Piso bonito sin amueblar
crítica de Prince Avalanche | de David Gordon Green, 2013
Thoreau. Ese loco. Se propuso experimentar la vida en naturaleza. Construyó una cabaña con sus propias manos. Pasó dos años, dos meses y dos días viviendo en medio de ninguna parte. Pretendía, grosso modo, manifestar la necesidad intrínseca del ser humano de vivir en el entorno natural. Única manera de prescindir de las comodidades de la vida y esquivar los “impedimentos para la elevación de la humanidad”. Era un hombre cansado, en ese momento, de las cosas artificiales e innecesarias. Esta “Thoreau way of life” cristalizó en un ensayo –Walden–. La obra del escritor americano ha sido sometida a constantes revisiones. Es como las modas –sin banalizar–, siempre vuelve. Su última popularización se produjo tras el éxito de Into the Wild (2007), basada en el best-seller homónimo, que relata la vida de un joven estadounidense que lo abandona todo para vivir en la naturaleza, al margen de la sociedad. Con esto de la crisis, Thoreau vuelve a estar en boga. Al menos sus planteamientos básicos –tanto los que se refieren al ámbito de la desobediencia civil, como los naturalistas–. Aderezado con un toque tragicómico, ochentero y ridículo, Thoreau está presente también en Prince Avalanche (2013), película por la que David Gordon Green fue galardonado con el Oso de Plata a la mejor dirección en el pasado Festival de Berlín.
Si Thoreau fuese un paleto de Texas, de los ochenta y se llamase Alvin –Paul Rudd–, sería de esos tipos genuinos que van pintando las líneas discontinuas de la carretera. Viviría en una tienda de campaña, como los nómadas, y cazaría para alimentarse. Sería un hombre que anhelase experimentar lo que el escritor norteamericano llamó los “hechos esenciales de la vida”; un espécimen que sólo “quiere escuchar el silencio”. Por supuesto, tendría pupilo, un tal Lance –Emile Hirsch–. Sería el contrapunto. Un hedonista provinciano (si es que existe tal cosa en Estados Unidos, entendámonos), un pre Ni-Ni. Uno cuya autoestima varía en función de su capacidad de almibarar (permítaseme la expresión) las bragas ajenas. Un filósofo alfa de vida licenciosa. Un urbanita de discoteca, picos pardos, romances sórdidos y propulsiones primarias. Los Luigi y Mario de los bosques colindantes al asfalto. Es menester, obviamente, la presencia de una Princesa Peach –hermana de Lance, novia de Alvin–. Un cuadro insólito. Fruto del paso por la batidora del director de Superfumados (2008), Thoreau y Á annan veg (2011) –película islandesa objeto del remake–.
Prince Avalanche viene cubierta con un envoltorio coqueto. Muy indie. Muy tragicómico. Con encanto estético. Énfasis ornamental traicionero. Con dosis de humor relativas –en tanto en cuanto a uno no le hacen gracia, pero aprecia el matiz–. La pose y la imagen no hacen más que disfrazar un guion poco trabajado, superficial; amén de la escasa rentabilización del “tercer protagonista” –el paisaje–, utilizado como mero elemento recreativo, transitorio, sin relevancia. Así, con más tedio del que se le supone a algo cuya vida no excede la hora y media, pasa el tiempo. Sin nada considerable, salvo las calamidades patéticas y absurdas que van sacudiendo al dúo protagonista. Ambos, a pesar de la presencia de dos personajes más, cargan con el peso de la película, entrañables por su voluntad, pero lejos de cualquier notabilidad interpretativa. La intrascendencia latente no es –intuyo– involuntaria. Prima la necesidad –a través del absurdo; se me ha olvidado en el cóctel del primer párrafo, quizá, unas gotitas de Beckett– de manifestar e hilvanar visualmente el hastío y la ausencia de significado de la vida contemporánea. Los kilómetros de carretera son la evidencia. Se dramatiza el guateque existencial con una ruptura y un par de desarreglos, pero en el fondo nada pasa. Cronos avanza con desidia. Los postes se clavan, la camioneta avanza. El urbanita desespera, a Thoreau empieza a darle alergia el aislamiento.
Este edificio armoniza el minimalismo reinante de su interior –un servidor prefiere el concepto “sin amueblar”– y el barroquismo de su fachada, con la banda sonora. Algún que otro momento musical conduce a ensoñaciones que animan a la contemplación ociosa. Cantos de sirena. El (de)mérito es de Explosions in the Sky. No piquen. Es trampa. David Gordon Green se pone el traje de “artista” para crear un “producto” para Sundance. Tiene, en su pequeñez, dejes grandilocuentes. Los mensajes o lecturas extraíbles abogan por una inteligencia, que en ciertos tramos del metraje, me es esquiva. Cuando vislumbro una particular meditación, con fingida enjundia, sobre el hombre en estado natural, por ejemplo, rápidamente se me antoja escuálida, sin chicha. La obra en su conjunto no deja de ser un ejercicio de “postureo” –neologismo de reciente acuñación, pero muy ilustrativo–. El director vende humo. Detrás de la magnífica banda sonora, planos sencillos, preciosismo y lograda fotografía todo es cartón piedra. Una historia abierta. Se puede estudiar o descifrar de múltiples maneras. Pero no es un camino sutil a la ambigüedad, sino una vía torpe hacia la anfibología. La inacción dominante da lugar a un clima paradójicamente afectuoso. Mario y Luigi dan pena. La complicidad afectiva es inevitable. Sería perverso pensar que transmiten el patetismo que se merecen. Si la concebimos como un reflejo turbio de la sociedad actual –en su vertiente más amplia, cronológicamente hablando–, quizá sea más relevante de lo que su inocuidad nos sugiere. ★★★★★
Andrés Tallón Castro
redacción Madrid
Estados Unidos, 2013, Prince Avalanche. Director: David Gordon Green. Guion: David Gordon Green. Productora: Magnolia Pictures / Muskat Filmed Properties / Rough House Pictures / Dogfish Pictures; Memento Films Production. Música: Explosions in the Sky, David Wingo. Fotografía: Tim Orr. Reparto: Paul Rudd, Emile Hirsch, Lance LeGault, Joyce Payne, Gina Grande.