'Dramedia' por indefinición
crítica de Monuments Men | The Monuments Men, de George Clooney, 2014
Se comenta por ahí: tiempo ha el café caía más amargamente que las bombas Tallboy. Si bien cada nuevo sorbo generaba en la mente del soldado no ya preguntas retóricas sino la certidumbre de la idea elefantiásica y, oh, el rugir del Führer adherido a su bigote. Más bien un —nein, nein, nein— ridículo felpudo negro. Y, también, al final, sangre reposadamente oscura en el fondo metálico de gris campaña. Un código para (in)videntes del futuro o lo que se viera después. Cenizas. Así, a sorbitos, se consume una generación. Como una taza de café que en realidad sabe a poleo-menta; un café que no es tanto café sino restos de otro menos dulce. Kaputt, sí; con rigor mortis, también. La guerra y sus circunstancias ominosas. Entre los años 1939 y 1945, los nazis se incautaron del mejor arte que vestía todos los países de Europa Central y un poco más al Este. Se rumoreaba cada vez con más insistencia que Hitler había pergeñado el súmmum: un museo con las obras cumbre del arte decimonónico. Pinturas, esculturas y, por el camino, toneladas de oro (no es sublime, ni abriga entelequias) que los alemanes transportaban meticulosamente a sus escondites dispuestos por diferentes territorios de una Europa, como la guerra misma, en sus estertores. El Museo del Tercer Reich, orgullo del intangible ario que Hitler instauraría en diversas latitudes del mapamundi ya conquistado por las tropas alemanas. Y perdido, casi inmediatamente después —o no, si tenemos en cuenta el número de bajas—, tras el exitoso y capital avance del bloque soviético y la toma de Normandía por los marines estadounidenses y la ulterior liberación de París y el definitivo asedio a Berlín. Con Eva y Adolf en el Führerbunker, mintiéndose mutuamente pero sin tragarse el cianuro de un supuesto teórico que no fue, ni sería nunca, a pesar de los 6 millones de judíos que fueron gaseados y/o incinerados una vez famélicos, no sin antes haber sido torturados hasta la última gota de sudor. Hasta el agotamiento. Físico, psicológico y, también, existencial.
Y quién no recuerda el desembarco en Omaha Beach el 6 de Junio de 1944, con las olas meciendo violentamente los botes que debían llegar a esa gris y acaso sepulcral orilla, donde las ametralladoras nazis aguardaban el primer viso de soldados americanos, quienes, mientras recibían las últimas órdenes justo antes del Infierno, se santiguaban mirando a ningún sitio, sin poder evocar siquiera un instante de felicidad. Y el azul se teñía de rojo nada más caer los portones. Los cadáveres se acumulaban en el agua, en la arena, eran arrastrados torpe y a veces eficazmente por otros soldados todavía vivos, pero abandonados a su muerte. El alud de proyectiles solo desaparecía a su encuentro con el metal y la carne trémula: ahí, en el lugar menos visible, en mímesis con la espuma, despuntó el público junto a la cámara de Spielberg y su inconmensurable director de fotografía, Janusz Kaminski, en su tenaz misión: Salvar al soldado Ryan. Así, la Segunda Guerra Mundial es desde hace décadas un subgénero dentro de ese otro gran género, el bélico, cuya representación en el aún escaso siglo XXI no ayuda a pensar en otra piedra de toque cinematográfica semejante. Desde El puente sobre el río Kwai hasta Doce del patíbulo, pasando por la no poco lucida (sin y con tilde. Observen si no ese casting con Mitchum, Wayne y Fonda a la cabeza) El día más largo, la batalla mundial ha servido en bandeja grandes historias que trascienden su tiempo, su particular sentido de la aventura. Y no todo va a ser testosterona y complejidades más o menos pirotécnicas. También hay lugar para el melodrama —La vida es bella—, para el guiño (no tan) cómplice —Malditos bastardos—, e incluso para el retrato de la muy disfrutable estafa alemana —Los falsificadores—. La exhibición, en fin, de todas las miserias de que somos culpables y objeto.
¿Qué más? Pues, café. Y una sonrisa irresistible, quizá la más codiciada en un mundo que, huelga decir, no anda flaco de codicia. Es más: se instruye a sus obsesiones. Esta vez son obras de arte robadas por los nazis, durante y al término de una guerra cuyo suspense se aprehendió hace ya algún tiempo. La ecuación es simple. Viene resuelta. Dos incógnitas despejadas. Dos polos, ajá, contrarios. Que no se atraen pues están a tiros, o sea a bombardeos y a lo que sigue: el odio que cristalizara en Holocausto. Dos modelos, decía, con un mismo afán: poder. Poder para freír al otro, poder para afianzarse sobre ese otro ahora inferior. Aliados y Eje. Cero matices. Por menos se hundió el Titanic (una miopía pasajera, de polizón con traje y sin embargo letal) y, si me dejan hurgar, igualmente por mucho menos el Real Madrid perdió la Liga en Tenerife. No me vengan con tragedias. Es George Clooney. Solo eso. Y sí, sonríe con inteligente candor y sus amigos se llaman John Goodman, Bill Murray, Matt Damon, Jean Dujardin, Cate Blanchett... Y con todo, Monuments Men es la película de un director empeñado en hacernos sonreír aun a sabiendas de que no hay motivos para tal cosa. La premisa que acompaña a la novela de Robert Edsel es flexible: un grupo de amigos expertos en arte se prestan voluntarios para recuperar las obras robadas por los nazis. Y son muchas; casi incontables, repartidas a lo largo y ancho de Europa, en escondites recónditos que, de todas formas, tampoco eran tan recónditos, pues este adjetivo conlleva suspense y misterio; no solo amenazas en el aire sino verdaderos pulsos mentales, y, por qué no, también alguna limadura entre patriotas. El filme se enfrenta a varias cuestiones: 1) ¿qué hubiera ocurrido si Hitler hubiese ganado la guerra?; 2) ¿dónde está la Madonna de Brujas, aka La Virgen con el Niño, de Miguel Ángel? Y sobre todo, 3) ¿adónde ha ido a parar el panel con las excelsas Cinco tablas de altar de Lübeck, a cargo de Hans Memling? De nuevo, la pasión (autoría) enfrentada a las matemáticas (industria). Como aquel madridista que, contemplando incrédulo la debacle en el Heliodoro Rodríguez López, soñó con un ribete de realismo mágico. Y en esas me encuentro yo mientras los monuments men se inmolan metafóricamente, tan insulsos y tan risueños. El espectáculo no llega nunca: Clooney dirige preocupado más por medir su ataque de chovinismo que por hallar el tono. Persiguiendo su mejor versión, sin el carácter que acredita al mito (lo es) hollywoodiense. Finalmente los personajes evacuan, yo diría que en todas las acepciones del término, y quien esto escribe se plantea quién es George Clooney. O, mejor dicho, qué versión de George Clooney es la más pura. ¿Y si tan sólo fuese un americano cuyas flaquezas resultan tan humanas como las de cualquier mediocre con los dientes torcidos? Qué más... | ★★★★★
Juan José Ontiveros
redacción Madrid
Estados Unidos, 2014, The Monuments Men. Director: George Clooney. Guión: George Clooney. Grant Heslov (Novela: Robert Edsel). Fotografía: Phedon Papamichael. Música: Alexandre Desplat. Reparto: George Clooney, Matt Damon, Bill Murray, John Goodman, Cate Blanchett, Bob Balaban, Jean Dujardin, Hugh Bonneville. Presentación oficial: Berlinale 2014 (Fuera de competición).