Al filo de la navaja
crítica de The Informant | Gibraltar, de Julien Leclercq, 2013
Escribía, Pérez-Reverte, en su libro El oro del rey sobre la Sevilla del primer cuarto del XVII con estas palabras: «(…) era la más fascinante urbe, casa de contratación y mercado del mundo, galeón de oro y de plata anclado entre la gloria y la miseria, la opulencia y el derroche, capital de la mar océana y de las riquezas que por ella entraban con las flotas anuales de Indias, ciudad poblada por nobles, comerciantes, clérigos, pícaros y mujeres hermosas(…). Patria común, dehesa franca, globo sin fin, madre de huérfanos y capa de pecadores, (…) magnífica y miserable a la vez, donde todo era necesidad, y sin embargo ninguno que supiera buscarse la vida la sufría. Donde todo era riqueza, y –también como la vida misma– a poco que uno se descuidara, la perdía». Unos decenios después la ciudad hispalense entró en decadencia y su relevo lo cogió Cádiz, a principios del XVIII. Esta visión descarnada, romántica y evocadora de Sevilla me asaltó durante el visionado de Gibraltar (2013) –thriller basado en hechos reales dirigido por Julien Leclercq–. De hecho, el fragmento del afamado escritor, podría ser la sinopsis novelada de esta coproducción entre Francia, España y Canadá. El peñón, este territorio británico no autónomo se me antojó como una reactualización a escala de la Sevilla del XVII, donde el contrabando, la mescolanza cultural, y la avaricia se juntan en un cóctel de intereses perfecto. El valor estratégico del emplazamiento la convierte en el centro del universo –permítaseme la licencia de exagerar– en el que confluyen mil nacionalidades. Movidas por la mezquindad, la codicia, las ansias de poder o la familia.
En esos anhelos y ambiciones se revuelve Marc Duval –Gilles Lellouche–. Un emigrado francés que comienza a colaborar con el servicio de aduanas de su país para liquidar sus deudas. Se inicia con un chivatazo, se gana la confianza de los funcionarios, y termina con operaciones de contrabando a gran escala. Sin percatarse, con el agua al cuello, se encuentra a caballo entre los dos mundos. La droga y la ley. Camina al filo de lo imposible con la habilidad de un funambulista. Una torre de babel en la que entrarán en juego España, Portugal, Francia, Inglaterra, Estados Unidos y Canadá. Una ruleta rusa en la que hay italianos, franceses, ingleses, colombianos, irlandeses... Una fiesta a la que está invitado todo el mundillo a excepción, paradójica, de los capos gallegos. La superficie finamente granulada del ámbito del contrabando irá tragando a Marc Duval. Primero invitado, después anfitrión. Primero con unos después con otros. Bailando con todos y a la vez en solitario. Un personaje y una historia inspirados en Marc Fievet, cuyo libro y experiencia dan soporte real a Gibraltar. Una película dirigida con oficio, cierto sentido del ritmo, pero falta de personalidad. Incluso me atrevería a decir que inverosímil, a pesar de la sustentación que ofrece la frase "basada en hechos reales". Los fogonazos iniciales hacían presagiar un recorrido distinto al finalmente ofrecido. Al cuarto de hora están las cartas echadas. Arde el tapete. Con base solida y los triunfos en la manga echa a andar una espiral correccional. Cuestión de tiempo y el thriller comienza a desmoronarse. Un guion sin profundidad con diálogos estándar, con personajes esquemáticos y cercanos al estereotipo. La complejidad de la trama, el bombardeo de información, así como lo enrevesado de los acontecimientos conducen a la confusión y la incredulidad del espectador.
De un día para otro Marc Duval pasa de regentar un bar a codearse con la mano derecha de Pablo Escobar en Europa. De la restauración al gremio de la farlopa. Ante esto, una mujer que ve, oye y calla. Un par de leves reproches, a lo sumo. Sin levantar la voz. En ese guion tan dinámico, que corre y corre porque va ligero de equipaje, todo luce sintético y estereotipado. La percepción que se tiene de todos y cada uno de los personajes es extremada, escasa en detalles y previsible. Un convite que responde a patrones nostálgicos que nuestro sistema cognitivo tiene asimilados por repetición. Uno de esos ejemplos sería la relación entre la hermana del protagonista y el magnate italiano, amparada por la lógica de lo axiomático y sin la hondura que otorgan las ideas meditadas. Una propuesta, a fin de cuentas, generosa en giros argumentales predecibles y despreocupados por la firmeza de la trama general. Es sorprendente que el libreto haya sido hilvanado por el hombre –Abdel Raouf Dafri– que plantó la semilla argumental de la maravillosa Un profeta (Un prophète, 2009). Sin duda, el guion, lo más ramplón de una cinta que bebe del thriller americano con dejes del peor cine negro clásico. Amigo de la heterodoxia intrascendente. Vertebrando el relato a través de la personalidad y actitud del protagonista. Ya saben, una estructura canónica. Plagada de falsos culpables y de secundarios discretos y a años luz de Tahar Rahim –omnipresente– y Gilles Lellouche. A fin de cuentas, una superproducción francesa –con mucho de lo malo y poco de lo bueno que eso conlleva– entretenida y dispersa en la que el plató de Gibraltar emerge como un lugar de resonancias poderosas mal aprovechadas. Ritmo y confusión al servicio del frenetismo. | ★★★★★
Andrés Tallón Castro
redacción Madrid
Francia, 2013, Gibraltar. Director: Julien Leclercq. Guion: Abdel Raouf Dafri. Productora: Productora: Coproducción Francia-Canadá-España; Iberrota Films / Chapter 2 / Studio 37. Fotografía: Thierry Pouget. Música: Clinton Shorter. Reparto Gilles Lellouche, Tahar Rahim, Kate Drummond, Riccardo Scamarcio, Romano Orzari.