El fin del mundo en claroscuro
Cine Club | Sacrificio (Offret), de Andréi Tarkovski, 1986
Con su testamento fílmico Sacrificio, Andréi Tarkovski retomó el camino por el que había transitado en obras como El espejo, Nostalgia y, de forma más explícita, Andrei Rublev. El hermanamiento del cine con el mundo del arte. La superación de ciertos dogmas cinematográficos como forma de abrir sus películas hacia un mundo de resonancias poéticas, libres de los límites narrativos clásicos. El maestro ruso pertenece a esa reducida estirpe de cineastas que generan casi más interés en los estudiosos de arte que en los cinéfilos. Quizá por el valor pictórico de sus largos encuadres, por su forma de contar emociones mediante los contrastes entre luces y sombras, o por el fuerte peso que tienen ciertas tradiciones del arte cristiano en sus imágenes. Sacrificio funciona en este aspecto, como veremos un poco más adelante, mediante su recurrencia a obras de Da Vinci y Bach para subrayar sus inquietudes temáticas. Pero también conecta con la poesía de místicos “extremos” como San Juan de la Cruz, por su forma de buscar la salvación espiritual de sus personajes llevando al límite sus vidas, obligándoles a “perderse a sí mismos” para volver a encontrarse. Tarkovski recurre nada menos que a un argumento apocalíptico. Alexander, su protagonista, se encuentra celebrando su cumpleaños con su familia y unos pocos amigos en una remota isla sueca, cuando irrumpe en escena el estruendo de una escuadrilla de aviones. Y poco después, la televisión anuncia una Tercera Guerra Mundial que puede acabar con el mundo. Alexander, al que en los primeros compases hemos visto expresar sus inquietudes por una humanidad que ha perdido su espiritualidad, ofrece entonces el sacrificio que da título al filme. Le pide a Dios que salve a mundo de los horrores que se anuncian, prometiéndole a cambio la renuncia a todo lo que posee: casa, afectos y familia.
Así, Sacrificio navega por situaciones extremas, personajes desquiciados y paisajes de pesadilla. Un panorama de terror nuclear muy acorde con 1986, el año en el que se rodó. Se trata de la primera vez (y la última, puesto que Tarkovski murió meses después de terminar la película) que el cineasta pudo rodar de forma explícita la paranoia de la Guerra Fría. Sacrificio fue su única obra realizada sin el implacable control soviético, ya que la rodó desde el exilio en Suecia, con la ayuda de varios colaboradores habituales de Ingmar Bergman (el protagonista Erland Josephson, el director de fotografía Sven Nykvist) y en uno de sus escenarios más recurrentes: la isla de Gotland. No obstante, este panorama oscuro solo supone la parte de las sombras en un mundo convulso donde la luz también interviene en la lucha. La luz, que ha de vencer a la noche oscura, aparece como esa “salvación extrema” de San Juan de la Cruz encarnada en Alexander. Y en la figura de su hijo pequeño que recibe su legado. En la forma de contar esta pugna tienen mucho que ver las conexiones artísticas antes mencionadas. Tarkovski marca el tono de Sacrificio ya desde los títulos de apertura mediante un plano-detalle del cuadro de Da Vinci La adoración de los Magos. Lo acompañan las notas de La pasión según San Mateo de Bach. La elección de estas dos obras no solo adelanta el carácter general místico del filme, sino que también concreta sus búsquedas, los anhelos espirituales que lo mueven. La parte elegida de la obra de Bach (un Kyrie Eleison, es decir, una petición de piedad a Dios) no es casual. Tampoco la aparición recurrente de la pintura al óleo de Leonardo. Hay mucho en Sacrificio de su compleja simbología. Por ejemplo, de la escena que Da Vinci pinta en segundo plano: hombres peleando que dan la espalda a la manifestación divina que sucede en el centro de la composición. Pero sobre todo, hay mucho del marcado claroscuro que ocupa su escena central.
Sacrificio es, sobre todo, la obra de un director que pretende llegar a “dialogar con Dios” mediante su cine. Con un Dios ajeno para una humanidad sumida en la violencia, igual que en esa escena en segundo plano de la obra de Leonardo. Tarkovski juega con esta misma idea para su composición de lugar. Adapta la técnica pictórica de las múltiples escenas dentro de un mismo marco a un recurso mucho más cinematográfico como el fuera de campo. Así, el director muestra sin mostrar (recurriendo solo al sonido de la televisión o de los motores de los aviones). Muestra a una humanidad sumida en la violencia que “envuelve” a su escena principal, la única visible: una familia en una isla. A diferencia del cuadro de Leonardo, el cineasta ruso no parte de una presencia de lo divino, sino de su ausencia. Alexander explicita en sus monólogos iniciales esa “angustia vital” que tanto ha marcado la cultura del Siglo XX. La pérdida de espiritualidad de una sociedad, la ausencia de sentido y las dudas existencialistas que genera. Este es un campo temático que hermana al cine de Tarkovski con el de Bergman. Un hermanamiento que aquí está más presente que nunca debido a su colaboración casi directa. Si bien el maestro ruso siempre nombró a Bergman como uno de sus directores favoritos, e incluyó tres de sus películas (Los comulgantes, Fresas salvajes, Persona) en la lista de sus diez favoritas. El gran anhelo existencialista de Alexander consiste en la salvación de la humanidad que se ha perdido a sí misma. Víctima de un progreso tecnológico que la ha alejado de su naturaleza espiritual. Aunque Alexander, del mismo modo que rueda el propio Tarkovski, no habla desde la seguridad de la fe, sino desde las dudas del hombre que no termina de encontrar a Dios. Del hombre que ruega por el milagro, por una manifestación divina como la del Niño Jesús ante los Magos que calme sus dudas. La actitud de Alexander, igual que la de Tarkovski, es la de quien entona el Kyrie Eleison. El ruego hacia lo divino para que no abandone a su suerte a lo humano, pese a sus pecados.
En ese ruego que es tanto por sí mismo como por la humanidad consiste el anhelo de salvación de Alexander. Lo simboliza de manera bellísima el plano del árbol seco que abre la película (justo después de que la cámara se haya parado en las ramas llenas de hojas del laurel, símbolo del triunfo, que aparece en el cuadro de Leonardo). Y la historia que el protagonista cuenta a su hijo mudo mientras lo plantan: la de un monje que obligó a su discípulo a plantar un árbol seco y a regarlo todos los días. Pero en esa historia, lo principal no es que el árbol reviviera, sino la perseverancia en querer hacerlo. De la misma manera, Sacrificio no nos cuenta tanto la historia de salvación de una humanidad “seca” como la de un hombre que persevera en rogar por esa salvación. Que deja a su hijo a modo de legado la voluntad de la trascendencia. De nuevo igual que Tarkovski, que dedica la película a su hijo “con esperanza y confianza”. Es decir, con luz para vencer a las sombras. Tarkosvki construye su poesía visual, además de con ese simbolismo de los árboles, con algo tan pictórico como la luz. Precisamente el elemento más llamativo de La adoración de los Magos, que está compuesta por un claroscuro muy marcado, sin apenas colores: el triángulo central de la composición que forman la Virgen con el Niño y los Magos arrodillados (a ese triángulo acude la mirada temerosa de Alexander cuando la televisión anuncia el fin del mundo) está bañado de una luz clara, de amarillo solar puro, que contrasta con los verdosos que tiñen al resto del cuadro. Se trata de un modo de narrar la manifestación de lo divino mediante la luz frente a las sombras. Tarkovski, como ya adelantábamos, lo lleva a sus planos para contar la pugna entre la angustia y la esperanza.
Antes de conducir la película hacia las emociones extremas, el “maestro de la luz” abre con un largo plano-secuencia en la playa, bañada por una luz nublada, melancólica, que apaga los colores fríos. Hasta que aparece la angustia y el miedo en los personajes. A la vez que aparecen los marcados claroscuros que juegan con la luz que filtran las ventanas, insuficiente para combatir la oscuridad del interior. La angustia alcanza sus mayores niveles de intensidad cuando finalmente vence a cualquier presencia cromática y fuerza a las imágenes al blanco y negro puro. Las secuencias más oníricas del filme están filmadas sin color, y caracterizadas por el uso de otro símbolo: el agua, símbolo de la vida, filtrándose hacia la tierra para convertirse en fango, en muerte. La desasosegante escena de la pesadilla en blanco y negro de Alexander en la que aparecen ese barro, la nieve, las monedas y el sonido de un avión es, precisamente, el pico máximo de angustia. Frente a ella, la esperanza que también se manifiesta en Sacrificio aparece en forma de día soleado, de brillo radiante. Aunque, en su versión más arrebatada, también en forma de llamas. De fuego como el símbolo luminoso más salvaje de lo divino, que demanda de lo humano una revolución interior radical. Un despojamiento de lo “construido” cuyo deseo explicita Alexander al contar la historia del jardín a la “bruja”. Ese despojamiento es una forma de expresar la renuncia a la artificialidad que ha diluido la naturaleza trascendente de lo humano.
Hay, por tanto, una diferencia entre el desasosiego que produce la destrucción total, el fin del mundo que narra la película, y el júbilo (que Tarkovski trata de contar mediante el símbolo del fuego) que hay en la destrucción de lo artificial como modo de salvación. En ese despojarse de lo superfluo para llegar a la naturaleza pura es donde el cineasta encuentra su “diálogo con Dios. En la mística del agua, el fuego, la tierra, los árboles. Ahora bien, pese a la fuerte presencia de símbolos cristianos y su temática mística, no se puede clasificar a Tarkovski como “cineasta religioso” al uso. Porque su cine no habla desde la fe que ofrece respuestas seguras. Sino desde la búsqueda siempre inacabada de un sentido que como mucho se puede intuir, pero que no deja de escurrirse entre los dedos. Su manera de filmar no solo renuncia a las respuestas categóricas, sino que alimenta las dudas sobre sus propias imágenes, en esa confusión entre sueño y realidad con la que el director siempre juega. De ella sale una de las imágenes más poderosas de Sacrificio. Un Alexander gigante mira a la casita donde transcurre el filme, que apenas tiene el tamaño de su pie. Hasta lo que parecía una imagen onírica se revela como un hombre mirando a una maqueta. Esta misma dualidad admite la interpretación del filme. Porque depende del propio espectador dar la respuesta final a si lo que ha contemplado ha sido un milagro o una alucinación. Si el sacrificio que da título al filme constituye un modo de salvar a la humanidad, o no sucede más que en el interior de un Alexander que necesita darse sentido a sí mismo. Que, como en la historia del árbol seco, no salva a la humanidad de sus errores y pecados, pero se redime a su mismo en su perseverancia por hacerlo. No en vano, Sacrificio demanda mucho de su público. Porque, al igual que su concepción de la propia vida, se trata de una experiencia difícil, a veces hermética, y que exige un esfuerzo para llegar a intuir alguna verdad. Pero que, si se logra conectar con ella, es capaz de revolucionar algo en nuestro interior.
Miguel Muñoz
Redacción Madrid
Suecia, 1986, Offret. Director: Andréi Tarkovski. Guión: Andréi Tarkovski. Productora: Svenska Filminstitutet. Presentación: Festival de Cannes 1986. Fotografía: Sven Nykvist. Montaje: Michal Leszczylowski, Andréi Tarkovski. Intérpretes: Erland Josephson, Susan Fleetwood, Valerie Mairesse, Allan Edwall, Gudrun Gildottir, Sven Wolter.