Un espectáculo admirable
crítica de El gran hotel Budapest | The Grand Budapest Hotel, de Wes Anderson, 2014
El gran hotel Budapest se erige como el punto más alto de una gélida cordillera húngara. Sus luces interiores dejan ver aun en las épocas más aciagas el rosa chicle y el blanquecino azúcar glas coloreando una casita de muñecas con sabor a eso que los pijos llaman delicatessen* o alquimia gastronómica. Hasta allí se asciende en un funicular cuyo cable traza una línea diagonal perfecta, y también una dirección que apunta al inicio de todo: un big bang cinematográfico, una combustión nada espontánea que ejerce aquí una fuerza centrífuga inusual, no ya genuina en su exquisita monstruosidad de monstruito sabihondo o Repelente Niño Vicente con súper gran angular entre ceja y ceja, sino calculada al milímetro y, sin embargo, tan ¿inofensiva? como un pastel destino-tu-cara y cielo a través a doscientos por hora aunque sin colesterol. Tus párpados se convertirán en parabrisas para espantar la nieve o el azúcar, que todavía lamenta su estado material básico —¿cristal o polvo?—, y ya entonces contigo (nunca sin ti; sin ti no existiría este juego) a los mandos de una dolly que se desplaza hacia delante y hacia atrás y, a continuación, hacia ángulos tan reconocibles como seductores en un decorado cuyo espectro cromático apenas discrimina los tonos más comunes, mientras Ralph Fiennes roza su arpa vocal y Lobby Boy se convierte en su fiel pupilo a prueba de caricaturas y casi de balas, cuyo emisor es un asesino con mandíbula diamantina y rictus tortuoso pagado por un aristócrata que viste abrigo de cuero negro y bigote D'Artagnan evocadoramente daliniano. Así, despejadas todas las dudas cuando apenas han transcurrido diez minutos y el personaje que dilucida Jude Law, un famoso escritor que se hospeda en el hotel, se sienta a la mesa frente al otrora exiliado y hoy muy dueño del edificio Lobby Boy para cenar y así poder asentir (no lo vemos, asentimos nosotros por él) a la historia que años más tarde disfrutará una niña, cualquier niña del mundo, tan sólo la niña que al comienzo de la película se para a contemplar el busto de ese narrador —Stefan Zweig— en medio de una contundente nevada que se fundirá en primavera. Y sientes cosquillas en el córtex y la certidumbre de estar ante la obra cumbre, sí, de Wes Anderson. (Esta vez la referencia espacial no es ninguna metáfora. En su huida los personajes, de uno u otro postín, descienden a un nivel superior. He aquí una paradoja, pues hay un truhán que en su atractiva y ridícula pose alcanza el estatus más trascendente y quizá el más ruin: el de putero vanidoso que memoriza estrofas completas de poesía romántica, un escudo para un período inmediatamente pre-bélico. En el regazo consumido que lo tildará —y legitimará mediante un sprint por su vida— cariñosamente, como si fuera el último romance jamás sentido. Ternura con piel de saurio, o algo así. ¿A quién lega sus bienes la testadora?)
El que fuera hipster mal comprendido (recuperen Academia Rushmore, o Los Tenembaums...), quizá bajo sospecha por incomprensión o por tedio (Life Aquatic, Viaje a Darjeeling), logra al fin resarcirse mediante una potencia de fuego que abrasa (a) sus objetivos, conciliando fastuosamente la forma con el fondo: resulta imposible entender esa catarsis continua, esas situaciones tragicómicas, esas hipérboles tan surrealistas sin el uso desaforado de movimientos que, más allá de toda pretensión, te conducen a un estadio en el que Anderson es sin duda capitán general. Y a prueba de tics, desde luego. Conspiraciones familiares, folletín carcelario, suspense suspendido en el tiempo en un caja sin espacio asumible; intrigas hoteleras; una voz en off que vehicula, merced a su nostalgia cool o clasicismo impostado, al tiempo que subraya sofisticadamente los hechos; check points a lomos de un tren con champán, amores primerizos; a veces comedia grotesca masticada incluso por los maxilares más conservadores... Todo ello viaja como un cohete supersónico que zigzaguea entre postas olímpicas en miniatura. Maquetas que amplifican la existencia de artesanos tras la cámara. Auténticos maestros con cincel y madera de nogal, que disponen la hibridación técnica como una fórmula para vertebrar su corolario. Una película, El gran hotel Budapest, capaz de reunir a mitos del calibre de Bill Murray, Ralph Fiennes, Harvey Kietel, Willem Dafoe, etcétera; y también a genios minusvalorados como Bob Balaban, Jeff Goldblum y el aquí tristemente fugaz Tom Wilkinson. Y si no les sirve este argumento y si me disculpan (pues ya es tarde y nunca son horas para justificar con perogrulladas lo más obvio y divertido de esta, tu existencia, en el cine), me dispongo a escribir el..., no sin antes aclarar que mi aversión por el universo boy scout americano y los nerds con hemorroides existenciales y los gafapasta con ínfulas y los calcetines de Edward Norton cubriéndole la práctica totalidad de sus tibias no es inversamente proporcional al cariño que siento por ese inglés con pajarita y chaqué de color púrpura que flota a lo largo y ancho de su hotel aun en el cuerda más bien elástica tras errar el plan de huida junto con su joven discípulo y recurrir al favor y por ende a la amistad de otros hosteleros, quienes en una secuencia lineal y paralela se llaman desde sus respectivas recepciones para acudir en auxilio de ese excéntrico siempre perfumado, a todo color y de rayas como si fuera un Dalton(ico), todo saturación y todo un vértigo impagable, un sube-y-baja y un par de narices chorreando carmesí. Punto. | ★★★★★ |
Juan José Ontiveros
redacción Madrid
Crítica de Gonzalo Hernández en la Berlinale 2014|
*Para hacer memoria o, si se prefiere, consultar la enciclopedia. Delicatessen, así en su forma más freak, guarda una doble acepción léxico-cinéfila. Nótese por ejemplo la gran caricatura que Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro proyectan en su película homónima, cuya influencia se extiende hasta el imaginario de un Sr. Fox, tan lejos de Francia (en Houston, Texas) y tan próximo a cierto modus operandi, simple y/o complejamente magistral. Y sin boy scouts.
Estados Unidos, 2014, The Grand Budapest Hotel. Director: Wes Anderson. Guión: Wes Anderson (Historia: Wes Anderson & Hugo Guinness). Fotografía: Robert D. Yeoman. Música: Alexandre Desplat. Reparto: Ralph Fiennes, Tony Revolori, Saoirse Ronan, Bill Murray, Jude Law, Willem Dafoe,Tilda Swinton, Harvey Keitel, Edward Norton, Jeff Goldblum, Adrien Brody, F. Murray Abraham, Mathieu Amalric, Owen Wilson, Jason Schwartzman, Tom Wilkinson, Léa Seydoux, Bob Balaban. Presentación oficial: Berlinale 2014 (Gran Premio del Jurado). Productoras: FoxSearchlight / Scott Rudin Productions / American Paintbrush.