LA RETÓRICA ENMAQUETADA
crítica de Asalto al poder | White House Down, Roland Emmerich, 2013Renovarse o morir. Ese es un inteligente lema que debería aplicarse a estas alturas el director alemán Roland Emmerich que, desde que en 1996 dinamitara (nunca mejor dicho) las taquillas de todo el mundo con aquel divertido placer culpable titulado Independence Day, vive obsesionado con hacer estallar ciudades y, muy especialmente, el edificio de la Casa Blanca, en todas sus películas. Godzilla (1998), El día de mañana (2004) o 2012 (2009) repiten prácticamente la misma fórmula de su cinta de invasiones alienígenas y, pese a que parece que le continúa funcionando en taquilla, lo cierto es que ya se le ven las costuras y ha terminado repitiéndose hasta el bostezo. Personalmente ya estoy cansado de familias disfuncionales en donde padres desastrosos consiguen redimirse gracias a sus actuaciones heroicas ante adversidades de diversa índole (una glaciación, un apocalipsis, pequeñas minucias), convirtiéndose en el orgullo de sus retoños y casi en salvadores de la humanidad.
Tras una celebrada (más por desmarcarse de su cine catastrófico que por otra cosa, seamos realistas) incursión en el cine histórico con Anonymous (2011), Emmerich vuelve a lo de siempre y que mejor se le da hacer, el enésimo vehículo de acción veraniego, cargado de efectos especiales y, como no, sus generosísimas dosis de destrucción masiva. En Hollywood es ya una tradición que cada temporada se produzcan duelos por hacer mejor taquilla entre películas de diferentes productoras que presenten parecidos argumentales más que razonables –Deep Impact/ Armageddon, Volcano/Un pueblo llamado Dante´s Peak– y este 2013 a Asalto al poder le ha tocado verse las caras con Objetivo: la Casa Blanca, a la que dobla en presupuesto. La diferencia estriba en que mientras la cinta de Antoine Fuqua, director de Training Day, supone un intenso regreso a aquellos imposibles thrillers de acción ochenteros sobre conspiraciones contra el pueblo norteamericano –con Amanecer rojo (1984) o Invasión USA (1985) como estandartes–, la obra de Emmerich no se toma a sí misma en serio en ningún momento, gracias a unas buenas dosis de humor (siempre presente en su cine, todo hay que decirlo) y unos protagonistas más gamberros.
Channing Tatum, uno de esos actores hieráticos que ganan en carisma con el paso de los años hasta convertirse en ubicuos de las carteleras (como Mark Wahlberg, por ejemplo) interpreta con cierta gracia a John Cale, un agente del servicio secreto que se encuentra, casualmente, de visita guiada por la Casa Blanca junto a su hija de once años. La niñita en cuestión no puede ser fan de Crepúsculo o los Jonas Brothers, sino que es una amante de la política y tiene como máximo ídolo al mismísimo presidente de los Estados Unidos. Cómo no, durante este entretenido paseo por la mansión presidencial, se desata un espectacular ataque por parte de un grupo paramilitar que tiene como objetivo acabar con la vida del líder de la nación y provocar la tercera Guerra Mundial con una amenaza nuclear contra Oriente Medio. Una oportunidad de oro para que papá Cale pueda demostrarle a su hijita lo valiente y patriota que es, poniendo a su presidente a salvo de los terroristas. Jamie Foxx, inusitadamente cómico en su rol, muestra –al igual que hiciera Harrison Ford en Air Force One (1997)– a un presidente especialmente activo en la acción, pese a que sus dotes para la lucha sean más bien limitadas. Tatum y Foxx forman una pareja de buddy movie considerablemente efectiva, con una apreciable química entre ambos y unas interpretaciones simpáticas. La sombra de La jungla de cristal (1988) es alargada, al igual que la de su inolvidable protagonista, el John McClane que interpretara en cinco ocasiones Bruce Willis.
Se repite, al igual que en aquella clásica película de John McTiernan, el esquema del típico héroe a la fuerza que “se encuentra en el lugar y momento equivocados”, solo que vez de tener un enorme rascacielos de lujo como escenario, la aventura se desarrolla entre las paredes de la Casa Blanca, con trepidantes persecuciones de coches por sus jardines, inminentes ataques de los helicópteros águilas negras o carreras por los túneles secretos por donde Kennedy introducía a Marilyn Monroe en el edificio (uno de los graciosos juegos sobre leyendas urbanas del guión). Incluso comparten Cale y McClane el gusto por las camisetas de tirantes para desenvolverse más cómodamente en las escenas de acción (y de paso, marcar músculos, cómo no). El guión de James Vanderbilt es el principal talón de Aquiles del filme, ya que presenta una absoluta falta de personalidad, incidiendo en situaciones y personajes mil veces vistos, no solo en el cine de acción, sino en cualquier título de la filmografía anterior de Emmerich. Momentos bochornosos (casi todos los que tienen a la resabiada hija de Cale como protagonista, convertida en heroína nacional por grabar con su móvil a los terroristas y colgar el vídeo en Youtube), el típico secundario cómico que no puede faltar –en esta ocasión representado en la figura del joven guía de la Casa Blanca– y unos efectos especiales que ya no sorprenden a nadie tras aquella sobredosis catastrofista que padecimos con la anterior 2012, son algunos de los ingredientes que, convenientemente mezclados, conforman la receta de Asalto al poder.
Se repite, al igual que en aquella clásica película de John McTiernan, el esquema del típico héroe a la fuerza que “se encuentra en el lugar y momento equivocados”, solo que vez de tener un enorme rascacielos de lujo como escenario, la aventura se desarrolla entre las paredes de la Casa Blanca, con trepidantes persecuciones de coches por sus jardines, inminentes ataques de los helicópteros águilas negras o carreras por los túneles secretos por donde Kennedy introducía a Marilyn Monroe en el edificio (uno de los graciosos juegos sobre leyendas urbanas del guión). Incluso comparten Cale y McClane el gusto por las camisetas de tirantes para desenvolverse más cómodamente en las escenas de acción (y de paso, marcar músculos, cómo no). El guión de James Vanderbilt es el principal talón de Aquiles del filme, ya que presenta una absoluta falta de personalidad, incidiendo en situaciones y personajes mil veces vistos, no solo en el cine de acción, sino en cualquier título de la filmografía anterior de Emmerich. Momentos bochornosos (casi todos los que tienen a la resabiada hija de Cale como protagonista, convertida en heroína nacional por grabar con su móvil a los terroristas y colgar el vídeo en Youtube), el típico secundario cómico que no puede faltar –en esta ocasión representado en la figura del joven guía de la Casa Blanca– y unos efectos especiales que ya no sorprenden a nadie tras aquella sobredosis catastrofista que padecimos con la anterior 2012, son algunos de los ingredientes que, convenientemente mezclados, conforman la receta de Asalto al poder.
En una temporada en la que los blockbusters veraniegos parecen haberse puesto las pilas ofreciendo títulos tan notables como Star Trek: en la oscuridad, Iron Man 3, Pacific Rim o, por qué no decirlo, El llanero solitario, la efectividad de Asalto al poder como pasatiempo se me antoja considerablemente insuficiente. Incluso el denostado Michael Bay nos ha ofrecido este año una de sus mejores películas con Dolor y dinero, explorando facetas satíricas hasta entonces inéditas en su filmografía, algo de lo que Roland Emmerich debería tomar nota y entender que el público ya está vacunado contra el impacto visual de sus explosiones digitales y espera que se le ofrezca emociones nuevas. Para colmo, pese a abundar en secuencias de acción muy bien elaboradas y en continuos golpes de buen humor –ese presidente en zapatillas deportivas tiene su miga–, la cinta acaba resintiéndose de su excesiva duración (131 minutos), por lo que a mitad de la función ya empezamos a mirar el reloj, algo que es lo peor que le puede suceder a una obra que busca descaradamente la diversión desacomplejada y carente de neuronas. Ni siquiera la presencia de dos grandes actores como James Woods y Richard Jenkins (por aquello de darle cierto toque de calidad al proyecto) o de una actriz tan solvente como Maggie Gyllenhaal –que sirve lo mismo para un roto que para un descosido– son capaces de elevar el interés más allá de los habituales fuegos de artificio y el buen hacer del tándem Tatum-Fox. Roland Emmerich hizo Stargate (1994) y El patriota (2000), por lo que aún se puede albergar esperanzas de que en el futuro pueda volver a sorprendernos positivamente con un entretenimiento de más enjundia que este. ★★★★★
José Antonio Martín.
crítico de cine.
Estados Unidos. 2013. Título original: White House Down. Director: Roland Emmerich. Guión: James Vanderbilt. Productora: Iron Horse Entertainment/ Mythology Entertainment. Presupuesto: 150.000.000 dólares. Fotografía: Anna Foerster. Música: Harald Kloser, Thomas Wanker. Montaje: Adam Wolfe. Intérpretes: Channing Tatum, Jamie Foxx, Maggie Gyllenhaal, James Woods, Richad Jenkins, Jason Clarke, Joey King, Nicolas Wright, Michael Murphy, Jake Weber, Lance Reddick, Jimmi Simpson.