La cruz al final del túnel
crítica de Seeing Things (1x02) | True Detective (Temporada 1)
HBO, 2014, The Long Bright Dark. Dirección: Cary Fukunaga. Guion: Nic Pizzolatto. Intérpretes: Woody Harrelson, Matthew McConaughey, Michelle Monaghan, Alexandra Daddario, Michael Potts y Tory Kittles. Música: T-Bone Burnett. Fotografía: Adam Arkapaw.
"Días de nada. Días como perros abandonados". La voz emerge de muy adentro, profunda. Y, de repente, un estallido casi mudo. Que no se hace notar, o se enroca en su propia carga inaudible. El desasosiego; la incertidumbre. La mística del pantano que flanquea dos carriles —norte y sur; este y oeste— sin rumbo. El dolor, tu rutina. La tranquilidad, tu ayer. ¿El refugio? Un vaso a medio llenar y un cuerpo imperdonable. El detective Rust Cohle (Matthew McConaughey) contempla una ranura microscópica, una herida que a duras penas si restaña con los puntos absorbibles de la autocompasión. Porque allí, aquí, en el Infierno más gélido, al sur de todo pero sin latitud definida, las conciencias se lavan con bourbon. La polaridad se ha invertido y, sin embargo, nada pasa allí ni aquí (nosotros frente al televisor), en el ojo del huracán que es buey con quaaludes por/en sangre. El cuerpo de Dora Lange apareció desnudo con una corona de cuernos, rodeado por la inmensidad de un bosque verde eucalipto, y a los pies de un árbol que hacía las veces de púlpito o recipiente en el que posar una pequeña jaula de madera salvaje. Cohle y su compañero Martin Hart (Woody Harrelson, versión contenida y tal vez subordinada al papel filosófico-chamánico-maldito del ya imparable McConaughey) abandonan momentáneamente ese interrogatorio mutuo al que jugaban durante el primer episodio: toca (per)seguir una pista que les conducirá a un terreno inexplorado o, mejor dicho, capaz de reducir al explorador más racional. Un templo que parece emerger no ya como las cenizas o el vestigio último del Mal que habitó —y pervive en las sombras inescrutables—, sino muy a su pesar, pues sólo hay una resistencia refractaria que aún no ha adquirido forma, es decir, entidad. Aunque sabemos que ese psicópata en "busca y captura" (a fines de los 90, flashback mediante) por el sádico asesinato de Dora Lange fue capturado y procesado y condenado a cadena sino perpetua sí muy pesada, y, aun así, todavía entre rejas, se las ha ingeniado para reincidir (ya en 2005-2006, vuelta al presente-futuro) con su modus operandi habitual. Y si no él, su parecido razonable homicidamente hablando.
Reconocidos el gran trauma y las no pocas rarezas que acucian al siempre insondable Cohle, el guion de Nic Pizzolatto (showrunner) se dispone a escarbar en el frágil matrimonio que forman Martin y Maggie, interpretada por una convincente y a ratos seductora —por fotogenia casual— Michelle Monaghan. La madre de tus hijos que no quieres perder pero cuyo amor perdiste, sospecho, de manera voluntaria. Ya entonces conocías tus debilidades y te habían contado que la tentación vive arriba y abajo y en cualesquiera zonas oscuras con sabor a pastel de... "Sabe a melocotón", que diría un tal Clarence camino de la horca. Pues eso. El realizador, Cary Fukunuga, se mueve como un capitán en las pantanosas aguas del thriller que no lo es (cabe destacar que la historia es "recordada", recurso, mal que me pese, demasiado clásico, por no decir poco intrigante, ya que ¿salieron indemnes?); es terror sostenido y tragedia anunciada y noir con toques alucinógenamente policíacos. Y tampoco. Y, si se quiere, todo a la vez. Desde el minuto uno, cuando arrecian los hipnóticos acordes western del Far From Any Road, por The Handsome Family, y para todos en sus sillones. Tras el efecto ruido que apenas se desvanece, para dejar paso a la infografía del icono pop: HBO. Luisiana se olvida de los vampiros, o sea, de Bon Temps y de Eric y de Bill y de So(oo)kie, e incluso de Antonia Gavilán. De Logroño. Muy lejos, tanto da. Luisina pertenece ahora a los vivos que sobreviven aun con la parca en el regazo, pues ya lo decía aquel: "No lloréis a los muertos, sino a los vivos, pues son los que sufren". Y para muestra... El Sur. Un botón en el meridiano de la América profunda. Baste con señalar los rostros de esos pobres harapientos, yonquis y alcohólicos (yonquis) y prostitutas cuyas ojeras no son tanto una afección cutánea leve como un estigma social.
Martin y Cohle callan una historia (re)llena, muy posiblemente, con lo peor de cada personalidad. Cohle escruta el vacío mientras da otra calada a su cigarro, que sostiene con los dedos índice y pulgar, meticuloso. Inhala lentamente, absorbiendo cada molécula sublimada de tabaco. Interroga a una prostituta que le suministra material en la habitación de un motel con luz cálida de tungsteno. "Tú no necesitarías amenazar para conseguir algo", le dice ella. "¿Qué hay de intercambios violentos, tipos que dieran miedo?", responde él. Y así, como en una ciénaga cuyo guardián vigila desde todos los puntos, donde el vudú es norma y el alligator tritura almas al compás de T-Bone Burnett, vemos la cruz al final del túnel. | ★★★★★
Juan José Ontiveros
redacción Madrid