El 'elefante' del informador ceniciento
crítica de El quinto poder | The Fifth Estate, de Bill Condon, 2013Triste y muy grave, como una verdad de la buena. Finaliza la película y a nosotros nos da igual. Y sorprendentemente, nos han salido canas. Muchas y muy grises. Aunque somos igual de talludos que dos horas antes, pues las canas (como el periodismo) únicamente obedecen a la pigmentación, y el estrés a su calidad. ¿Quién se ríe de los canosos? ¿Quién llamó viejo al color gris? O mejor y más incisivo, ¿quién se tiñe el pelo para simular esa anomalía pigmentaria? La respuesta, como siempre, está en el aire y tiende a huir. Y todos señalan a Julian Assange —que no flota, pero casi—. Pura especulación, que tiene mucho que ver con el amarillo de Pulitzer, otra víctima en las fangosas aguas del gris tirando a acre. Y así nos quedamos, grises, en tierra de nadie y con el ni fu ni fa en los labios tras presenciar una historia sin remanente. Muy neutra, muy gris. O sea, triste. Otoñal. En sintonía con su fecha de estreno. Sucede que El quinto poder no responde a cierto axioma que identifica al autor con su criatura, el quién hizo qué o, mejor dicho, para qué. Si nos remontamos a 1971, hay un niño que pasará su juventud viajando por Australia, en torno a su Queensland natal, entre conductas sectarias —un asunto familiar, de ahí su costumbre a teñirse el pelo— que se antojan definitivas para el futurible hacker sin fronteras. Un hombre, si nos atenemos al retrato cinematográfico, insocial y ególatra y oblicuo y traumático para con sus colegas profesionales. De ahí el falso gris: Assange pertenece a una estirpe de "genios" que buscan la verdad a toda costa. Y como tal, no concibe las medias tintas. Estás con él o contra él. O contra WikiLeaks, eje motriz de la película que dirige Bill Condon con más intención que precisión a la hora de dibujar el arco respectivo de cada personaje, ya sea un secundario sin peso o un primer espada como Daniel Berg, a quien interpreta otro Daniel aún más trascendente —y por supuesto querido— en cualquiera de las órdenes artísticas. Es decir Daniel Brühl. Aquí, socio y confidente del mencionado Julian Assange; aquí, con el singular rostro y la dicción exquisita de Benedict Cumberbatch, siempre al borde del tic durante todo el metraje.
Culpa, en grado sumo, de una fácil caracterización que no caracteriza porque se enfrenta a los ángulos imposibles de una fisonomía tortuosa, y no poco torturada. El actor inglés es una mina que conviene vigilar atentamente. Su presencia provoca un cortocircuito, y el director, llámese Bill Condon o J. J. Abrams, poco puede hacer para contrarrestar su fuerza: si no has escrito pensando en él, en su voz —por mucho que la module— y su acento —irreparable y sin reproches—, en su fisicidad —¿dónde acaba su tronco y empiezan sus piernas?— y su mirada —cromáticamente impenetrable, como la de Assange—, más te vale que seas un grandísimo director de actores. Porque si no... En fin... Será Cumberbatch al cuadrado. Lo cual no es necesariamente negativo, sino una abrumadora carga kármica que convierte el filme en un paseo con tótem. Ni siquiera los 250.000 cables diplomáticos de más de 150 países sorprenden más que su peluca lacia. Cables que publicó Wikileaks en noviembre de 2010, luego de materializar con éxito varios golpes a escala mundial, entre los que se cuenta uno al más opulento de los bancos suizos, cuyos clientes manejaban sumas multimillonarias desde paraísos fiscales. Así, el llamado Cablegate (qué originalidad) acaecido a fines de 2010, convirtió a Julian Assange en inmediato enemigo público con miras a la picota. Ninguna institución, por poderosa que fuese, estaba lejos de su alcance: las "puertas traseras" se abrían silenciosas ante la intrusión de Wikileaks, apenas tres revolucionarios descifrando y escribiendo código con sus ordenadores portátiles. Un tributo a la idea seminal de aquel adolescente que hackeó los servidores de la Nasa y del Pentágono cuando contaba 16 primaveras grises. Por un principio, asegura, democrático. Quizá el más inapelable que se haya visto en el todavía reciente siglo XXI. Porque "puedes estar informado y ser tu propio gobernante", declaró en una entrevista aRolling Stone, "o bien puedes vivir en la ignorancia y dejar que otras personas, bien informadas, te gobiernen". Sin más, sin titubeos. Y, sin embargo, el arsenal literario —esa literatura de trastienda, tal vez la más insospechada— de que dispone Josh Singer —guionista de la adaptación del libro que escribiera un no poco despechado Daniel Berg— es tan informativo como irrelevante en su envoltorio audiovisual.
Obviando su gruesa caligrafía, que no transmite más allá de una descripción cicatera de los hechos (x,y,z; sota, caballo y rey), queda la estimable interpretación de Daniel Brühl y la dosis necesaria de voz colectiva encerrada en el cerebro de un solo hombre. Assange y el mito incipiente acechando en la Red. A priori, mucho y muy gris. ¿El problema? No todos los mitos están a la altura de su propio mito. Hay historias que no dan la talla, o que se cuentan del revés. Incluso desenfocadas por aquello del enfoque elegido. Las hay que atraviesan fases de esplendor y pobreza moral. No tanto grises como llenas de aristas cuya pigmentación, sí, es gris. ★★★★★
Juan José Ontiveros
redacción Madrid
Estados Unidos, 2013, The Fifth State. Director: Bill Condon. Guión: Josh Singer (Libro: Daniel Domscheit-Berg, Luke Harding, David Leigh). Productoras: Fotografía: Tobias A. Schliessler. Música: Carter Burwell. Reparto: Benedict Cumberbatch, Daniel Brühl, Carice Van Houten, Laura Linney, Stanley Tucci, Alicia Vikander, David Thewlis, Anthony Mackie, Peter Capaldi, Dan Stevens. Presentación oficial: Toronto 2013.