crítica de La quinta estación | La cinquième saison, Peter Brosens y Jessica Woodworth, 2012
sección Talents | Festival Internacional de Cinema D'Autor de Barcelona 2013.
La primera secuencia de La quinta estación (La cinquième saison), tercer largometraje del tándem formado por Peter Brosens y Jessica Woodworth, hunden al espectador en el desconcierto. En plano general un hombre mira fijamente a un gallo que permanece, prácticamente inmóvil, encima de la mesa. Una estatua, podríamos pensar, de no ser por el humeante excremento que ha dejado sobre la mesa. El hombre habla con el gallo intentando hacer, de manera infructuosa y algo cómica, que este vuelve a cantar. El juego con el absurdo que se establece en estos primeros compases de la película revela no solo parte del negro discurso de la misma sino el paso adelantado de esta respecto al espectador. Y aunque este inicio quizás tenga algo de surrealista, lo cierto es que todo en La quinta estación acaba teniendo su conexión narrativa. Una justificación que, casi siempre, acaba resultando más incomprensible y absurda cuando aparece enmarcada y unida a su respectiva realidad fílmica. No es casual, sin embargo, que los responsables de la película abran su obra con una secuencia en que al mismo juego con el absurdo y al clima de extrañeza y tensión contenida enfatizadas por el plano fijo y la simetría del encuadre, parece querer condensar en un solo plano la esencia discursiva del filme en lo que respecta a una viciada y desapegada relación entre el ser humano y la naturaleza. Una temática de fondo, dicho sea de paso, que parece articular un lugar común en las dos películas que el tándem había facturado hasta ahora.
Desvergonzada en su interesante juego genérico y ambientada en tiempo presente, Brosens y Woodworth focalizan su mirada de tintes apocalípticos en una comunidad rural en algún lugar indeterminado de Bélgica. Los habitantes de una pequeño pueblo se preparan, como cada año, para despedir al invierno mediante una festividad en la que se recrea la condena física de este a morir en una gran pira. Sin embargo, cuando se dispone a prender fuego a una figura hecha de paja que parece representar a la estación ésta no prende y un gran ruido sacude el bosque. Desde ese día todo parece detenerse: la tierra no da frutos, los árboles caducifolios no brotan, las vacas dejan de dar leche y el ser humano empieza a sacar a la luz lo peor de sí mismo en un invierno eterno. Una casi primitiva historia de amor entre la hija de un matrimonio propietario de tierras y una explotación ganadera y el hijo de los propietarios del colmado local, un recién llegado vendedor de miel ambulante y su hijo postrado en una silla de ruedas o el mismo hombre desesperado que abría la película ante aquel gallo que había dejado de cantar, conforman el músculo de unas subtramas que mutan hacía oscuros horizontes en un contexto de no-tiempo aniquilador.
El fin del mundo visto desde la ruralidad a pequeña escala, la tortuosa relación entre la naturaleza y el ser humano o la venganza de esta ante las agresiones del hombre: la fisicidad y violencia con la que los aldeanos despiden el invierno, la absurdidad de las tradiciones de los mismos (el concurso de canto de gallos, supersticiones de dramáticas resoluciones…), la imperiosa necesidad de moldear y controlar algo que se escapa a cualquier tipo de sujeción, la muerte de un personaje al inundar la tierra con una cantidad ingente de nitratos ante la frustración de una tierra infértil o la propia actitud autodestructiva del ser humano hacia sí mismo (con el recrudecimiento del egoísmo y la codicia en tiempos difíciles) y el (creciente) odio hacia aquel ajeno a la comunidad, ejemplificado aquí en el alegre vendedor de miel que, junto a su hijo, se instala en el pueblo. Y las consecuencias que todos los acontecimientos tienen sobre la debilidad del hombre, convertido en animal, engullido por sus miedos y por la pérdida de la individualidad e identidad para convertirse en una masa furibunda e incontrolada que, referencias a The Wicker Man (Robin Hardy, 1973) aparte , suponen una incómoda reflexión sobre el hombre en épocas de extremas circunstancias (y que tienen en el contexto de crisis actual el mayor exponente).
Porque en esa visión de una naturaleza detenida y quejumbrosa hay algo del Béla Tarr de The Turin Horse (A Torinói Ló, 2011), del M. Night Shyamalan de El bosque (The Village, 2004) o El incidente (The Happening, 2008) e incluso del Michael Haneke de La cinta blanca (Das weisse band, 2009) como resonancias más inminentes. Y aunque no son ni mucho menos las únicas referencias que reverberan en el esqueleto fílmico de una película como La quinta estación, si son las suficientes para comprobar cómo las mismas parecen emerger sobre la superficie de manera demasiado evidente, abocando a la propuesta de Brosens y Woodworth a cierta impostura formal. Aspectos que no terminan de redondear una obra que, pese a esa molesta sensación de artificio, no deja de jugar hábilmente con los recursos de un lenguaje audiovisual lleno de simbolismo y una puesta en escena vertebrada a través del encuadre, el plano fijo y la progresiva austeridad de los espacios que, junto al tono frío, gris y terroso de la fotografía, arma un oscuro relato sobre la desintegración del individuo y el camino del ser humano hacia su propia autodestrucción bajo el inclemente veredicto de una naturaleza tan despiadada como vengativa. ★★★★★
Daniel Jiménez Pulido.
crítico de cine.
Bélgica, Holanda, Francia, 2012, La Cinquième Saison. Dirección: Peter Brosens, Jessica Woodworth. Guión: Peter Brosens, Jessica Woodworth. Productora: Bo Films / Entre Chien et Loup / Molenwiek Film BV / Unlimited. Presentación: Venezia 2012. Música: Michel Schöpping. Fotografía: Hans Bruch Jr. Intérpretes: Aurélia Poirier, Django Schrevens, Sam Louwyck, Gill Vancompernolle.