EL GENIO SUBVERSIVO DE TODD MCEWEN
crítica de “Boston. Sonata para violín sin cuerdas”, de Todd McEwen | Automática EditorialMil novecientos... y perdí la cifra. El año que William Fisher vivió grotescamente. Época de infortunio, rabia intelectual y quietud impostada en Boston, Massachusetts. La ilustración de cubierta es un faro que ubica a un hombre perdido. Que nos ubica a nosotros y, al tiempo, se presta a cuestiones fundamentalmente prosaicas: ¿quién es ese señor de mirada inquisitiva? ¿Está loco? ¿Acaba de sobrevivir a un no sé qué muy grotesco, a la simulación del A-po-ca-lip-sis? Ya en la portada nos escanea con los ojos fuera de las órbitas y sucumbimos a su patética parafernalia pesimista, consistente en sospechar de todo aquello que le importuna porque sí y porque, bueno, así es la vida. Boston arde a sus pies, en una suerte de revolución purificadora o involuntaria o anti-clasista o todo a la vez. Se llama William Fisher, se ha golpeado la cabeza contra un bloque de hielo y a consecuencia del resbalón se le ha aparecido el espectro de Thoreau. Hasta entonces, sólo era un empleado del Instituto de Ciencias, un caballerete con ínfulas de músico frustrado, en posesión del violín más inútil —por su dueño, claro está— de la historia: Don Chirridos. No queda otra que seguirle sin ambages, ya que es sincero hasta el tuétano, abrasivo como una lengua muerta que se practica a arcadas fonológicas, oscuros golpes llenos de inquina hacia cualquier interlocutor que "pasaba por allí", tal vez con ánimo de conversar acaloradamente sobre temas peregrinos. Miles de interferencias solapándose en un papel amarillento bañado en el líquido intravenoso que cala ese vendaje alrededor de los pensamientos de William Fisher, cuya masa informe adquiere progresivamente la textura sanguinolenta del ideario suicida.
Mal que le pese, Fisher define punto por punto la catarsis del ciudadano medio posmodernista, quien, enfrentado a la superestructura institucional, se debate entre el nihilismo y la tragedia cáustica. Lo vemos a diario: cualquier optimista puede sobrevivir creyendo que vive una vida plena. Pero ese caviar imaginario resulta —obviamente— un volcán en erupción. Fisher mira y, contra pronóstico, logra Ver y descifrar la arquitectura de los oblicuos tiempos modernos en Boston, con hordas de universitarios pijos, ligues potenciales, vagabundos filósofos que a duras penas si conciben el futuro como un arma de destrucción masiva para el homeless, es decir, la chusma, la mugre, las sobras de una sociedad colapsada. Así (o a partir de ese nivel de amarga insatisfacción) nacieron miles de novelas consideradas no ya "clásicos imprescindibles" (léase con gravedad), sino historias "de culto" (léase con afectación) para otros tantos lectores que practican —y autorizan eufóricamente— el dogma del Creador en su atalaya. Por supuesto, dichas obras cuentan también con expeditivos detractores que no dudan en cargar las tintas contra el verbo de equis autor, o del relato mismo, ya sea éste un drama de época o una comedia en combustión inscrita al margen del mainstream editorial. Crece el número de lectores, y crece también la oferta, diversificada ya hasta cotas impensables. Porque en un mundo atomizado, el de los libros no podía ser menos. Queda encomendarse a ciertos artefactos de ficción que, data antigua o reciente, han logrado desviar los viejos prejuicios que pesaban sobre la novela: si el género es notoriamente elástico, nadie podrá etiquetar sus ambiciones. Al fin y al cabo, hay obras simple y llanamente refractarias al puñal del análisis académico. De hecho, nacen como burla a unos ciertos códigos que supeditaban la "libertad creativa" a la opulencia propia del género.
Tras leer el último renglón de Boston. Sonata para violín sin cuerdas, me quedo pensando largo rato en una frase que hace eco en mi mente. La pronuncia Bill Fisher durante su vigésimo sexto instante de lucidez, a muchos kilómetros de la sobrevalorada cordura, en mitad del caos existencialista que lo ha convertido en un Fausto con la cabeza palpitante y la ropa hecha jirones, que reflexiona sobre el sentido circular de una existencia consagrada al escapismo, pero sin escapatoria. "Huir de la huida, siendo todo una escapada", dice no sin inteligencia. Tanto da el estatus, apenas importan las decisiones en un sentido u otro, porque cuando decides no huir, en realidad estás huyendo. Dondequiera que estés, El Culo se pegará a ti. Y ello se percibe a lo largo y ancho de ese Boston alegremente semiderruido, en calles asépticas donde niñas bien y borrachos inflamables conviven pasivamente con la elegancia del noctámbulo sin brújula. Desconozco qué clase de material prende dentro de un escritor —en este caso Todd McEwen— para dibujar semejante metáfora del perdedor que torpedea el sueño americano. Finalizada ya la aventura de Fisher, McEwen explica cuánto hay, por mínimo que sea, de autobiográfico en el protagonista de Boston. Quizá surgiera de su imposibilidad para tocar el violín, que lo llevó hasta Escocia durante los años 80, y a escribir sin pausa el presente libro. Sea como fuere, McEwen hace gala de un feroz antiacademicismo que se torna fascinante. Mezcla síncopas lingüísticas con apócopes y otras travesuras fonéticas. Se ventila asimismo —y muy sórdidamente, por cierto— las reglas básicas de puntuación: opta por bebérselas como si fuesen pintas de Guinness. De cuando en cuando, eso sí, te deja respirar en medio de un corto capítulo que enlazará con otro precedido de algún regate léxico anglosajón —abortado in extremis por el traductor—. Estímulo tras estímulo, electricidad que circula sin interrupción hasta el córtex del lector indefenso. Un martillo neumático mientras describe, no sin onomatopeyas, un polvo inolvidable. O cuando Fisher dialoga con Frank de Oregón, un "filósofo errante" que —casi sin querer— enarbola un manifiesto anti-elitista. ¡A las trincheras se ha dicho! O algo así. Toda deconstrucción formal queda justificada por aquel golpe helador. Craneoencefálicamente letal. Como el grueso de esta novela sin corsé; el triunfo estético de un tipo que, basculando entre la sátira y la crudeza más surrealista, agota los estertores del Yo.
Juan José Ontiveros.
crítico de cine.
de Todd McEwen
Automática Editorial | 304 páginas.
ISBN| 978-84-15509-12-7.
formato| rústica con solapas.
traducción| Enrique Maldonado Roldán.
precio| 19.90 euros.
Boston, fruto de su experiencia en la ciudad que le da nombre, fue la primera novela de McEwen, publicada en 1983 con el título Fisher’s Hornpipe. La han seguido McX, Arithmetic y Who sleeps with Katz. McEwen es hoy uno de los grandes maestros de la sátira y el humor cáustico.