Y que el público se levante
crítica de El viento se levanta | Kaze tachinu, Hayao Miyazaki, 2013
Parece que Miyazaki se despide del cine. La noticia llegaba en el pasado festival de Venecia, en el que presentaba El viento se levanta (Kaze tachinu, 2013). Su canto del cisne. Si se confirma (pues no es la primera vez que Miyazaki dice retirarse para luego volver), no debería sorprendernos tanto a su edad, sobre todo por el esfuerzo mayor del habitual que supone ponerse al frente de una película de los estudios Ghibli. Pero seguiría siendo una jubilación demasiado anticipada para un señor que a sus 72 años desprende todavía una gran vitalidad e ilusión, atributos que lógicamente ha contagiado a su cine. Un cine en el que destacan los largometrajes, que son los que le han otorgado prestigio y reconocimiento, pero cuyos primeros pasos se hallan en dos series de televisión: Lupín (1971-72) y Conan el niño del futuro (1978), y que en la pasada década se ha orientado también en gran parte hacia el mundo del cortometraje. No hay que olvidar además que Miyazaki ha colaborado igualmente en los grandes proyectos de algunos de sus compañeros, como esa cuasi desconocida obra maestra titulada Recuerdos del ayer (Isao Takahata, 1991), o la maravillosa Susurros del corazón (Yoshifumi Kondô, 1995), sin contar con sus inevitables inicios en el departamento de animación propiamente dicho. Son datos que enriquecen la aportación al cine de este maestro, que en su medio siglo de carrera ha permanecido fiel a unos principios que el público casi siempre ha sabido apreciar.
Y son datos que igualmente justifican todo homenaje que se le pueda hacer a este director con motivo de su último estreno. Por ahora, en la temporada de premios que ha empezado hace unas semanas, le está yendo bastante bien, pero por méritos exclusivos de una película que, lo adelantamos ya, está a la altura de las expectativas. El viento se levanta nos narra la historia real de Jiro Horikoshi, un diseñador japonés de aviones de combate durante la segunda guerra mundial. Un tema espinoso con el que conscientemente Miyazaki pretende rodar su película más madura y adulta, aunque la misma funciona sobre todo cuando toca temas de imaginación e inocencia, cuando se deja llevar por los encantos de las fantasías juveniles y del primer amor. En efecto, en la narración juegan un papel destacado los sueños que el protagonista tiene desde pequeño, en el que se imagina pilotando naves increíbles junto a su ídolo Caproni. En ellas la meticulosidad y el ingenio de los animadores de Ghibli se explotan de manera apabullante, contraponiéndose a la estética más sobria del resto del metraje, aunque en él tampoco falten otras secuencias visualmente elocuentes como esa recreación de un terremoto en Tokio. En cuanto a la subtrama romántica, se desarrolla sobre todo en una segunda parte, y consigue sortear de manera asombrosa toda cursilería gracias a que en ella también sentimos que el protagonista vuelve a ser un niño, como en sus sueños, abandonando sus preocupaciones profesionales. El hilo que pueda establecerse entonces entre esa relación tan espontáneamente íntima y las secuencias oníricas otorga a la película su verdadera magia.
Porque, de lo contrario, la trama principal en torno a ese diseño de aviones no es muy atractiva y no está siempre bien llevada. Las secuencias funcionan individualmente, pero al conjunto le falta una dirección más precisa. Parece que el mensaje o la intención detrás del mismo es que el protagonista no quiere diseñar aviones con propósito bélico, sino simplemente por su amor a la aeronáutica, por lo que debería debatirse entre materializar su ilusión y mostrarse reacio al violento uso al que se destinarán sus creaciones. Este sería quizás un conflicto un poco típico, pero es el que pide la historia y además encajaría con uno de los temas constantes en la filmografía de Miyazaki: el del ecologismo y la defensa de las tradiciones naturales frente a la modernización que las destruye o las ignora. Sin embargo, falta claridad tanto en la motivación del protagonista como en las consecuencias de sus actos. Además, el metraje no avanza de manera muy regular, y está algo descompensado, no sólo porque no armoniza bien esta parte de la historia con los mencionados elementos del sueño y el romance, sino porque algunos de sus segmentos no se resuelven bien o no aportan demasiado, en particular esa subtrama del viaje a Alemania. Jiro y uno de sus compañeros se desplazan hasta allí para inspirarse en las técnicas germanas, y surgen entonces un par de momentos de tensión que por falta de antecedentes y de explicaciones no cumplen bien su propósito. En otras palabras, la parte por así decir más libre y alegre de la cinta no está bien unida o equilibrada con la parte más formal y melancólica.
Ello no evita con todo que estemos hablando de una película muy digna dentro del universo de Miyazaki, pues estos defectos narrativos son quizás los únicos que se le pueden reprochar. No sólo estamos ante la mayor muestra del prodigio técnico de los estudios Ghibli hasta la fecha, sino que encontramos aquí algunos de los momentos más bellos e inspirados de su trayectoria, como esa escena entre Jiro y su amada lanzándose aviones de papel. Joe Hisaishi vuelve a demostrar que es un compositor de gran sensibilidad, y el trabajo de voz de los actores es espléndido. Pero sobre todo se trata de una película muy valiosa por significar la culminación de un recorrido, recogiendo algunas referencias tanto de dentro como de fuera de la productora. Las escenas entre Jiro y Caproni, por ejemplo, tienen un ritmo y un colorido que clarifican la referencia a Porco Rosso (1992), mientras que otros momentos, en especial hacia el final, podrían remitirnos al cine de Mikio Naruse. Un cine clásico japonés que naturalmente ha estado muy presente en la obra de Miyazaki: valga por encima de todas la influencia directísima de Kurosawa en La princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997)… Ésta y, sobre todo, El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001), probablemente, sean las películas más recordadas de este director japonés por su sabiduría técnica y dramática y por su espíritu aventurero. Aun tomando elementos típicos no sólo de la cinematografía nipona sino de su cultura, son trabajos que a la vez parecen muy occidentales, algo que también explicaría el éxito internacional de su cine. Pero yo me quedo con una de sus primeras películas, una mucho más pequeña que las cuatro que he mencionado hasta ahora, más artesanal y menos elaborada, y sin embargo maravillosa, precisamente por dar rienda suelta, con una inocencia insólita, al imaginario infantil: Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988). Y es que, pese a sus 72 años, Miyazaki siempre tendrá el corazón de un niño. | ★★★★★
Ignacio Navarro
61ª edición del Festival de San Sebastián
Japón, 2013, Kaze Tachinu. Director: Hayao Miyazaki. Guion: Hayao Miyazaki. Productora: Studio Ghibli. Presentación: Festival de Venecia 2013. Música: Joe Hisaishi. Montaje: Takeshi Seyama. Intérpretes: Hideaki Anno, Miori Takimoto, Hidetoshi Nishijima, Masahiko Nishimura, Jun Kunimura.