La mágica delgadez de los cabezas-gordas
crítica de Frozen: El reino del hielo | Frozen, de Chris Buck y Jennifer Lee, 2013
¿Qué hace la nieve en verano?, se pregunta el muñeco Olaf. Poética cuestión con una respuesta elemental: morir. Broncearse hasta convertirse en una voluta de humo. Fssss, pausada y lentamente y a modo de último estertor. El agua que inicia su camino hasta el océano, donde todas las aguas se reúnen para celebrar una carrera de (y con) fondo. Abajo, abajo, abajo. Y arriba, pues el frío —así en caliente— no cede a la temporada estival, y las princesas sólo dejan de existir en sueños. Y los sueños, que dirían los guionistas, Disney son. Con mucho cine. Con un poco de lo de siempre, como casi nunca. Fin. Una vez aprovechada la cuestión poética, toca ensuciarse con la presente crítica de Frozen: El reino del hielo, última obra de los estudios Disney; a día de hoy, la productora más impredecible (sí) de la industria cinematográfica. Que tras encadenar dos títulos dispares en forma (a medias) y en fondo (más o menos) como son Enredados y Rompe Ralph, desembarca ahora con una alegre comedia musical que recupera el embrión gestado por Walt Disney. Factótum creativo del imperio hecho Imperio Sin Costuras, mediante un simple roedor con pantalones cortos y pupilas lisérgicas negras, en el barco de vapor de Stemboat Willie. Fue ese pie izquierdo —rupturista y rompedor de malos augurios y viejos mitos ya rotos—, esa manera de marcar felizmente el compás al tiempo (y sin salirse de él) que silbaba navegando en línea recta aun sin ir en esa dirección o a ninguna en concreto, ya que Mickey navegaba por navegar (como quien mira la hora en su móvil pero no la ve y tres segundos más tarde vuelve a consultarla) a través de un río americano. Casi pantanoso y sin nubes en el horizonte. Timón con timonel, ciego de maaagia, aquel barco supondría el comienzo de algo tan grande como inasumible. O quizá tan solo la construcción de un mundo alternativo, a donde acudir en épocas lógicamente felices, esto es, ingenuas. El universo en donde crecer sin hacernos mayores, a expensas de una decisión forzada por (el) Garfio. El taller de un carpintero que nunca mentía, y a cuyo hijo-recién-labrado se le notaba mucho el acto mismo de mentir no tan piadosamente como hubiera mentido cualquiera de nosotros, ya talludos inmersos en la tarea más ardua: desclavar Excalibur, cuya hoja permanecía enterrada en la fría piedra, junto a Camelot. Y así, título tras título, dibujo a dibujo. Y sin CGI. Todavía sin conocer el Nuevo Mundo, ignorantes de la otra gran mitad; sin Pocahontas ni su capitán Smith; sin Bella ni Bestia (realmente la auténtica bestia murió en 1933, en lo alto del Empire State Building de Nueva York. Ya saben aquello de: "No han sido los aviones").
Los tiempos, e incluso ciertos hábitos pendientes de la técnica audiovisual, cambian no ya a velocidad fulgurante sino a golpe de eufemismo (esto no es lo que es, es lo que hay; y ahí, señores, entra todo, incluido Disney), nada sorprendente en la Edad del Espectador Rotor. Las diferentes formas de consumo se consumen en su propia paradoja. Y basta que el cine haya muerto para que aparezcan nuevos dioses a los que venerar. Aunque sean reyes y princesas malditas con un don inconfesable y ostentosos castillos con suelos de mármol y lienzos dispuestos a lo largo y ancho de infinitas paredes que hacen agorafobia de lo que debería ser aversión por los espacios cerrados. La industria, presumiblemente ajena a ciertos factores exógenos, ha sufrido (y asumido) tanto los períodos de bonanza como los de supuesta incertidumbre. No así la tecnología y el software cinematográfico, que viven un proceso continuo de actualización. Desde esa vertiente, la industria encontró a su dios particular hace algún tiempo. Aquí, I+D+I+D: investigación, desarrollo, innovación, y, por último, Disneyización. Y nos gusta, por qué no cantarlo. Me gusta el invierno en palacio, o montaña arriba. Y me gusta porque sé que hay calefacción, aunque la temperatura que desprende la malla sea incalculable. Me gusta que las brujas hayan pasado a mejor cuento. Porque las brujas no son estereotipos, simplemente existen y muy pocas veces usan escoba. Prefieren el avión. O que sean inquisitivos hombres con peluquín, que remiten involuntariamente al Gobierno actual. Un necio, en realidad. Que no duda en advertir herejía donde sólo hay (in)diferencia, aptitudes insólitas, acaso el progreso que aguarda un período menos oscuro. "¡Brujería!", espeta cual Wert (más) ceniciento con el timbre de Montoro, "¡ya sabía yo que aquí había algo turbio!" Y la nieve, nieve, en polvo. Finita. Que te caes y casi te da pena estropear el gélido colchón acristalado. También disfruto con la nariz zanahoria del muñeco de nieve Olaf, histrión que maneja los tiempos del slapstick y protagoniza el "momento Ausonia". Y detesto al principio la moralina que plantean una vez más: si la mujer es el sexo débil, el amor es cosa de uno muy apuesto y con el tórax proyectado hacia adelante, que llega ve y vence. Je t'aime, Je t'aime, oh, oui je t'aime. Y tal. Axe para todos. Y detesto aún más mi equivocación: no sólo los arios tienen sangre azul. Disney, a rebufo de Tiana (o al revés; prueben a croar), ha admitido que la prosopopeya no es excluyente sino cercana y cada vez más resistente a la erosión del eufemismo antes mencionado. Así y todo, el verdadero acto de amor no puede ser el de un príncipe besando a una bella durmiente o adormecida. Nonono. Porque el amor, palabra cursi y devaluada sin remedio, excluye a los incautos que pudieran surgir en pantalla.
Chris Buck y Jennifer Lee co-escriben y dirigen esta fábula cuyos toques de humor a duras penas funcionan por infantiloides. Los juegos de palabras, además, suelen perder el punch en su traducción al castellano (neutro). No así el componente heroico que insuflan un reno y su rústico jockey, quienes irán en busca de la reina tras su encuentro con la hermana de la misma en una especie de parador regentado por un tirolés pelirrojo que vende "ropa de temporada". Un yunque 2x2. En la senda ya divisada por el clásico moderno de Rapunzel (bajo el título Enredados), un dinámico ejercicio de fuerza visual con una gran y merecida nómina de fans tras de sí, Frozen: El reino del hielo concede mucho más de lo que inventa. Así las cosas, su pericia formal y su vigor renovado invitan si no al optimismo, sí al aplauso de su target. Es invierno, ya llega la Navidad ("ilusión, fantasía y paz (...) Na-na-na-na-ná, na-ná", susurra Raphael) y la icónica representación del copo cayendo en la superficie nos induce a pensar en cierta plaza en mitad de la noche. Allí cantará un séquito mortalmente pernicioso. Sin el tamiz que reporta la ficción, donde Walter Elias sigue siendo el rey. Congelado, o no, en la playa. ★★★★★
Juan José Ontiveros
redacción Madrid
Juan José Ontiveros
redacción Madrid
Estados Unidos, 2013, Frozen. Dirección: Chris Buck y Jennifer Lee. Guión: Shane Morris, Jennifer Lee (Novela: Hans Christian Andersen). Música: Christophe Beck. Productora: Walt Disney Animation Studios / Walt Disney Pictures.