La mirada del observador*
crítica de Museum Hours | Jem Cohen, 2012
Decía Oscar Wilde que la vida imita al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida. Dicha afirmación, creo, no siempre es cierta, por mucho que viniese de una mente tan lúcida como la del autor de El retrato de Dorian Gray. Cuando uno se dedica a observar el arte, ya sea por afición, por trabajo o por puro aburrimiento —a veces, incluso, por las tres cosas a la vez—, tiende a buscar paralelismos entre lo que se está viendo y lo que se conoce. Quizás, pues, sería más correcto decir que la vida deforma al arte (o lo modela, o lo transforma) en función de la mirada del observador. Una mirada que, dependiendo de la persona, es capaz de obviar lo que está a la vista de cualquiera, o de descubrir cosas que casi todo el mundo pasa por alto. Esa es la mirada de Johann (Bobby Sommer), guardia de seguridad del Kunsthistorisches Museum de Viena, un hombre cuya existencia transcurre entre el arte (los cuadros de los grandes maestros de la pintura que alberga el museo) y la vida (los centenares de personas que pasan por el susodicho museo día tras día). Alguien que, en sus propias palabras, ya tuvo su dosis de mundanal ruido -fue mánager de bandas de rock en su juventud-, y que ahora busca su dosis de silencio. Un día, su mirada recae en una persona concreta, una mujer a la que ya ha visto un par de días seguidos por allí: es Anne (Mary Margaret O'Hara), una canadiense que está en Viena haciéndose cargo de una prima que está en coma en un hospital. No hay mucho que Anne pueda hacer por la convaleciente, y para matar el aburrimiento, teniendo en cuenta que no tiene un céntimo y que no habla alemán, vagabundea por las calles de la capital austríaca y, cuando el frío aprieta, hace lo propio por los pasillos del Kunsthistorisches.
La de Johann y Anne es la historia de un breve encuentro, de una amistad (que no amor, al menos no en el sentido romántico del término) que no por corta deja de ser intensa. Como la de Jesse (Ethan Hawke) y Céline (Julie Delpy) en Antes del amanecer —que por cierto también transcurría en Viena—, o la de Charlotte (Scarlett Johansson) y Bob (Bill Murray) en Lost in Translation, la suya es una relación de unos pocos días capaz de cambiar dos vidas. La diferencia esencial en el caso de Museum Hours reside en las edades de sus protagonistas: ni Johann ni Anne son un par de jovencitos, sino que se encuentran en los últimos momentos de eso que hemos dado en llamar “mediana edad”. Sin embargo, la gran estrella del show es sin duda el Kunsthistorisches Museum, posiblemente uno de los mejores -y más desconocidos- museos de arte pictórico de Europa. En sus paredes podemos encontrar obras de Rubens, El Bosco, Caravaggio, Durero o Bruegel, entre otros muchos, en los que el director Jem Cohen se recrea tanto o más que en la propia historia que nos está contando. Porque lo que realmente le interesa a Cohen (que, no lo ovidemos, viene del documental experimental) no es tanto contar la historia de Johann y Anne, sino hablar del arte, de cómo éste cambia —y nos cambia— a medida que evoluciona nuestra percepción del mundo, cómo, inevitablemente, uno afecta a la otra, y viceversa. En este punto, que podría resultar interesante, recae sin embargo el principal defecto de la película: quizás si Cohen se dedicase más a plantear, a poner las cartas sobre la mesa, y menos a pontificar como si fuese un profesor (hasta el punto de llegar a incluir toda una charla de una guía del museo, encarnada por la actriz Ela Piplits, sobre una de las obras de Bruegel), podría haberle sacado mucho más jugo a un aspecto que, en lugar de ser sugestivo, acaba lastrando la película por los mismos motivos por los que nuestros profesores de Historia (o de Historia del Arte, en este caso) solían resultar pesados: no permite la opinión propia, es la suya la única válida.
Ese lastre podría haber sido salvado con 15 o 20 minutos menos de metraje, que no hubiesen restado interés ni belleza a la película, pero que podrían haberla hecho menos plomiza. Tal como es, Museum Hours requiere del espectador una gran dosis de paciencia, casi tanta como tener que escuchar el discurso de un guía de museo que no admite preguntas a su explicación. La película —y el espectador— respiran aliviados cada vez que Cohen se olvida de hacernos entrar su opinión con calzador y se centra en Johann y Anne, en su extraña y hermosa historia de amor platónico, en cómo ambos se dedican a disfrutar, aunque sea por unos pocos días, de la compañía del otro en un lugar (Viena como ejemplo de cualquier otra gran ciudad) en el que el aislamiento y la soledad son el pan de cada día. Porque, al final, ésa es la verdadera belleza de Museum Hours. No la de los cuadros de los grandes maestros, por mucho que ésta sea innegable, sino la de los seres humanos que las miran -y no necesariamente las ven-, un día tras otro. En ese sentido, los “hogares” de Anne y Johann (el hospital y el museo, respectivamente) no podrían resultar más opuestos: la vida acaba, el arte seguirá aquí, bajo una forma u otra, mucho tiempo después de que hayamos desaparecido de este mundo. En eso es en lo que difieren las pinturas del Kunsthistorisches —las de cualquier museo, en realidad— de la gente que pasea por él. Cuando el museo cierra sus puertas, las pinturas se quedan. Es a nosotros a quienes se aplican los horarios. | ★★★★★
Judith Romero
redacción Londres
* Nota| Hemos elegido para ilustrar esta reseña algunas de las obras más representativas del Kunsthistorisches.
Austria, Estados Unidos, 2012, Museum Hours. Director: Jem Cohen. Guión: Jem Cohen. Productora: Little Magnet Films / Gravity Hill Films / KGP Kranzelbinder Gabriele Production. Fotografía: Jem Cohen y Peter Roehsler. Montaje: Jem Cohen y Marc Vives. Intérpretes: Mary Margaret O'Hara, Bobby Sommer, Ela Piplits.