarea fácil lograr eso, más complicada es la situación en el terreno en que la ficción se mueve. Los sentimientos en carne viva.
La primera discusión que presenciamos en la miniserie está a cargo de un matrimonio amigo de los protagonistas, Katarina y Peter. La crueldad de sus palabras, alentadas por el alcohol, sorprende a la audiencia e incomoda a Johan y Marianne. Una incomodidad que se trasladará al espectador cuando sean ellos los que empiecen a hurgar en su dolor. Y sin vino que les empuje a sincerarse. El trío director/intérpretes logra que la confusión emocional no parezca el resultado de un guión con la misión de tocar temas por turnos, sino que todo tenga un carácter factible. Cada nueva conversación desde el divorcio es un torbellino de sentimientos contradictorios. Plenamente identificables. Un tira y afloja que deja hecho polvo al espectador. La sinceridad de sus palabras, que casi ralla lo obsceno, es resultado de la intimidad de más de 10 años de matrimonio. No es baladí que tantos personajes existan pero nunca les veamos (las niñas, algunos de los amantes) y que las únicas interacciones que salen del núcleo protagonista sean con personas en distintos (pero muy similares en el fondo) estados de insatisfacción emocional. Personajes cuyas experiencias son absorbidas por Johan y Marianne casi sin querer, porque cualquiera en una situación así buscaría asideros. Es el terreno de las emociones a flor de piel. Un te quiero/te odio que no suena tan sincero a menudo ante una cámara.
A priori, el nivel intelectual y la acomodada posición de la pareja podría restar algo de universalidad a la peripecia, pero Bergman solo parece describirlos así para que sean más elocuentes en su desgarro. Lo que dicen pertenece al ámbito mundial de los sentimientos. Área compleja, y más en su variante relación-de-pareja, donde se finge, donde uno se acomoda y las máscaras duran un tiempo. Se es valiente por salir del círculo vicioso, y con la misma se quiere volver a la seguridad del hogar. Los caprichosos vaivenes emocionales de los personajes pasan por todo el espectro, dejando por el camino sentencias para el recuerdo y una indeleble identificación con ambos. La insoportable lucidez con que se abordan conceptos y temas como el amor, los hijos, el peso de nuestros progenitores, el enclaustramiento de las pasiones o la autoconsciencia es admirable. Cada una de las escenas que componen el vigoroso metraje añade más capas de sentido para el inacabable conflicto central. Algo tan habitual como el fin de una relación es expuesto como lo que es cuando ésta es mínimamente significativa: un microcataclismo del que es imposible salir indemne. ¿Cuál fue el momento en que la relación de Marianne y Johan terminó? Bergman no responde. La entrevista, el aborto, las cenas con los suegros, la sacudida a la rutina, el estallido de las emociones en forma de golpes e insultos. Quizá ni siquiera suceda durante la acción de la miniserie. Quizá sucedió desde que se dieron el “Sí, quiero”. O más importante: quizá nunca pasó. Los puntos suspensivos que cierran los hecho parecen querer dejarnos para siempre con la duda en el corazón. Hasta que llegó Saraband. | ★★★★★ |
Adrián González Viña
redacción Sevilla