El tic del plano aéreo
crítica de El Hobbit: La desolación de Smaug | The Hobbit: The Desolation of Smaug, de Peter Jackson, 2013No pasa nada si el problema, precisamente, es que nada pasa. Lo vemos en la regresiva secuencia que se desarrolla doce meses antes de que Fili y Kili y Gloin y Thorin (el Rey sin cetro) y Bilbo Bolsón y Gandalf y otros ocho expedicionarios en busca de su/un hogar perdido emprendan su homérico/tolkieniano viaje hasta la Montaña Solitaria. Muy, muy lejos. En una geografía a medio dibujar. Y ahí, en una fonda donde las miradas son eléctricas y los forasteros guardan algo más que dudas, el gris mago de siempre se presenta a un guerrero de proporciones insólitamente minúsculas y con no pocas heridas. Una, la más supurante, se llama desarraigo. La otra, sin número ni identidad, responde a la sintomatología del honor. Uno de esos temas que escupen fuego y trascienden el lenguaje, pues se conoce pero jamás se describe porque nadie —salvo los pocos caballeros que dejaron de existir hace mucho— sabe definirlo con exactitud. Y, aun así, hasta el más pequeño en la sala podría adivinar que el honor no es cosa de cobardes. Y que, si hay ir en su busca, se va y se mata por él. O por su concepto. Y que, si hay que ver mundo, mejor ir armado hasta los dientes y a pesar de la dentadura: más de un mordisco salvador ha decidido más de una pelea ineludible. Orcos y trasgos mediante, cuyo mordisco evoca siempre días peores. No así el de los elfos, habitantes permanentes en un vídeo New age acariciado por la voz de Enya. Aun con bosques oscuros a pie de balcón, los elfos irradian una luz cegadora y tan fantasmagórica como un Casper rubio (no confundir con la omnisciente Galadriel). Y por supuesto, si no pasa nada porque el tiempo no camina desde hace un año, qué mejor que dejarte caer —casi literalmente— en tu propia obra o amable hechizo mercadotécnico. Así, un palo. Sin vida. Sin más. El director atraviesa la pantalla y enseña perfil en un cameo sospechosamente bonachón, rompiendo la natural cadencia de la dolly adentrándose en un pueblo y sólo antes de reencontrarnos con unos personajes que ya habíamos despedido (a modo de "Hasta la vista, panda") al borde de la muerte y tras viajar y planear sobre unas águilas que habían rescatado a esos Bombur, Oin, Bifur, Bofur, Dwalin, Balin, Dori y Nori y a otros seis, no ya grises sino a punto de palmar, saqueadores de las fauces de Azog y sus violentos huargos.
Me dispongo a revisitar la Tierra Media mucho antes del Abismo de Helm. Es decir, antes de oír la célebre y susurrada alocución de Gollum, argh, Gollum: "Mi tesoooro". Y antes de que Saruman el Blanco se descubra como lo que es y sin sutilezas: Saruman el Traidor. La barba militante del auténtico y único Señor Oscuro, aka Sauron. Todo en Hobbiton resulta hogareño y luminoso y perenne, como el primer día sesenta años más tarde, cuando Frodo salió con el anillo al cuello sin imaginarse lo que vendría después: tres películas y un fenómeno fan que derribaría cualquier mito literario, e incluso al mismísimo padre de la fiesta: J.R.R. Tolkien. Una orgía de premios y la certidumbre de que El Hobbit, el antecedente de La Comunidad del Anillo, era un filón a explotar en un futuro no muy lejano. Asumida ya la fuga —sólo como director— de Guillermo del Toro, y la casi infernal preproducción que había manchado aquellos meses ilusionantes, Jackson tomó las riendas y sus fans asintieron con pose de apóstol: quién mejor para continuar la saga. Sea como fuere, la nostalgia se impuso al riesgo y El Hobbit: Un viaje inesperado (crítica) terminó como la aventura más previsible de la franquicia. Y, con sus males, y tras la revisión a que la sometí esta misma semana, una película con algunos aciertos o ganchos episódicos —véase el paréntesis de los acertijos, o la sola presencia de Martin Freeman junto al aquí menos iracundo Ian McKellen, o el fastuoso combate entre unos gigantes de piedra que dormitaban en mitad de un desfiladero, en la elevación que ellos mismos habían trazado con sus articulaciones, infalibles bolas de demolición a través de mandíbulas de granito que muerden el polvo muy, muy abajo—. La cismática decisión de rodar a 48fps en perjuicio de los 24 tradicionales, se tornó caprichosa y muy contraproducente. Sin tiempo para calibrar la idea, Jackson dispuso su golosina sin reparar tampoco en las posibles condiciones de proyección. Aquí, infames por oscuras (cómo nos engañan algunos exhibidores) y porque tan solo unas pocas salas se inclinan ante el mencionado autor. Dame pan y dime paranoico. Siguiente, por favor.
Smaug respira fuego y, como saben, abrió el ojo durante la última siesta. Enterrado bajo toneladas de oro y piedras preciosas y relucientes griales que hacen bulto y deslumbran en silencio, custodia Erebor, el reino de Thorin y su raza de enanos con barbas que se mesan hasta el infinito y lo que viene después. Los personajes estrechan lazos, reciben golpes que iban para unos y otros y todos en general. Gandalf, por su parte, está pero de manera intermitente. Es de esos ancianos que hacen que escuchan mientras maquinan su próximo exabrupto contra el establishment y la obtusa juventud. Filósofo huidizo, el mago de la tautología y la pipa mágica con hierbas mágicas siempre está ahí cuando menos (te) lo esperas. McKellen es el personaje y ese personaje conoce bien al actor británico. Demasiado bien, quizá. Es lo mejor y, a su vez, lo peor de El Hobbit: La desolación de Smaug: advertimos todos los trucos y el movimiento que seguirá a equis mandoble de espada. Y eso, lógicamente, corta. Y a veces, obliga a reír por el escozor. El vaivén del montaje interno, signo inequívoco de la pereza grandilocuente que acucia a Peter Jackson, no revela ninguna mejora respecto al episodio anterior. Casi once años después del hito audiovisual que supuso El retorno del rey, nadie ha superado todavía ese nivel de excelencia. Y eso escuece aún más, pues el universo perdura a pesar de todo; y las decisiones netamente comerciales (convertir una novela de 324 páginas en una trilogía de 480 minutos y unas 500 páginas de guión, es casi una obscenidad sin sentido) embarran un producto que juega con la memoria y vive de sus réditos.
Queda un cartucho para el clímax final. Smaug escupiendo llamaradas. Dos ejércitos disputándose la pervivencia en una tierra baldía. Poco que ver, espero, con la profusión en los rápidos, donde Légolas y Tauriel (Evangeline Lilly) dirigen sus flechas a la horda de orcos que persigue a Bilbo y su troupe. Mientras Légolas salta y se contorsiona en el aire y practica eutanasias a cuchillo y con flechazos a primera vista y a un palmo del inminente cadáver, al tiempo que cruza de un lado a otro del río como un muelle digital que no sabrías decir si es una persona o un chicle antropomorfo ejecutando piruetas inverosímiles. Mientras los enanos, barriletes en sus barricas, hacen lo propio aunque en estático. Con o sin armas. Y, si se tercia, a cabezazos. O en penumbra, semiinconscientes, como una proyección que no hace justicia a la obra proyectada. Una obra que, al final, se impone a los malos augurios. Al déjà vu con levadura. ★★★★★
Juan José Ontiveros
redacción Madrid
Estados Unidos, 2013, The Hobbit: The Desolation of Smaug. Director: Peter Jackson. Guión: Philippa Boyens, Peter Jackson, Fran Walsh, Guillermo del Toro (Novela: J.R.R. Tolkien). Productora: Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) / New Line Cinema / WingNut Films. Fotografía: Andrew Lesnie. Música. Howard Shore. Reparto: Martin Freeman, Ian McKellen, Richard Armitage, James Nesbitt, Aidan Turner,Graham McTavish, Jed Brophy, Stephen Hunter, Ken Stott, John Callen, Adam Brown, Dean O'Gorman, William Kircher, Peter Hambleton, Mark Hadlow, Hugo Weaving, Andy Serkis, Cate Blanchett, Christopher Lee, Mikael Persbrandt,Sylvester McCoy, Billy Connelly, Elijah Wood, Ian Holm, Orlando Bloom, Evangeline Lilly, Benedict Cumberbatch, Luke Evans, Stephen Fry, Lee Pace, Barry Humphries,Bret McKenzie, Conan Stevens, Manu Bennett.