Modelo psicofractal
crítica de Enemy, de Denis Villeneuve, 2013
A veces no me reconozco en mí. De cuando en cuando me descubro a mí mismo interrogándome a horas intempestivas. Sólo así, con esos tenaces dimes y diretes, con esa búsqueda mortífera de palabras, reafirmo yo al Otro. O sea a mi doble. Me cuestiono, luego existo. O quizá no. Nada se puede dar por supuesto, porque todo es nadar en supuestos. ¿Y si le dijera que es usted una mentira duplicada? Como lo lee. Como yo, por supuesto. Claro que no es personal. En serio, sí. No una verdad multiplicada, no, pues las verdades auténticas no suelen admitir copias. Sino lo que se dice una imagen corrupta, un eco reverberando en las paredes de un tórax cada vez más minúsculo y más bien fláccido donde, ay, empieza el diafragma. Como si única y fatídicamente inspiraras y espiraras para reducirte un poco más dentro de ti mismo. De tal forma que escribir "ainss" se traduzca de facto no ya en una reducción neuronal cuantitativa sino físicamente alarmante. Por ello, prueben a suspirar sólo y solos ante la hecatombe. Y si por algún casual se enfrentan al terror de verse a sí mismos deambulando por la Gran Vía de su moderna existencia, huyan calle abajo o bajo las sábanas hasta que su doppel esté tan lejos que devenga zafio déjà vu existencial. Tú, hecho una mandrágora, desnudo sin saber por qué y más solitario que la una —conociendo, o no, los excéntricos porqués— un viernes con cara de lunes, aparecido en el ángulo imposible de cualquier cama (la tuya, ¿no la reconoces?). Un vértice que te sitúa al filo y a setenta y seis centímetros insalvables de un suelo con perilla, que asciende a flashes hacia ti pidiéndote un último mimo aterciopelado. Que seguidamente te obliga a estornudar, pues tú tienes alergia al polvo y él/ella no se aspira desde hace algún tiempo. Y sí, ni duermes ni quieres soñar. La última vez fue hace una secuencia rebobinada, mientras te proyectabas consciente —por aquello de la (de)cadencia— y en segundo plano en el lobby de un lujoso hotel, vestido con un humillante sombrero de botones y con la sonrisa característica de quien ambiciona ser algo más que un secundario en una industria casi marginal, o de medio pelo. Y no, ya no es posible dormir. ¿Quién eres? ¿Quién es él? ¿Soy yo?, te preguntas. Y sí, tu novia se ha ido e intuyes no dormirás mucho, porque ahora los sueños son navajas cuyo filo transmite la enfermedad. Y sí, aturde. Es cine. Incluso historia a propósito del rumor incesante que ordena a gritos el reseteo de la especie en su expresión lógicamente finita. Que caduca ya. O, si me permiten el giro, ya caduca. Y pasa. Está pasando aquí y ahora, frente al público que no sabe si mirar o aburrirse con bostezos o suspirar por dos rubias y un barbudo. Perdón: dos barbudos. O, más sórdido aún, uno que vale por dos. Ya me entienden. Una copia cuyo ¿original?, ups, se traspapeló por razones tan esotéricas como la acidez de estómago tras aquella visita al Burger. Y sigo y sumo: ¿y si ese señor o esa señora que le sonríe desde el "lado" interior del espejo que supuestamente refleja la imagen genuina de un/ su yo al fin y al cabo nada genuino, no es usted en realidad? Vaya. Y cuanto más lo pienso, más nítida se vuelve mi certeza: el mito del Doppelgänger es un puzle para narcisistas/ paranoicos/ terroristas-emotivamente-celosos-de-su-soledad. Tan es así, que en su extrañeza se antoja sendero con múltiples puntos de fuga a seguir únicamente con ropa Gore-tex. Que disimule el pánico y, también, su propia carne. El sudor ineludible y el permanente desasosiego tras una cortina que jamás debió ser rasgada, ni siquiera entreabierta al ojo frugal del espectador que padece no sólo el sinvivir de una media vida sino el pandemónium de sentirse intrigado por esa otra entidad con moto Yamaha de 250cc y mujer y bebé "en camino" y tal vez un secreto inconfesable. Aquí, la insatisfacción de correr sin meta en el horizonte y, sin embargo, gracias a la intriga creciente que provoca el descubrimiento de ese profesor de Historia que se encuentra a sí mismo como actor secundario en una película que, curiosamente, le han recomendado quizá con la vaga intención de que le anime a cambiar ese rictus entre melancólico y aturdido, de silente propenso a la catalepsia reflexiva. El próximo obituario por ahorcamiento en el Toronto Sun.
Al cielo le han salido patas. Ocho. Un tumor insondable que camina sin dirección por entre edificios y carreteras, no muy lejos del lago Ontario. La cámara surca un translúcido esmog amarillo que cubre al Titán sobre el skyline de Toronto, un Toronto donde se podría decir ya no crece la hierba. Es el suspenso pretendidamente ruin lo que impide ver a los transeúntes, o deja verlos en una sola secuencia con cristal mediante, separando al actor y a su tropo. Un Denis Villeneuve que se escapa al tañido de sus referentes —por idea conceptual— inmediatos: Dopperugengâ, Moon, Cisne negro; Vértigo y su espiral onírica y el "nada es lo que ves, y lo que se nos muestra tampoco es precisamente una alucinación transitoria". Ni siquiera un axioma solipsista (lo cierto es una proyección de mi propia subjetividad) con el que resumir la paranoia de nuestra época. Realmente es mucho más, quizá una minucia: un estadio secular que vuelve, claro, de entre los muertos nunca del todo cadáveres. Tan vivos como la Tarántula trepando hacia las ingles por unas sinuosas piernas de top model. Así, Jake Gyllenhaal repite con el canadiense tras su portentosa recreación de ese detective atormentado —memorable también su tic ocular— en busca de dos niñas secuestradas en Prisioneros. Lo escoltan aquí dos actrices que marcan a todas luces la diferencia ya desde el minuto uno. Mélanie Laurent interpreta a la novia del profesor de Historia, Adam; y Sarah Gadon hace lo propio —cargada de ambigüedades que podrían haber explotado más y mejor— junto a la estrella emergente o más bien impávida, Anthony Clair. Sus intervenciones arrojan tantas dudas, casi una normalidad desapercibida en contrapunto a la desnudez de sus cuerpos, como importancia les confiere la adaptación no tan libre —y con un cierto hálito lynchiano, pero sin astracanadas— que firma Javier Gullón a partir de la novela El hombre duplicado, obra del más celebérrimo Nobel portugués. Todo sea por ver una vez más y ya para siempre en nuestra memoria cada vez más renqueante a Isabella Rossellini, quien impone la nota azul entre tanto ámbar reductor.
¿Y si le dijera, por último, que está usted a tiempo de reesculpir a Maman, de ser invisible a sus ojos? ¿Y si, y si la parábola del hombre moderno cuya tecnificación ha rebasado finalmente cuestiones atávicas como el fraude identitario o, peor aún, la necesidad de multiplicarse porque veinticuatro horas ya no son suficientes y nadie es igual todos los días y en cualquier tesitura? ¿Y si, pongamos un supuesto, le dijera que podría haber película aun tras su segundo o tercer visionado, muchas idas y venidas que conducen más allá del cielo amarillo moribundo? Sólo cine, autocontrol, un soliloquio en bucle sobre las dictaduras mundiales a lo largo —y ancho— de la historia. Con la Torre CN presidiendo al fondo una fotografía, la del thriller psicoestimulante, encapsulada; cuya antena emite ondas que silban en frecuencias inaudibles, sobre la línea deconstructivista de Daniel Libeskind y los contrapicados convertidos en cenitales de Villeneuve. En síntesis: un temblor hipnótico. La gracia del librepensamiento cuando ya te han manipulado lo fundamental. | ★★★★★ |
Juan José Ontiveros
redacción Madrid
Canadá, 2013, Enemy. Director: Denis Villeneuve. Guión: Javier Gullón (Novela: José Saramago). Fotografía: Nicolas Bolduc. Música: Danny Bensi, Saunder Jurriaans. Reparto: Jake Gyllenhaal, Mélanie Laurent, Isabella Rossellini, Sarah Gadon, Jane Moffat,Tim Post, Laurie Murdoch, Darryl Dinn. Productora: Rhombus Media / Roxbury Pictures / Mecanismo Films. Presentación: Sección Oficial del Festival de San Sebastián 2013.