crítica de El cuervo | Le corbeau, Henri-Georges Clouzot, 1943
Aunque a principios de los años treinta Henri-Georges Clouzot rodó dos películas, durante toda esa década su trabajo en el mundo del cine se ciñó sobre todo a escribir guiones. Casi una veintena de títulos hasta que en 1942 rueda su tercera obra, El asesino vive en el 21 (L’assassin habite… au 21), ocho años después. Adaptando una novela de misterio del popular Stanislas-André Steeman, Clouzot inició una breve segunda parte en su carrera como director cinematográfico. Pese a que El asesino vive en el 21 era un excelente filme, fue en el siguiente donde llamó la atención de todos. El cuervo (Le corbeau, 1943) fue la segunda colaboración, junto a la anterior, que rodó para la productora Continental Films, una compañía auspiciada por el Ministro de Propaganda alemán Joseph Goebbels en la Francia ocupada por los nazis. Esto provocó que su cine se mirara siempre con cierta aprensión. El cuervo aplicaba una mirada dura y despiadada sobre la vida en un pueblecito francés, lo cual llevó a que Clouzot fuera criticado más duramente aún. No volvió a dirigir un largometraje hasta 1947, cuatro años después, volviendo de nuevo a ese autor de éxito reconocido y poco problemático políticamente al que ya había adaptado con anterioridad, S. A. Steeman, en la cinta En legítima defensa (Quai des Orfèvres). En 1949 escribió y dirigió una adaptación de la genial novela Manon Lescaut del Abate Prévost, Manon, con la que ganó el León de Oro del Festival de Venecia de ese año. Supondría su vuelta a lo grande al mundo de la dirección cinematográfica. No solo la extraña y magistral Manon devendría un éxito en su carrera, sino que trabajos posteriores como El salario del miedo (Le salaire de la peur, 1953) o Las diabólicas (Les diaboliques, 1955) son hoy admiradas y recordadas pese a que todavía hay cierta reticencia a considerarlo el soberbio director de cine que es, sin duda uno de los grandes. Pareciera que la sombra de El cuervo aun planeara sobre su figura, como si un hado fatal no le perdonara haber mostrado la verdad sangrante de lo más miserable del ser humano tal y como supo plasmar en esa película. Porque ya desde su inicio lo dejó bien claro: “Un pequeño pueblo, aquí o en otro lugar…” Su bofetada a la convención burguesa no tenía fronteras. El pueblo que Clouzot nos mostraba en El cuervo podía ser cualquier pueblo del mundo.
Y con una panorámica sobre este en apariencia idílico pueblo se inicia el metraje. Una calma y una tranquilidad propias de la vida campestre que termina con la cámara deteniéndose en la vista de un cementerio. Ya en él, un travelling nos va llevando bajo unos soportales en cuyo patio se alzan las cruces y las lápidas en el bochorno de la tarde. Dos movimientos que ayudan a transmitir esa sensación de paz sin necesidad de palabras. Aunque pareciera que la paz solo fuera posible entre el silencio de las tumbas. Y eso es lo que en apenas hora y media nos mostrará El cuervo: el hombre solo parece vivir en armonía con sus semejantes si está a dos metros bajo tierra. Este entorno paradisíaco comienza a verse infectado al circular duras y crueles cartas, firmadas por un anónimo personaje que se oculta bajo el sobrenombre de El Cuervo, que delatan los detalles más sórdidos y reprobables de sus habitantes. En principio parecen tener como objetivo al doctor Germain (un magnífico Pierre Fresnay), un recién llegado de carácter hosco y desabrido que es acusado de practicar abortos y de mantener relaciones con la esposa de su superior en el hospital, un hombre mayor casado con una bella joven. Este viejecito es el único personaje que es mostrado de manera amable, aunque ni su bondad ni su inteligencia servirán para mantenerlo alejado de las acusaciones terribles que las anónimas misivas reparten sin compasión. Cartas que vierten todo su veneno sobre una población que pronto ve en cada vecino y en cada amigo al posible autor de las mismas. La difamación se difunde como una plaga y la convivencia se torna imposible en ese ambiente cerrado y claustrofóbico en el que pasar inadvertido resulta una entelequia.
Una de las insultantes cartas provocará el suicidio de uno de los enfermos del hospital, y enseguida las miradas acusadoras se dirigirán a Marie Corbin (Héléna Manson), una de las enfermeras. Ya su mismo aspecto físico nos hace pensar en la agorera ave: su rostro afilado y de nariz ganchuda, su uniforme de capa y tocado negros, su carácter amargado y su odio y desprecio declarados por el doctor Germain la convierten en la sospechosa perfecta. Hasta su propio apellido parece delatarla. En el funeral del suicida acontecerá un hecho tan brutal como profundamente irónico en el cual Clouzot se muestra magistral a la hora de hacernos ver el efecto que sobre la población están provocando las cartas. Es una secuencia que se ve con el aliento entrecortado. Y será el detonante que llevará a que la desgraciada Marie Corbin sea linchada por un pueblo ciego y despiadado que se tomará la justicia por su mano. Magistral también la secuencia siguiente, una de las más impactantes y prodigiosas de la película, con una Marie Corbin huyendo por las solitarias calles del pueblo acosada por las voces de una muchedumbre invisible que la persigue hasta su casa, donde es apedreada y detenida por la policía. El uso de las voces en off gritando y acusando a Marie, la enfermera corriendo con su capa ondeando como las alas de un cuervo y su rostro angustiado por el horror y la injusticia, acorralada por perseguidores casi inhumanos, consiguen que sintamos piedad por ella aunque hasta ese momento nosotros también estaremos convencidos de que ella es la cruel autora de las cartas. Unos años antes el gran Fritz Lang nos había mostrado a una horda enloquecida de ciudadanos de bien linchando a un hombre en Furia (Fury, 1936). Clouzot resultará igual de efectivo al mostrar esa violencia sin nombre que se escuda en la multitud ocultando a nuestra vista a la turbamulta. Una secuencia angustiosa y perfecta tanto en su resolución como en su efecto demoledor para el espectador.
Todavía Clouzot nos reservará alguna sorpresa y algún momento en el que será el humor negro el tono elegido para mostrar el pavor de toda una población a que la verdad sea revelada. Así la tremenda secuencia en la iglesia, cuando todos están en la misa multitudinaria en la que se celebra el fin de El Cuervo, la detención de la pobre Marie Corbin. O ese enfrentamiento dialéctico entre Germain y el viejo Vorzet (Fresnay y Pierre Larquey, respectivamente, que brillan en sus actuaciones) en el cual la dualidad del alma humana es el trasfondo de la conversación, cómo el hombre, cada uno de nosotros, es capaz tanto de lo mejor como de lo peor. Vorzet golpea con cuidado la lámpara que pende del techo donde discurre la conversación y su luz ilumina y oculta sus rostros dando fuerza visual al fantástico texto de Clouzot y su coguionista Louis Chavance. En El cuervo todo es sorprendente y revelador. Aun habiéndola visto varias veces y desvelado el misterio de quién es el autor de las cartas, sigue creciendo a nuestros ojos porque en realidad habla de la humanidad entera, de todo lo bueno y lo malo que alberga en sus actos. Pocas veces en una película habré visto tal cantidad de personajes amargados, enfadados con la vida y de continuo mal humor haciendo el mal. Pero también cómo de qué forma hasta el peor y más desencantado de los humanos, el doctor Germain, es capaz de un rasgo de bondad y amor que lo redime y le lleva a ver que quizá la única solución a sus problemas no sea el aislamiento, el odio y la soledad, sino el saber entregarse y dejar que alguna vez sea el corazón el que guíe sus pasos. Quizás buscar la felicidad es su única posibilidad de redención en un mundo domeñado por la apariencia y la falsedad. Tal vez deba aceptar la sombra para aprender a vivir en la luz.
José Luis Forte.
escritor.
Francia, 1943. Título original: Le corbeau. Director: Henri-Georges Clouzot. Guion: Henri-Georges Clouzot y Louis Chavance, según un argumento de Louis Chavance. Productora: Continental Films. Estreno: 28 de septiembre de 1943. Fotografía: Nicolas Hayer. Música: Tony Aubin. Montaje: Marguerite Beaugé. Decorados: Andrej Andrejev y Hermann Wann. Intérpretes: Pierre Fresnay, Ginette Leclerc, Micheline Francey, Héléna Mauson, Jeanne Fusier-Gir, Sylvie, Liliane Maigné, Pierre Larquey, Antoine Balpêtré, Pierre Bertin.