HISTORIAS DEL RON
Martes, treinta grados en la jungla de alquitrán. El primer calor auténtico, sin concesiones. Así llega otro verano que se presume tópico, más triste que nunca. Con indiferencia, ruido y manifestantes en torno al Kilómetro Cero, en Madrid. Una ciudad que respira y desprende cine, que asiste —suponemos que indefensa, estática como sus construcciones monumentales—al cierre de salas que eran símbolos de ese ritual soñado, popular y magnífico, consistente en ver películas a oscuras, asistiendo a un espectáculo gigantesco por dimensiones y poso sentimental. Todo apuntaba a que sería una gran noche. El cine se dispuso como excusa para hablar de sí mismo, a través de cuatro voces que también hablaron de películas, pero grupalmente. La voz colectiva de cuatro descreídos cargados de anécdotas. Sólo hubo que esperar a que se apagase la música de jazz y blues que amenizó con elegancia los prolegómenos de una cita bañada en licor dulce. Por enésima vez, el alcohol derribó esa barrera invisible que se alza entre la embocadura y las primeras filas de una platea tímidamente nerviosa. Alrededor de las nueve, cuatro amigos salieron al escenario del Teatro Calderón para comentar sus vivencias profesionales, cómo se conocieron, los porqués de sus orgullosas filias y la arbitrariedad (o no) de sus fobias. Eran cuatro tíos ajenos a los mecanismos del teatro, pero con un nexo en común: el cine. Y, sobre todo, la amistad insobornable que brinda el whisky de la sobremesa. Cenas que se prolongaban casi sin querer, compulsivamente, debido a su efecto balsámico tras horas y horas de proyecciones en salas llenas de críticos y cronistas que observan el producto como si éste escondiera la cura de una enfermedad cáustica o el antídoto de todos los males humanos. Apenas dos sillones y un sofá se disponían sobre el tablero, rodeando una acogedora mesita rectangular que aguantaba los cócteles de Enric González, Toni García, Carlos Boyero y Oti Rodríguez Marchante.
Historias que cuentan|
La coartada del cine
Al fondo, dos barmen con dinamita: litros y litros de alcohol y hielo y frutas más o menos exóticas. Y finalmente a un lado del escenario, Carlos Marañón, el maestro de ceremonias de este tercer encuentro dedicado al cine. Para entonces se oía gente cuchichear, voces maduras y el ruido incesante de una interferencia que desapareció al cabo de unos minutos. Y se hizo de noche. Oscuridad casi total. Los palcos como ojos expectantes. Mudo el gallinero, salpicado a duras penas por las ráfagas de luz que escupían los focos fresnel. Sólo quedaba escuchar. Y beber. Y comer para seguir bebiendo. O beber a secas (disculpen el sinsentido). En semejante actitud, la salida sólo era una opción para Enric González, el único infiltrado del grupo, cuyo paso por las páginas de Cultura de El País (desde hace pocos meses escribe en El Mundo) en calidad de reportero cinematográfico dejó una huella imborrable “Cuando falleció (Ángel) Fernández Santos me encargaron cubrir el festival de Venecia. Era una pésima noticia para un claustrofóbico. Me acredité como minusválido para salir de la sala a respirar”. Sorprendentemente Enric cubrió aquella cita durante cinco años, tiempo que le sirvió para aprender algo sobre cine y conocer grosso modo a esos tres “espíritus libres”, “impresentables” y “canallas” a pesar de un mundo, el de la prensa que nos acontece, demasiado impersonal. Así pues, la charla gozó de un leitmotiv que ya desde el principio arrancó las risas más sonoras. Enric aparentaba su estatus de outsider del grupo, según Carlos Marañón, y lo hacía sin complejos; claro, elegante, con el punto de ironía que rezuman sus artículos. Primer alto: Roma. Destino: norte de Italia. Concretamente: una fina y alargada lengua de tierra a la que llaman El Lido, cuyo Palacio de Congresos acoge anualmente el prestigioso Festival Internacional de Cine de Venecia, donde la tipología humana, aseguran, es bastante inusual. Las películas, también. Aunque hay de todo. “Las pelis de los festivales, en general, son muy artísticas. Pero yo no las entiendo”, reconoció Enric, para a continuación zanjar ácidamente: “Aclaro que soy un gran fan del cine iraní”. Esta cinematografía y su continente serían caldo de cultivo para los numerosos exabruptos de un sardónico Carlos Boyero: “Tiene derecho a existir, como todo en esta vida. Procura cierto sustento a una parte de la crítica que puede escribir ensayos de doscientas páginas sobre Apichatpong Weerasethakul (a leer enfáticamente como Wee-ra-se-tha-kul)”. Hasta ese momento, la vertiente cómica de Toni García había permanecido en segundo plano. Los que desconocían su nervio y su ojo para retratar los vericuetos de la profesión, salieron de allí como espectadores de un monólogo memorable. No hubo para tanto, pero salvó la velada. Se despachaban los vasos de ron y rumiaban palomitas algunos oyentes que, al tiempo que comentaban equis detalle (Huy lo que ha dicho), terminaban sus sándwiches. Se proyectaron, además, cuatro de las mejores escenas jamás rodadas, cada una de ellas elegida por uno de los invitados. Boyero escogió El buscavidas; Oti, la secuencia de apertura de Centauros del desierto; Enric, el final de El tercer hombre; Toni, varios de los minutos más cómicamente grotescos de Uno, dos, tres de Billy Wilder.
Periodista y autónomo, una combinación letal
Momento en que el periodista catalán aprovechó para compartir un justificado trauma cinéfilo, cuya ensoñación reúne violencia y humor a partes iguales. Un día, mientras charlaba de cine con otro compañero, éste le dijo que Billy Wilder “no era para tanto”. Que Godard era (es) mejor. Algo incomprensible, por supuesto. Y ahora, cada vez que Toni escucha el nombre del cineasta francés, no puede evitar el automatismo: “¡Billy Wilder!”. “Además, yo siempre he sido más de Truffaut. E incluso suelo fantasear con la idea de que Truffaut le pegó una hostia en la vida real a Godard”. A partir de ese momento todo se basó en un monólogo, una metralleta verbal que disparaba chascarrillos a modo de comedia no inscrita. “En Berlín, por la idiosincrasia de los alemanes, si falla algún pase o la copia llega tarde o hay más gente de la que debiera, aquello se hunde. Si fuera por ellos, cerrarían el festival. No pueden concebir que haya fallado de esa manera. ‘¿Por qué?’. ‘No puede ser’. Yo he visto a tíos a punto de llorar, tíos con la plaquita esa del Festival de Berlín. ‘Pero ¿cómo puede ser?’. Es un horror. En cambio, en Cannes te montan otro pase en nada. Y en Italia les parece hasta buena noticia. ‘Ah, coño, han venido un montón’. ¿Que hay espacio para quinientos y han venido mil? En cinco minutos tienes otro pase. ‘¡Pero si sólo hay sesenta sillas!’ ‘Pues vete al bar y cógeme cuarenta más’. Los italianos son admirables. Tú llegas al festival el día de la inauguración, al primer pase de las once, y hay un tío clavando la alfombra. ‘¡Pase por ahí, coño! ¿No ve que estoy clavando la alfombra?’. Y te da la impresión de que el último día de festival aún están haciendo obras. Es acojonante”.
Finalmente contó la Anécdota con mayúsculas. La de aquel junket que le tocó cubrir junto a un plumilla austríaco al que todos llaman veladamente Klaus, quien suele adoptar una actitud pasivo-agresiva para con sus entrevistados. Así, recién conocidos los rumores de un posible encuentro sexual entre Michael Jackson y el querubín de Solo en casa, llegó la promoción de la infame Party Monster. Toni y el indescifrable Klaus se presentaron y este primero le insinuó algo acerca de esos rumores. A ver cómo está la cosa, vino a decirle. Y, sin embargo, el periodista centroeuropeo no sabía nada de ningún rumor.
—Ya sabes… El lío.
—No, no sé.
—Sí, lo que se está diciendo… Él y Michael Jackson en Neverland.
—No, no sé.
—El lío.
—¿Qué lío?
Ante el bochorno, Toni decidió improvisar una especie de tijeras —chokin, chokin— con ambas manos, provocando que Klaus se quedara repentinamente pálido. Una vez dentro, los dos periodistas hallaron a Macaulay Culkin, gorra oscura por encima del cabello rubio, con la cabeza encapsulada entre sus brazos. Todo transcurría con normalidad, pero, a punto de concluir la entrevista, la responsable de prensa les instó a formular una última pregunta. Entonces Klaus, kamikaze sin parangón, le preguntó a Macaulay por esos rumores peliaguados. Y, por supuesto, el chico estalló como una bomba y le espetó directamente que quién le había contado esa mentira, que era un bulo, una invención. A lo que el austriaco no tardó en señalar —dedo acusador mediante— a Toni, que tampoco se demoró en negar semejante desfachatez (ejem). Pero su compañero insistía vilmente, a fin de cuentas escudándose en los hechos, en tanto que simulaba punto por punto esa sórdida y mágica tijera, Garfio sin rumbo pero en compañía del Niño Perdido, dejando a Toni sin más opción que levantar el tenderete (grabadora incluida) para salir de ahí pitando, con la jefa de prensa persiguiéndole a voz en grito por todo el hotel.
Coixet y un autobús en la isla
Los amigos son fieles, atentos, serviciales; ven y callan y otorgan. Deben ser los críticos más despiadados del mundo. No adulan, se beben tus penas. Con y sin ti. Los hay de muchos tipos, pero no como los tuyos. No te dan la razón, refutan tus teorías. Y las mejoran. A veces, incluso, no. Se ríen de ti y contigo. Porque saben que en tu interior habita un pequeño gran hijo de puta. Un torpe virtuoso. Un perdedor, un juerguista, un rebelde de sopa y fideos, un Montgomery Clift que encaja los ganchos como si fueran caricias de buenas noches, un Lee Marvin que fuma y fuma y fuma, un Bogart sin Bacall. El feo, el tonto y el malo. Siempre el bueno. Un amigo, muy a tu pesar. Un Boyero, un Oti, un Toni, un Enric. Qué se yo. Una peli de Coixet, que tiene muchos efectos especiales. O eso dice Toni García. Cuenta la leyenda que una noche Boyero se perdió en El Lido. Acababa de dictar su crónica desde el hotel y salía en busca de sus colegas, que cenaban ya en cualquier (es un decir) restaurante de la zona. Iba en autobús, aunque el dichoso trasto no paraba. Y, cómo no, decidió llamarles.
—Oye, estoy en un autobús y es imposible bajar. El autobús no va a ningún sitio.
—Carlos, tranquilo, alguna parada habrá.
—¡Que no, que esto da vueltas sin parar!
—Pero dile algo al conductor.
—Es que no me hace caso.
—Pásale el teléfono.
—No, no.
Sin duda, las películas que reflejan la vida tal cual son olvidables. Si quiero otra dosis de vida, me limito a vivir. Fácil, ¿verdad? Pero entonces, ¿qué sentido tiene esa vanguardia fílmica que se congratula del humo, del aburrimiento, de la Nada? ¿Existe acaso la vocación de crítico de cine? “Hay tantas películas en Venecia… Ves tantas historias diferentes, señaló Enric. Y piensas: ‘Va a pasar algo al final’. Y no pasa. Claro, sales a fumar y dices: ‘Seguro que me pierdo algo importante’. Vuelves a entrar y te dicen: ‘No, no, están todos igual. Y se acaba’.”
texto| Juan José Ontiveros.
imágenes| fotograma de El buscavidas (The Hustler, Robert Rossen, 1961); retrato de Carlos Boyero (publicada por JotDown, Autor: Palíndromo); e, imagen de Enric González en Jerusalén (JotDown).