Asesino por capricho
crítica de Blue Caprice | de Alexandre Moors, 2013
La casualidad de una desgracia imprevista. El pánico a lo desconocido. Jugártela en la ruleta rusa de la vida, sin saberlo. Ir al súper y no volver. Allá por 2002, en plena islamofobia yanqui, la política del miedo se prescribía desde Washington, pero no provenía de la Casa Blanca. La población de la capital de Estados Unidos y regiones colindantes –Virginia y Maryland– estaba aterrorizada por el azote –aleatorio– de un asesino invisible. Desde el anonimato que le confería el maletero de un Chevrolet Caprice, con la frialdad del que juzga desde la locura a todas esas personas que “creen que todo esto es permanente y que no se dan cuenta de que viven en un castillo de naipes,” John Allen Muhammad –El francotirador de Beltway– y su “hijo adoptivo” dictaban sentencia. Una matanza a cuenta gotas. Forjada por un tándem que tiene su origen en la sugestión mesiánica y el odio consolidado por la disciplina del maestro. Blue Caprice (2013), ópera prima de Alexandre Moors, es una aproximación distinta a la naturaleza del psicópata. No importa el cómo –limitado a 5 minutos de película–, sí otro interrogante ¿Qué clase de persona haría algo así? Los detalles son lo de menos y no se buscan. Se hace hincapié en el resentimiento y la inquina que el protagonista le tiene al mundo –culpable de todos sus males y fracasos–; y en su faceta creadora, forjando “un monstruo”, en una versión mucho más retórica y menos científica de Víctor Frankenstein.
La cinta echa a andar en Jamaica donde John, un simple turista, decide acoger y adoctrinar a Lee Boyd Malvo. Sin referentes y abocado a la soledad Lee se entrega a su amor y exigencias. La erudición persuasiva, embaucadora y manipuladora del padre circunstancial evoca al personaje de John Hawkes en Martha Marcy May Marlene (2011). Cual líder de una secta, no cesa hasta conseguir la devoción irracional de su pupilo y la consiguiente anulación de su personalidad. Blue Caprice funciona como una introspección en el abismo de las liturgias de formación terrorista, pero con fulgor místico. El director francés está más interesado en establecer las coordenadas de un thriller psicológico, que en darle otra vuelta de tuerca a la Segunda Enmienda de la Constitución. Moors no teoriza sobre el fácil acceso a las armas en Estados Unidos y su estrecha relación con las matanzas que se producen con relativa frecuencia. Por ello la cinta tiene mucho de atmosférica. En ese interés por desarrollar la psicología del criminal juega un papel muy importante la fotografía de Brian O'Carroll, brillante en esa construcción climática grisácea, expansiva, densa, oscura, que logra transmitir a base de cromatismo la turbia personalidad de John. Una elegancia visual en estrecha consonancia con lo que se quiere contar. Con ritmo pausado –cargante en algunos compases de la película–, sutileza, buen gusto y dando la espalda al sensacionalismo –las escasas escenas de los asesinatos eluden el exhibicionismo pirotécnico– seguimos la enajenación del padre y del hijo en funciones. Un arrobamiento sanguinario cuya cadencia la marcan dos grandes interpretaciones. Isaiah Washington y Tequan Richmond materializan en pantalla su tortuosa dependencia y su terrorífica determinación, en armonioso equilibrio con unos secundarios también brillantes – Tim Blake Nelson y Joey Lauren Adams–. Sin duda, lo mejor de la película amén del citado trabajo de fotografía.
Los supuestos ultrajes sufridos por John, como lo son la pérdida de la custodia de sus hijos, el rechazo de su comunidad o el hecho de que el ejército le diese la espalda en el momento más duro de su vida, se nos antojan atenuantes de la barbarie. Parecen dar (relativo) sentido a sus actos. Como espectadores sucumbimos a su capacidad de atracción. El director nos saca rápido del atolladero con la escena del tanque de gasolina de la moto; en ella se nos pone sobre aviso de un farsante capaz de alterar la realidad más próxima. Se perfila como un niño que niega las arbitrariedades que le son adversas. Es en ese momento en el que se sientan las bases de las apologías absurdas. Lo ilógico de sus actos no viene marcado por una infancia traumática, sino que se construye con una fermentación paulatina del resentimiento. Esa escena de la moto es bajo la que se sustenta y se explica la naturaleza de un hombre cuya irracionalidad conduce a la matanza. En el último tercio de película se recalcará su carácter caprichoso –por ahí viene el título–. En esas latitudes reaparece la condición divina que John tiene de sí mismo, después de la creación del monstruo pasará factura al mundo, a la sociedad americana, por los agravios recibidos. El azar irá cobrándose sus víctimas. Árbitro del destino. Sin razón aparente. El contrapunto negativo de Blue Caprice se encuentra la noción del director, que sabiendo que está cerca de una obra ensalzable cree necesario ponerse coqueta para lograrlo. Peca de cierto exceso de autoindulgencia y se recrea en el arte contemplativo. Con una plétora de momentos propios del cine indie incluidos, que por manidos resultan impostados. La consecuencia es un ligero empobrecimiento del resultado final. | ★★★★★
Andrés Tallón Castro
redacción Madrid
Estados Unidos, 2013, Blue Caprice. Director: Alexandre Moors. Guion: Alexandre Moors, R.F.I. Porto. Productora: SimonSays Entertainment / Intrinsic Value Films / Prolific / Streetwise Pictures Entertainment / Electric Avenue Radio. Fotografía: Brian O'Carroll. Música: Sarah Neufeld, Colin Stetson. Reparto Isaiah Washington, Tequan Richmond, Tim Blake Nelson y Joey Lauren Adams.