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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Saraband, de Ingmar Bergman

    Saraband, de Ingmar Bergman

    Una despedida serena

    crítica de Saraband | de Ingmar Bergman, 2003

    TV-Movie | Suecia, 2003. Guión y dirección: Ingmar Bergman. Reparto: Liv Ullmann, Erland Josephson, Börje Ahlstedt, Julia Dufvenius, Gunnel Fred. Productora: SVT Fiktion / Sveriges Television. Fotografía: Per Sundin.

    Suerte de secuela, esta TV-Movie de 2003 se puede contemplar ante todo como un acto de amor de Ingmar Bergman a su difunta esposa Ingrid von Rosen. Primero porque la película está dedicada a ella. Segundo porque la foto de la omnipresente Anna es en realidad una foto de ella. Y tercero porque  es mucho el amor que se respira hacia su persona en Saraband. Una película hecha desde el corazón, pero un corazón triste por la marcha de un ser querido. A la manera de, por poner un ejemplo patrio, Agustín Díaz-Yanes y su binomio Nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto (1995) y Sólo quiero caminar (2008), Bergman decide no hacer tanto una continuación de la historia de Marianne y Johan, sino retomar a los personajes 30 años después para emplazarlos en medio de un relato que no va tanto sobre ellos. Y que a la vez trata solo sobre ellos. La lucidez, aun presente, ha pasado a un segundo plano. La serenidad y la madurez del que sabe de lo que habla y al que la edad (el sueco tenía 84 años cuando rodó la cinta) le da la perspectiva para ser el guardián de las respuestas es lo que ahora predomina.

    Saraband es un ejercicio de cine (para la pequeña pantalla) semejante a la partida de algún juego: hay cuatro actores principales, un prólogo y un epílogo (propiedad de la magnética Liv Ullmann, cuya Marianne actúa en esta ocasión casi como una presencia omnipotente y externa a la historia) y diez zarabandas de Bach traducidas al lenguaje cinematográfico: diez duetos interpretativos donde los actores dialogan con la naturalidad esperada del que realmente encarna al personaje que interpreta. También hay un quinto personaje: Anna, una muerta que en vida fue una mujer importantísima. Ha marcado a un abuelo, un padre y una hija, e involuntariamente a la ex-esposa de ese abuelo. Ella, desde su posición de testigo, puede observar cuando ha influido Anna en la vida de Johan, Henrik y Karin, de la misma manera que nosotros podemos adivinar cuánto ha influido Ingrid von Rosen en la vida de Ingmar Bergman.

    Saraband, de Ingmar Bergman

    La operación del director y guionista es digna de todo elogio. Si en Secretos de un matrimonio se adentraba en el mundo de los sentimientos, un lugar harto abstracto, y lograba hacer concretas y entendibles las cábalas de los protagonistas, en Saraband la cosa ha cambiado. Se mueve en el mismo mundo, pero adentrándose en los misterios más inescrutables del alma. Su interés no es ya la pareja, sino estudiar las consecuencias de la pérdida y el peso de la familia, su capacidad de enjaular nuestro futuro. De repente, y poniendo distancia respecto a hechos que en su momento parecían importantísimos, logra introducirnos en la nueva dinámica sin problema. Existen detalles para que sepamos de donde viene la historia (la primera conversación entre Johan y Marianne, frases como la impagable “una idiota llamada Paula”, la lámpara de papel roja), pero están metidos de la forma más orgánica posible. Eso sí, las mejores escenas siguen siendo aquellas donde Ullmann y Josephson simplemente comparten plano y hablan. La última foto de la historia es toda una declaración de principios.

    La nueva historia se puede resumir de la siguiente forma: Marianne decide visitar a su ex-marido para retomar el contacto tras décadas sin hablar. A su llegada, se encuentra una situación familiar límite. La nieta de Johan tiene una relación asfixiante con su padre, hijo desatendido del anciano, y el fantasma de la esposa/madre/nuera pesa sobre la disfuncional familia. Estamos ante una reunión de almas viejas, incluso la de la joven, aunque roce la veintena de edad. Sus diferentes charlas, en todas las combinaciones de dos posibles, darán cuerpo a las casi dos horas de metraje, amén de alguna licencia artística por parte del cineasta. Las sobreimpresiones, los escapes oníricos y los recuerdos puntúan aquí y allí una historia de emociones límite. De nuevo un paseo en carne viva. Hablar de la muerte como algo que temer o como un dulce alivio. El desgarro que queda dentro de uno al perder un ser vivo. De cómo la edad inviste de serenidad al acercarse al fin de la existencia. Sumando esta catarata de ideas, expuestas con penetrante crudeza, se acaba poniendo en pie una narración algo arisca. De ahí que sea más difícil conectar con el ánimo de estos protagonistas, lo cual también convierte la experiencia es un reto estimulante.

    Saraband, de Ingmar Bergman

    Un reto que, unido a la merecida fama de Bergman, hizo que la película saliera del circuito televisivo y se estrenara en salas de Italia, Francia, Estados Unidos, Reino Unido, Bélgica o hasta España, allá por noviembre de 2005. El espectador estaba ante la declarada última cinta del sueco. Lo curioso es que se retiró de la pantalla grande, como director, con Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982), pero siguió escribiendo para cine y dirigió hasta seis TV-Movies en esos 20 años. Saraband fue la última, y se nota. Está recorrida por un hálito de despedida. Un punto y final que duele, que magulla el espíritu y ante el cual es complicado permanecer impasible. Se trascienden los límites del pacto cinematográfico creador/espectador, y uno puede ver a Ingmar Bergman regalándonos su testamento audiovisual. Un pedazo de su corazón. La TV-Movie es el medio a través del cual decir unas últimas palabras sobre lo que significa sentir. Es un señor contándonos una historia. Como esa Marianne del epílogo, ante una vida de recuerdos en forma de instantáneas, Bergman observa la/su vida y emite un juicio definitivo. Y cuan triste y hermoso es éste. | ★★★ |

    Adrián González Viña
    redacción Sevilla


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