LA ERÓTICA DEL ABURRIMIENTO
crítica de Sleeping Beauty | Julia Leigh, 2011Los clásicos literarios estimulan –a diferencia de los credos– modernizadas y múltiples reinterpretaciones, y se engrandecen con ellas. El séptimo arte recrea una y otra vez los clásicos notables, desde los tiempos de Méliès. El cine, como arte recién surgida, se apoyó en otras formas de expresión, de cariz artístico, en la búsqueda de la conformación de una identidad propia apoyada en los códigos que ya le eran familiares al gran público. Le cogió el gustillo, y a ello sigue. Es evidente que existen riesgos en estas revisiones, pero releer a Dickens, a los Hermanos Grimm, a Julio Verne, Zola o Kafka es dar visos de contemporaneidad a referentes del pasado desde nuestro contexto histórico, entenderlo al socaire de otro prisma distinto del que fueron concebidos. Es una actualización del mito. Una visión o concepción personal. Una exégesis con voluntad renovadora que enriquece, normalmente, a la obra original y da lustre a la neófita. Se me vienen a la memoria Blancanieves (2012) de Pablo Berger, o la revisión del mito de Prometeo de Ridley Scott –Blade Runner (1982) –. Ejemplos reseñables de cómo hacer buen cine apoyándose en la literatura. Reescribiendo. Sleeping Beauty –ópera prima de la escritora australiana Julia Leigh– es una versión contemporánea del cuento de los Hermanos Grimm Dornröschen (La bella durmiente). Renueva el cuento con un inquietante retrato del mundo de la prostitución, a través de una joven universitaria que se sumerge en un meretricio de erótica marcadamente gerontológica. Su “vagina es un templo”, así que no sufrirá penetración alguna, pero será víctima de un somnífero que impedirá tener conocimiento de lo que hacen con su cuerpo.
Julia Leigh aprovecha la licencia de reescribir la ficción, no sólo para hacer lo que le da la gana, que también, sino para hacer una estupidez más vacía que un piso sin amueblar. Es obvio que el reclamo de “La bella durmiente” es sólo una disculpa absurda para atraer público y generar polémica. La fama que le precedía basada en su aire provocativo y marcadamente erótico, rápidamente se olvida en favor de una sensación de entumecimiento y desidia. Hasta el punto de entrar en fervientes deseos de probar la droga que le dan a la prostituta freelance que hace las veces de protagonista –Emily Browning– y hundirse en el más profundo de los sueños. Tediosa hasta la agonía. Aburrimiento supino. Todo por la distancia. Por la distancia emocional que existe entre lo que se nos cuenta y lo que vemos. A ello contribuye la escasez de primeros planos, sobre todo durante la primera mitad del metraje. Hay un aire estático y lejano que envuelven la historia de un halo de frialdad y sobriedad estética que refuerzan su condición de inaccesible. No hay cabida para la empatía; y menos con unos personajes poco logrados y ridículamente trabajados. Prueba de ello es la protagonista, de personalidad impenetrable, eso sí, muy receptiva a abrirse de piernas. Paradigma, ella, de unos personajes que se me antojan ajenos, por la escasa profundidad de los mismos así como por el uso abusivo de las elipsis, mal traídas y que dejan más de un asunto en el tintero. Se oculta demasiada información. Poco sabemos de los motivos de Lucy y la razón de su inusual comportamiento. Tan sólo algún apunte que insinúa sin llegar a ninguna parte. No sabemos por qué pide matrimonio a su amigo el adicto, ni al fulano que aparece al final de la película, no tenemos ni idea de si es el dinero lo que necesita, por qué quema billetes tras su primera experiencia como camarera de sicalíptico postín. La directora australiana elucubra una historia de vocación onírica. Pero se queda en mera pesadilla. En resumidas cuentas, un panfleto de lencería femenina con ínfulas reflexivas. Y lo cierto es que la cinta no soporta ni dos minutos de cavilación.
Entiendo que la directora quería, al ser su ópera prima, hacer una pieza que dejase poso. Pero no sé qué buscaba. No sé si pretendía hacer un tratado sobre el valor del cuerpo femenino en la sociedad actual, de ahí el rol que juega éste como moneda de cambio –Lucy trabaja como prostituta y se presta a ser conejillo de indias–; a lo mejor pretendía hacer una reflexión sobre los límites del ser humano, hasta dónde está dispuesto a llegar por satisfacer sus necesidades; quizás pretendía hacer un vademécum sobre erotismo friki y octogenario. Quién sabe. Es imposible calibrar las intenciones de Julia Leigh. Deja abiertos demasiados frentes para finalmente no cerrar ni el primero. Como ya dije anteriormente abusa de las elipsis, resulta reiterativa, confusa y su final se me antoja estrepitoso e impreciso a partes iguales. No todo es oscurantismo, algo tendrá esta película que haya supuesto el apadrinamiento de la directora Jane Campion –directora de El Piano (1993)– y su inclusión en la sección oficial a concurso de la edición del Festival de Cannes de 2011. El caso es que no consigo apreciarlo. Decía Garci recientemente en una entrevista que un buen crítico no es aquel que saca a relucir los defectos de la película de turno, sino el que le saca las virtudes que nadie ve. Una concepción un tanto bondadosa de esta actividad, y que me deja en muy mal lugar frente al que lea estas líneas. Pero no veo nada destacable, nada que no se le presuponga a cualquier filme hecho hoy en día con un mínimo de presupuesto y unas nociones básicas. ★★★★★
Andrés Tallón Castro.
crítico de cine.
Australia, 2011, Sleeping Beauty. Director: Julia Leigh. Guion: Julia Leigh. Productora: Screen Australia. Fotografía: Geoffrey Simpson.Música: Ben Frost Reparto: Emily Browning, Rachael Blake, Peter Carroll, Ewen Leslie, Michael Dorman, Mirrah Foulkes, Henry Nixon. Presentación: Cannes 2011.