crítica de Capitanes intrépidos | Captains Courageous, Victor Fleming, 1937
Todo héroe, es bien sabido, emprende con sus aventuras un viaje que supone un aprendizaje: comienza conociendo poco de la vida y del mundo por el que discurrirá su camino y llega a su final siendo más sabio. La experiencia lo ha hecho crecer y comprender tanto a quienes le rodean como, a veces más importante aún, a sí mismo. Es una senda iniciática o de iluminación que cuando el relato de aventuras olvida revierte en una sucesión mecánica de peripecias que igual hasta nos pueden entretener, pero difícilmente emocionar de una manera profunda. Este es el tipo de viaje que nos narra Rudyard Kipling en su novela Capitanes intrépidos (Captains Courageous, 1897): el de un niño rico y malcriado que cae al mar durante un viaje en barco y al ser recogido por unos rudos pescadores deberá compartir con ellos su quehacer diario. Esto le hará recapacitar y aprender en qué consiste de verdad el trabajo duro y el esfuerzo en común. Ese niño egoísta y algo tiránico se transformará en un ciudadano de bien. Y esta idea básica es la que pervivirá en el emocionante filme dirigido por Victor Fleming en 1937 Capitanes intrépidos (Captains Courageous). Un relato que en manos de los tres guionistas que lo adaptaron se convirtió en una de las películas más hermosas y conmovedoras del cine de aventuras. John Lee Mahin y Dale Van Every, acompañados por el sólido Marc Connelly, pusieron en pie un libreto en el cual la trama se centraba en el mar y en la vida de los pescadores, pero de manera especial en la camaradería que surge del trabajo duro, la nobleza que impregna cada acto de quien lucha con denuedo contra un enemigo tan imposible como es el mismo océano y la amistad inquebrantable que nace de compartir cada día con compañeros infatigables el sostenerle un pulso a la muerte.
Mahin había trabajado anteriormente con Fleming en su magnífica adaptación de La isla del tesoro (Treasure Island, 1934), donde ya pudimos ver una historia de amistad emocionante e intensa entre un niño y un hombre, una amistad que nunca deja de ser la de un hijo en busca de su padre, protagonizada por los grandes Wallace Beery en el papel de nuestro pirata favorito de todos los tiempos Long John Silver y Jackie Cooper en de Jim Hawkins, el niño que todos alguna vez hemos querido ser. Estos papeles tendrían en Capitanes intrépidos sus respectivos reflejos en el pescador portugués Manuel, interpretado por un inolvidable Spencer Tracy, y el niño Harvey, con las facciones de Freddie Bartholomew, el joven actor prodigio que llegó a competir en éxito con la misma Shirley Temple pero al que los años acabaron apartando de las pantallas. Sus rasgos angelicales no duraron, como en el cine, para siempre. Compartiendo protagonismo con ellos tenemos al impresionante Lionel Barrymore, el cual también interpretaba a Billy Bones en la adaptación de Stevenson, y que aquí será el rocoso capitán Disko Troop, un auténtico lobo de mar, como suele decirse, de libro. Y un puñado de secundarios de aquellos que eran capaces de llenar de vida cualquier escena y de verdad cada cuadro, destacando un John Carradine sensacional, un Mickey Rooney a dos pasos de convertirse en una gran estrella, el gran Charley Grapewin o un actor de primera fila como era Melvyn Douglas haciendo de padre multimillonario del díscolo Harvey. En una película en la que los sentimientos juegan una baza tan importante, es fundamental que sus actores sepan transmitirlas y nos lleguen al corazón. Fleming tuvo un buen puñado de los mejores.
Aunque algunas de sus películas gozan de un indudable prestigio, el director Victor Fleming no. Quizá sea por esa fama de desfacedor de entuertos que a muchos historiadores del cine no les resulta simpática. En el año 1939 firmó dos películas hoy consideradas grandes clásicos: El mago de Oz (The Wizard of Oz) y la excesiva pero genial pese a quien le pese Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind). Dos grandes monstruos que requirieron el trabajo de múltiples directores despedidos unos tras otros hasta que en ambos casos llegó Fleming. Leí en una ocasión una frase muy despectiva hacia él y que nunca logro olvidar: “Fleming, ese director al que en 1939 le hicieron todo el trabajo” (cito de memoria, pero en esencia era algo así o incluso peor). Qué curioso leer estas cosas cuando fue él quien precisamente las terminó. Que no estuvo solo, lo sabemos. Pero esta práctica no era extraña en Hollywood, donde el verdadero dueño de la película era su productora y esta ponía y quitaba a los directores a su antojo. Victor Fleming procedía de la época del mudo y durante el sonoro había destacado como un realizador eficiente y un gran director de estrellas: Clark Gable o Jean Harlow habían tomado forma en algunas de sus películas. De raíz clásica, Fleming es el ejemplo perfecto de esa raza de realizadores de estilo invisible, a los que quizá sea difícil encontrar rasgos diferenciadores, como si esto fuera algo imprescindible para valorarlos, pero cuyas obras funcionan como un reloj, perfectas para conseguir que la atención del espectador no se despegue de la pantalla ni un minuto. Solo al final de su carrera dio muestras de agotamiento con dos películas que ni yo mismo me veo con fuerzas de defender: las plúmbeas y monolíticas Aventura (Adventure, 1945) y Juana de Arco (Joan of Arc, 1948). Pero qué queréis: él ya había hecho lo suyo. Ahora le tocaba el turno a los demás.
En Capitanes intrépidos podemos encontrar a un gran Fleming. Y también una excelente obra de la Metro-Goldwyn-Mayer, el mejor ejemplo del tipo de películas que esta productora siempre persiguió realizar: el epítome del cine familiar. Su primera media hora supone una larga introducción en la que se nos muestra el devenir diario de Harvey, un presuntuoso y repelente niño acostumbrado a hacer su voluntad gracias al dinero y el poder de su padre. Escudándose en él, hace y deshace a su albedrío intentando domeñar a quienes le rodean. Sin embargo, su mal comportamiento y su mal proceder lo llevan a tener problemas con sus compañeros de colegio y los profesores, que admiran su inteligencia pero nunca su proceder. Al tiempo, somos conscientes de que Harvey está prácticamente abandonado a su voluntad, su padre está siempre trabajando y el colegio, cómo no, es un internado. Una víctima en realidad que busca por la fuerza lo que el amor le niega. Expulsado del colegio, su progenitor toma conciencia de su falta de responsabilidad y cuidado para con su hijo y se lo lleva de viaje. Espera así tomar contacto con él y ejercer, al fin, de padre. Un estúpido accidente dará con los huesos de Harvey en el mar y será recogido por un pescador portugués, Manuel, que saca a su “pescadito” aterido de las aguas. Dará inicio de esta forma una de las historias de aprendizaje y amistad más hermosas del cine, un espectáculo en el que la emoción y la aventura se dividen a partes iguales y que nos será imposible no ver con una sonrisa continua a la vez que nuestros ojos se llenan de lágrimas.
Aunque para muchos quizá resulte una historia ñoña, no deja de resultar sorprendente la rudeza de determinados y aislados momentos, necesarios para hacer creíble el ambiente rudo en el que se desenvuelven los marineros. De esta forma, cuando el joven Harvey es rescatado de las aguas y muestra lo peor de su carácter quejándose por todo, es enseguida llamado al orden por el capitán Disko, el cual no está para bromas ni tonterías. O trabaja y se gana el pan con respeto hacia sus compañeros o ya irá aprendiendo rápido a hacerlo. Harvey no obedece y se muestra más airado aún, y entonces, sin que podamos ni tan siquiera intuirlo, el capitán le suelta un guantazo que lo tira al suelo. Como quien aparta una mosca que lo molestara. Tirado en la cubierta con el labio sangrando Harvey mira alucinado a su alrededor empezando a comprender que sus amenazas y pataletas no servirán de nada. La única forma de ganarse el respeto de los demás es trabajando duro como ellos y acatando las normas de la tripulación. No sirven ni el dinero ni la posición social, tendrá que valerse por sí mismo en un ambiente que no es hostil ni agresivo hacia él, sino que tan solo es así porque es la forma de vida de esos pescadores que se enfrentan a la muerte cada vez que sus barcas son botadas al mar. Harvey se irá adaptando a este mundo tan ajeno al suyo gracias a ser tratado como uno más. Y también, claro está, porque en Manuel encontrará a esa figura paterna que nunca ha llegado a tener. Fleming alterna las escenas de exteriores de los barcos surcando las aguas con las rodadas en estudio con esa sobriedad tan propia del cine de los grandes estudios de la época. Ayudado por la excelente fotografía de otro viejo colaborador, Harold Rosson, y todo el equipo de lujo de la Metro, desde Cedric Gibbons a la dirección artística a la épica música, intimista también cuando la historia lo requiere, de Franz Waxman. Aprenderemos con Harvey por qué antes de tirar la basura por la borda conviene escupir al viento, cómo y por qué hay que tener extremo cuidado al manipular los anzuelos, que no se merece ganar una apuesta si se hace trampas, que si uno aprende a ser noble hasta con el más hosco de los marineros, Long Jack (Jack el Largo), este le responderá con la misma moneda, y sobre todo aprenderemos el valor de la amistad. Los rostros de Spencer Tracy y Freddie Bartholomew brillan con toda la emoción de un padre hacia su hijo en los momentos en que Manuel habla con Harvey, enseñándole, sin proponérselo, en qué consiste eso tan extraño que es la vida. Y nosotros escuchamos arrobados deseando a cada instante ser ese niño que vive la aventura más grande que de seguro le acontecerá jamás, deseando haber conocido también a ese hombre que encuentra en un niño rescatado del mar el hijo que nunca podrá tener.
José Luis Forte.
escritor.
USA, 1937. Título original: Captains Courageous. Director: Victor Fleming. Guion: John Lee Mahin, Marc Connelly y Dale Van Every, basado en la novela de Rudyard Kipling. Productora: Metro-Goldwyn-Mayer. Productor: Louis D. Lighton. Estreno: 11 de mayo de 1937. Fotografía: Harold Rosson. Música: Franz Waxman. Montaje: Elmo Veron. Dirección artistica: Cedric Gibbons. Ayudantes de dirección artística: A. Arnold Gillespie y Edwin B. Willis. Intérpretes: Freddie Bartholomew, Spencer Tracy, Lionel Barrymore, Melvyn Douglas, Charley Grapewin, Mickey Rooney, John Carradine, Oscar O’Shea, Leo G. Carroll, Billy Gilbert, Sam McDaniel, Donald Briggs, Bill Burrud.