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    Crítica | Pacific Rim

    Pacific Rim

    EL CHIP PRODIGIOSO ES MEXICANO

    crítica de Pacific Rim | Guillermo del Toro, 2013

    El chingón más insospechado del cine es desde hoy la prueba más irrefutable de que Hollywood sólo justifica su exuberancia cuando sirve de catalizador a la inventiva, a la personalidad de ciertos autores que funden magistralmente sus ideas con los imperativos comerciales que derivan del entramado industrial. Hay que vender el producto, y sin embargo, ese producto no siempre funciona a ojos del público objetivo: por muchos análisis que se hagan, cualquier película futuriblemente exitosa es susceptible al fracaso. Ni fórmulas, ni manuales. La única certeza es la obligación de cubrir lo invertido y, con suerte, alcanzar también el umbral de rentabilidad para que la franquicia se lleve a efectos durante no pocos años. Lejos quedan los tiempos en que un joven mexicano debutó con esa rara avis sobre el elixir de la juventud, un contundente artefacto gótico que ya dejaba entrever las señas del fanboy de Lovecraft y de Stoker, por mencionar a dos referentes inexcusables. Pese a sus fallos, Cronos respondía a la sed de ficción con parada en Sitges. Sin más. Lo cual no es poca cosa. A fin de cuentas, Guillermo del Toro había llegado para quedarse y hacer marca del espectáculo con parábola crítica. En 2001, tras su primer, breve y fallido escarceo con Hollywood por Mimic, dirigió su propio libreto a partir de una historia ambientada en los estertores de la Guerra Civil española, concretamente en un caserón demasiado decrépito incluso para la época en que sucede aquella matanza, con niños huérfanos o abandonados a las puertas de un muro que esconde una bomba que jamás explotó, o que explotará en cualquier instante, mientras el viejo leído y la viuda tullida republicanos ofrecen un techo a esa prole sin infancia, que a duras penas si sonríe, que se estremece al escuchar los susurros de la víctima que reclama su atención, de ese fantasma infantil cuyo cráneo despide sangre a borbotones, una especie de gas sanguinolento que levita como el espíritu mismo de Santi: una historia mínima en torno a la Historia.

    Acreditado Del Toro, ya sí, como cineasta que promete grandes invenciones, llegaría su adaptación de Hellboy, el cómic del subvalorado —y buen amigo del director— Mike Mignola. Y entre las dos entregas que dieron vida al demonio rojo, una obra excelente que sirvió de revulsivo a una forma casi olvidada en la cinematografía nacional: el cine de género. Alternando siempre la fábula con la tragedia más o menos realista, El laberinto del fauno plantea la útil (aunque desagradable, según Del Toro, por las complicaciones que experimentó durante su proceso) conexión iberoamericana y, sobre todo, ofrece un modelo visual y narrativo en el que la sencillez no está reñida con la eficiencia. De alguna forma, esta película pone de manifiesto la aptitud de un creador que ha sabido identificar —pero también supeditar con inteligencia— el gusto del público al suyo propio, generando así el identificable, no siempre original, universo que da pie a sus filmes. Había por ello serias dudas sobre la solidez de esa nueva producción aparentemente inflada, acerca de otra conflicto bélico —esta vez sin franquistas ni maquis— que nos remite al imaginario colectivo japonés, donde habitan monstruos como Godzilla, pero que en ningún momento se desmarca del espíritu superheroico que valoran en Norteamérica, cuyo imperial plató veraniego en la Costa Oeste suele ofrecer blockbusters más efectistas que perdurables. Al fin y al cabo ahí reside parte de la esencia que comprende la superproducción: atraer a millones de espectadores dispuestos a dejarse ir. No hay espacio para las divagaciones de carácter académico; importan los tiros, los golpes, la sensación de volar con el trasero en llamas, la apología del riesgo imposible y la imposibilidad de ser humilde cuando tienes que salvar el mundo. Que te entretengan sin necesidad de recurrir al insulto velado (“pagarás el precio de la entrada porque nuestro marketing es persuasivo”).

    Pacific Rim

    Pacific Rim lo tiene todo para ser la gran —por tamaño y por ambición— película de esta temporada estival. Es el tipo de propuesta que reúne a los cicateros del, ay, Séptimo Arte en una creencia estúpida: si el libreto no ahonda en lo divino y lo humano, en las dificultades de vivir a expensas del ultracapitalismo, no cumple su cometido. No queremos personajes planos, dicen. La fórmula, la fórmula, repiten. El guión de manual, repiten asimismo los que son incapaces de escribir semejante artefacto de opulencia y diversión, de fantasía sin concesiones, de humor incandescente, de presencias intimidantes como Idris Elba y otras que no lo son tanto, aunque sí meritorias —nótese la chulería del motero anárquico, Charlie Hunnam—. Si el director no fuera ese friki gordo y barbudo, oirán decir, no tardaríamos en crucificarle. Pero sucede que ese mismo hombre ha conseguido algo no ya insólito (que no lo es, al menos en términos de tratamiento narrativo), sino facturado minuciosamente para el santoral de las franquicias sci-fi. Ha hecho una película de Kaijus contra Jaegers, esto es, monstruos terroríficos contra robots gigantes pilotados por hombres y mujeres que trabajan en pareja, ya que el programa informático funciona a través de una conexión neuronal que reparte las funciones biomecánicas del titán en dos porciones: hemisferio derecho y hemisferio izquierdo. Unión de músculos, un brazo para cada marine y sendas armas que se repartirán según convenga. La escena pre-créditos anuncia casi dos horas de combates con sus respectivos interludios o discursos dramáticos que fondean en los protagonistas del filme: un soldado (Charlie Hunnam) que ha perdido a su hermano (también piloto de Jaegers) y pareja de “puente neuronal”; una aparentemente frágil japonesa que aspira a ingresar en el cuerpo de élite que trabaja aniquilando Kaijus; un carismático mariscal (Idris Elba) dispuesto a dar la talla sin estridencias, ni accesos de patriotismo fatuo; y secundarios de excepción como Ron Perlman, el inquietante y plastificado Burn Gorman y el ya omnipresente —cuando se trata del realizador y productor de Guadalajara— Santiago Segura.

    Erigido en su principal baza, el apartado técnico se nutre del genio que caracteriza a Guillermo del Toro: hay robots, pero no son Transformers; hay monstruos, pero no es Godzilla ni cualquier otra monster-movie que hayamos visto hasta la fecha. Pacific Rim crea un sello personal en su planificación de cámara: combina el movimiento y la angulación de forma cadente, y gracias a su cuidado montaje no te impide seguir la coreografía. Cada una de las luchas se disfruta, e incluso se admira como un monumento a la profusión del siempre extraordinario steampunk. Ya lo anunciaba el director en Cinemanía: “Si hubiera visto Pacific Rim de niño habría explotado en una bola de sangre, vísceras y mierda. Es lo que hice cada día en el plató”. Sensaciones muy gráficas que hallan el contrapunto en una secuencia brutal, donde el silencio irrumpe por fin en la pausa inmediatamente posterior a ese puñetazo que roza, y casi rompe, el acompasado vaivén de las típicas bolas pendulares sobre el escritorio del típico oficinista. ★★★★

    Juan José Ontiveros.
    crítico de cine.

    Estados Unidos, 2013. Director: Guillermo del Toro. Guión: Travis Beacham y Guillermo del Toro. Fotografía: Guillermo Navarro. Música: Ramin Djawadi. Reparto: Charlie Hunnam, Diego Klattenhoff, Idris Elba, Rinko Kikuchi, Charlie Day, Burn Gorman, Max Martini, Robert Kazinsky, Clifton Collins Jr., Ron Perlman, Brad William Henke, Larry Joe Campbell, Mana Ashida, Santiago Segura, Joe Pingue.

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