LAS FAUCES DEL REY MIDAS
crítica de Parque Jurásico | Steven Spielberg, 1993Los grandes almacenes fueron testigos del mayor éxito que se recuerda alrededor —y por culpa— del cine. Las salas, también. Nadie había presagiado el vendaval; ni siquiera sus autores, con Steven Spielberg a la cabeza. Un director de películas que, tras veinticinco años de carrera, y siendo el representante más tardío y funcional del Nuevo Hollywood (aquella hornada de directores que comenzó a brillar de manera fulgurante y sin excepción a fines de los años 60, una época en la que títulos como Easy Rider, Grupo salvaje, La conversación o Los tres días del cóndor revelaron el peligro de separar morosamente las palabras clasicismo y modernidad. O sea, presente y futuro. El “ya” y el “ahora”, “dentro de nada”), aún no había saboreado el tónico de esa pompa inherente a ciertos sectores de la industria, cuyo epicentro se localizaba en Sunset Boulevard y se extendía en un radio de apenas dos o tres distritos, bajo el influjo de los flashes y la (re)percusión mediática propias del entorno. Ni rastro del Oscar que anhelaba Spielberg, en fin. La Academia nunca pecó de subsidiaria de los talentos creativamente promiscuos, entiendo como tal a los que alternan obras comerciales con otras más profundas, o funden ambas en un mismo cerebro, un mismo creador superdotado.
Con Hitchcock en la mirilla (el genio cockney nunca ganó el máximo premio), los fans de Spielberg se maliciaban que su ídolo había pasado a engrosar la paranoica e inexistente lista negra del ya por entonces cementerio de elefantes que era la Academia. Una gruesa capa de barniz, sin duda, pues si bien los tiempos habían cambiado —y con ellos la forma de escribir historias “realizables”, y las ambiciones del espectador potencial—, los monstruos mercadotécnicos del cine, esto es, las majors, siempre reclamaban su parte del pastel: Spielberg había batido récords de taquilla con la irrepetible Tiburón, y más tarde, entre 1981 y 1982, con las aventuras de ese arqueólogo que nos administraba la rabiosa y feliz ensoñación, siempre pendientes de los obstáculos que le surgían por el camino lleno de sorpresas letales y reliquias milenarias y tribus amazónicas y templos malditos y persecuciones dispuestas a perseguirnos, ay, de por vida. Y casi al tiempo, esta vez sin la mano impulsora de su colega George Lucas y su célebre emporio, Lucasfilm, dirigió esa tierna fantasía marca de la casa a través de la amistad entre un niño y un extraterrestre apodado sencilla y eficazmente con su acrónimo, E.T.
Lastrado por el algodón de azúcar que esgrimen no pocas de sus producciones, el de Cincinnati ha sabido rodearse de los mejores alquimistas del negocio, empezando por el maestro John Williams. Música e imágenes son aquí, y gracias al genial tándem creativo que forman Williams y Spielberg, indisolubles del concepto cinematográfico primitivo. El artefacto embriagador que hace del leitmotiv no ya un recurso poderosamente enfático, sino una máquina del tiempo que oscila entre la deslumbrante ficción del año X y el éxtasis mórbido de que se retroalimentan autores y público. Esa clase de energía que marca a fuego, sobre todo cuando eres un crío. Desde ese ángulo, la contribución de Spielberg ha sido ejemplar. Incluso en sus tropiezos raya a un nivel casi insólito hoy día, en un sistema que suele despreciar la emoción en beneficio de la pirotecnia menos perdurable. Mucho. Y muy poco, al parecer. En 1993, los comercios de medio mundo sobrevivieron a la excepcional marabunta de otra superproducción que sentaría precedentes en la Historia del Cine. Un fenómeno irrepetible, excesivo, brutal, simpático, embaucador, temible como las fauces del monstruo que escondía aquel relato del novelista, guionista y director —busquen esa joya de la ciencia-ficción titulada Almas de metal— Michael Crichton, quien tras esperar no al mejor postor, pero sí al más convincente en el terreno creativo, vendió los derechos de su Parque Jurásico a los estudios Universal.
¿La razón? Obvia. ¿La razón última? Como siempre, el responsable de llevar a puerto esa aventura devastadoramente terrenal y extemporánea, a partir de esa ingeniería genética que jamás (difícilmente) podrá vencer, ni tan siquiera enfrentar, las insondables leyes de la naturaleza. Todo ello con alegorías tecnológicas que en un principio se alejaban bastante del producto familiar en que se convertiría la película de Steven Spielberg, quien apenas unos meses más tarde del estreno de Parque Jurásico recogió por fin el Oscar a mejor director por La lista de Schindler. El Rey Midas de Hollywood siendo aceptado en el Olimpo, ocupando el sillón que le pertenecía desde hacía mucho tiempo. Pero ¿qué hay de esos dinosaurios, de esa pareja de científicos (Sam Neill y Laura Dern) que llega al zoológico previa invitación del viejo pero optimista John Hammond, junto a un matemático escéptico que se huele lo peor antes incluso de aterrizar en aquella isla del tesoro cuyas venas han sido sustituidas por cables que transmiten código binario y que cercan a los fríos e impredecibles velociraptores y a su homólogo XXL, el T-Rex; y a los frenéticos y ágiles gallimimus que huirán temerosos ante el temblor de las pisadas de ese mismo carnicero que busca nuevas víctimas, sediento de cualquier animal, ya sean niños —los nietos del barbudo hacedor; una adolescente rubia y un niño que en su doblaje al castellano tiene la voz excesivamente aflautada, tanto él como ella vestidos para la ocasión— o un informático obeso (Wayne Knight) que intenta robar el ADN de todos los ejemplares que habitan el aún en pruebas parque temático?
Cuesta desprenderse del plano, ahora en 3D, que enmarca a los protagonistas a punto de atravesar el majestuoso portón. Esa instantánea siempre permanecerá estrechamente unida al monstruo mercadotécnico de Parque Jurásico. El que cambió las reglas, y el que anunció la llegada del píxel útil, creíble. Hasta ese momento, la industria había fallado en sus pretensiones de conectar la ilusión óptica —efecto visual— con la realidad —efectos especiales—. Fue Spielberg, sobre la base del virtuoso Dennis Muren y su equipo en ILM (Industrial Light & Magic). Y el denostado blockbuster. El blockbuster de autor que se resiste a las fechas de caducidad que le imponen ciertos cenizos de la prensa especializada. Los escépticos que, como el personaje de Jeff Goldblum, están condenados a mirar mientras el resto disfruta luchando por su culo. Volviendo, veinte años después, a esa cola interminable que rodeaba el cine. A ese enaltecedor centro comercial atestado de merchandising, donde niños y no tan niños asistían a la magia del negocio. Cuando soñar era un pasatiempo viable, sin coartadas ni barreras económicas.
Juan José Ontiveros.
crítico de cine.
Estados Unidos, 1993|2013, Jurassic Park. Director: Steven Spielberg. Guión: David Koepp & Michael Crichton (Novela: Michael Crichton). Fotografía: Dean Cundey. Música: John Williams. Reparto: Sam Neill, Laura Dern, Jeff Goldblum, Richard Attenborough, Ariana Richards,Joseph Mazzello, Wayne Knight, Samuel L. Jackson, Bob Peck, Martin Ferrero, B.D. Wong, Miguel Sandoval, Gerald R. Molen.