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    Crítica | Star Trek: En la oscuridad

    Star Trek: En la oscuridad

    VÍA SKYPE, CON MI YO DEL FUTURO

    crítica de Star Trek: En la oscuridad | Star Trek Into Darkness, J.J. Abrams, 2013

    A sus cuarenta y siete años, J.J. Abrams es uno de los grandes filones de la space opera con factura de blockbuster. Talento nervioso donde los haya, es también culpable de varios hitos de la ciencia-ficción moderna: Lost, la nostálgica y no poco radiante Super 8, y —sí, también— las entregas recientes de Star Trek, cuyo símbolo estira sus tentáculos más allá de lo netamente audiovisual, en un cruce caminos de fandom y toda clase de memorabilia friki. De algún modo, aquellos náufragos que viajaban hacia sus destinos, ya fueran indeseados o anhelados hasta cotas subyugantes, cubrieron una necesidad básica dentro de la oferta televisiva: una dosis de léxico duro —mecánica cuántica, la incertidumbre del universo paralelo a través del laberíntico paradigma de la matemática fractal— y otro chute de suspense abandonado a ese fenómeno fan que por vez primera desveló la auténtica magnitud de Internet. No sólo había que seguir puntualmente las transformaciones dramáticas de Jack Shepard y Kate Austen y Sawyer y Locke y el resto de pasajeros del vuelo 815 de Oceanic, sino que debíamos especular con su intrigante desarrollo, semana tras semana, y (des)aprender el lenguaje narrativo del flaskback y el —contraproducente, como veríamos más tarde— flashforward, esto es, un salto al futuro. Abrams unió fuerzas y talento con ese otro gafapasta llamado Damon Lindelof, cuyo sadismo y falta de personalidad a la hora de imponer un criterio se tornaría lastimoso seis temporadas después, cuando los dos genios de la narración optaron por un final a la altura de Los Serrano. Aquel monstruo de humo no fue ningún macguffin, sino un red herring (pista falsa) de manual: el prestidigitador te enseña algo muy atractivo, amenazante a la vez, y entretanto se dedica a ocultar sus trucos. Y el humo no es más que eso, humo, pero tampoco una cortina. No. Es humo que molesta, humo que intoxica la trama, humo que dices “déjame en paz, sin efectos de sonido de cadenas o T-Rex constipado”. Con todo, Lindelof se guardó un as en la manga, el número definitivo, quizá el mayor debate que ha dado la cartelera en los últimos años. La precuela de Alien, titulada Prometheus. De nuevo, tres cubiletes y una bola. Y un dedo corazón apuntando hacia arriba.

    Star Trek: En la oscuridad

    Rencor aparte, el cineasta neoyorquino se impone como gran zapador del cine comercial. Sabe entretener, mueve la cámara con inteligencia y edita frenéticamente sin resultar grosero. Hace apenas cuatro años, se atrevió con una de las vacas sagradas de la ciencia-ficción, tal vez la más longeva de todas, que lleva consigo un ejército de exegetas tan simpáticos como peligrosos: más te vale no jugar con fuego. Los sentimientos forjados bien en la infancia, bien en la adolescencia, son intocables. Y Abrams salió indemne; tan es así, que los estudios confiaron en él para dirigir la secuela. Tras el ya manido reboot, tocaba profundizar en este universo atravesado en curvatura. Y, aunque parezca un apunte extemporáneo, huelga decir que la caja tonta nunca había servido con tamaña dedicación a los intereses de una franquicia como en períodos recientes. Los protagonistas de The Big Bang Theory son acérrimos de Star Trek, se comunican en klingon (raza de humanoides cuyo referente físico es la hibridación del maestro de Kung Fu y Mike Tyson), e incluso se disfrazan reglamentariamente, como niños que anhelan tripular la nave Enterprise, junto a Spock y Kirk y decenas de personajes cuyos nombres escapan a mi frágil memoria. Repito: su contribución es incalculable. Han creado una cierta empatía que de otra manera hubiera resultado imposible. Y la continuación que se estrena cumple regularmente con las expectativas generadas. Da comienzo durante una misión de incógnito en la que Kirk y sus soldados intentan salvar de la extinción a una especie que ni siquiera ha inventado la escritura. A su vuelta, ya en casa —hogar, futurista hogar—, sufren el ataque de un proscrito que tiempo atrás fue encerrado en una cápsula de hibernación. Un superhombre enigmático, pero extremadamente belicoso, interpretado por Benedict Cumberbatch. El arquetipo de inglés con ese plus de elegancia y una dicción exquisita. Más conocido por su magistral labor en la serie —y volvemos a la televisión, por qué será— Sherlock, en la que se enfunda el abrigo largo del célebre detective y camina junto a su inseparable partenaire, el doctor John H. Watson (Martin Freeman), siempre a la caza de su huidizo antagonista Moriarty. A Cumberbatch le vimos recientemente en un pequeño papel en War Horse, o sea, a las órdenes del que pasa por ser el padrino de Abrams, Steven Spielberg. Cuando Cumberbatch aparecía frente al público, el nivel de la producción aumentaba varios grados, reafirmando la autoridad de un actor que —debido a su tez blanquecina y a sus facciones angulosas— supera la media, y la destroza sin esfuerzo. Aunque en él no intuyes las dotes de un camaleón: su hueco está en un perfil dramático específico, que se hace grande en la pausa, en el silencio, en el intercambio oratorio. Star Trek: En la oscuridad no es la película de Cumberbatch, aunque su personaje represente la amenaza del Holocausto, del magnicidio interestelar. Es la película de un portentoso robaescenas llamado Simon Pegg.

    Star Trek: En la oscuridad

    Porque el director se dedica a lo suyo, a facturar metódicamente un artilugio conciliador que mezcla aventuras, venganza, amistad, besos furtivos (ojo a la censura, Spock), muchos decibelios y poca emoción. Todo ello bajo una pátina de guiños, auto-homenajes, cameos, explosiones y la típica disfunción anacrónico-tecnológica que empaña los grandes relatos sci-fi. La fanfarria es insistente y la duración, excesiva. Aun así, el espectáculo funcionará en esas multisalas donde el cine se disfruta con perritos calientes y nachos con queso. Es el presente, y el futuro. La gente ya no va al cine a ver películas, sino a matar el hambre y el tedio existencial. Y la economía doméstica. No olviden el sentir más o menos colectivo de la crítica, un sentir repugnante pero lógico, acorde con el signo de los tiempos: “No está mal. Esperaba algo mucho peor”. Y es que, al final cabe preguntarse si es esta la clase de fábula operística que merecemos. No por forma o por discurso. Ni si quiera por estética. Tampoco por nostalgia del celuloide. Quizá porque nos obligan a ver lo de siempre, muchas décadas después, y con mucho adobo. En síntesis, no estamos para pistolas de láser a 150 millones la unidad. Si ellos exigen ocho o nueve euros por una entrada, al menos deberían tener la decencia de ofrecer algo nuevo, rabiosamente nuevo y apasionante. Necesitamos que el héroe sufra tanto o más que nosotros. Queremos saber qué hay detrás de la fachada. O, dicho de otra forma, tenemos la seguridad de que no es tan bueno como aparenta. ★★★★★

    Juan José Ontiveros.
    crítico de cine.

    Estados Unidos, 2013. Director: J.J. Abrams. Guión: Alex Kurtzman, Damon Lindelof, Roberto Orci. Fotografía: Dan Mindel. Música: Michael Giacchino. Reparto: Chris Pine, Zachary Quinto, Zoe Saldana, Benedict Cumberbatch, Karl Urban, Simon Pegg, Alice Eve, Bruce Greenwood, Peter Weller, Anton Yelchin, John Cho, Noel Clarke.

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