LA HISTORIA DEL ‘NOVIO DE’
crítica de Behind the Candelabra | Steven Soderbergh, 2013Cannes 2013 | Sección Oficial.
Si la retirada de Steven Soderbergh es real, entonces el director puede presumir de haber cerrado su filmografía circularmente. En 1989 estrenó su ópera prima, Sexo, mentiras y cintas de vídeos (Sex, lies and videotapes) en el Festival de Cannes, ganando la Palma de Oro. Y hace apenas una semana estrenaba esta Behind the candelabra en la Sección Oficial de Cannes 2013. Afinando la vista, ambas películas comparten alma: dos personas en una habitación que hablan de sexo, y así, de todo. Tras la más bien fría recepción de la notable Efectos secundarios (Side effects, 2013), Steven Soderbergh cierra su carrera con éxito de crítica y público -2,4 millones de espectadores vieron el estreno de Behind the candelabra en HBO, muy buenos números para la televisión por cable- al narrar la historia de Scott Thorson y su tormentosa relación con el controvertido icono americano Liberace. Durante varios años, ambos ejercerán de padre/hijo, amantes, cuidador/enfermo... mientras prueban los límites de su amor. No estamos ante una biografía de Liberace ni un análisis sobre la repercusión social del pianista o de la homosexualidad en la época. Con Scott se abre y se cierra la película, y esos dos primeros planos de Matt Damon cuentan perfectamente su evolución.
Un servidor estaba preocupado de cómo podía enfocarlo todo Soderbergh, ya que se intuía como una historia de pasiones a flor de piel para un director de mirada fría, cuyo gran talento es aplicar un examen clínico a las realidades que refleja. Nunca una escena bélica lució tan cerebral como los estupendos enfrentamientos del díptico Che (2008), la primera parte de Efectos secundarios ofrecía un diagnóstico neutro de la facilidad con la que nos automedicamos en este siglo; y parecía que se posicionaba a favor del virus al eliminar casi todo el calor humano de las historias que componían la prodigiosa Contagio (Contagion, 2011). El montaje y fotografía de sus cintas -que el propio Soderbergh realiza bajo los preciosos seudónimos de Peter Andrews y Mary Ann Bernard, nombres de sus padres- añaden además la sensación de eficacia y rapidez. Pero Soderbergh también ha demostrado una innata capacidad de adaptación, y aún incidiendo en algunas de estas constantes (las operaciones de cirujía estética están rodadas con crudo hiperrealismo, siguiendo la estela de la serie Nip/Tuck (2003-2010), en Behind the candelabra todo está sintonizado para transmitir las emociones de la historia. La fotografía es nebulosa y cálida, resultado de la inmersión en los recuerdos de un veinteañero en plena felicidad.
Desde las primeras imágenes, todo colores brillantes y música, hasta unos bellos créditos finales, con su toque kitsch acompasando a los principales implicados, amén de una ambientación primorosa -marca de la casa en las TV-Movies de HBO-, la película entra de lleno en el mundo de Liberace. Ayuda mucho la música del fallecido Marvin Hamlisch, que adapta algunas melodías de Liberace y puntúa el metraje con sus bellas notas para transiciones y montajes musicales. Es una verdadera lástima que Soderbergh y Hamlisch no empezaran a trabajar juntos antes, porque su magnífica partitura para la extraordinaria ¡El soplón! (The informant!, 2009) y el gran trabajo que aquí hace auguraban grandiosas colaboraciones. El espectador es ese Scott que queda maravillado por la abrumadora personalidad del pianista. Por su espectáculo en Las Vegas, sus evidentes amaneramientos y su casa, oda al arte hortera. La apuesta de Soderbergh es plena identificación con los sentimientos del protagonista, no verlo desde la distancia. La ocasión no requiere eso. Sus habituales planos secuencia recogen esta vez la creciente familiaridad de los amantes.
Es necesario aclarar de nuevo que estamos ante la historia de Scott. El guión de Richard LaGravenese están basado en el libro de Thorson y el escritor Alex Thorleifson sobre los seis años que estuvieron juntos. Y es necesario para sortear las críticas de simplista y unidireccional de la TV-Movie. El interés de Soderbergh y LaGravenese es contar la historia de amor entre estos dos hombres desde la perspectiva de uno de ellos, así que los elementos externos a su relación son presentados cuando ese uno está en pantalla. Por eso no es un retrato total de Liberace; por eso no volvemos a ver al pianista Billy Leatherwood una vez sale de la burbuja Lee/Scott; por eso Seymour Heller (estupendo Dan Aykroyd), el agente de Liberace, no es tanto un personaje como una presencia siempre molesta; por eso la importante figura de la madre de Liberace tiene tan escasa presencia; por eso el encuentro nocturno entre Lee y el joven bailarín es más una ilusión de Scott -Liberace repite toda la rutina con la que sedujo a Thorson- al oír la historia por boca de otra persona y por eso las únicas ocasiones en que vemos a Scott tras el “divorcio” son momentos donde Liberace está más o menos presente. Y así con cada personaje que entra y sale de escena sin dar explicaciones, con cada trama ya empezada, todo se justifica porque estamos viendo la versión de Scott. Un anecdotario de esos años. No es una debilidad de base, sino la apuesta de Behind the candelabra. Además, evidentemente, de una eficaz forma de no pasarse en el metraje.
Desde su primera aparición en pantalla, pasados unos cuantos minutos y sin hacer alusión directa a lo que viene, Michael Douglas es Liberace. Su impresionante interpretación -merecedora de unos más que probables Emmy, Globo de Oro y Premio de la Unión de Actores 2013/2014- combina no sólo una composición de altura -gestualidad, la voz, la mirada, el saber llevar los aparatosos trajes del pianista- sino un trabajo de gran calado emocional. Douglas hace palpable al Lee más íntimo, el loco de amor y aterrado por la soledad, así como al Liberace que conquistaba a las masas con su atrevimiento y su descaro. Las escenas donde toca en Las Vegas son una delicia, montadas con maestría y ritmo para meternos en el espectáculo. La entrega del actor es absoluta, la única manera de zambullirse en tan complicada tarea. Le da la réplica un Matt Damon soberbio, que a sus 42 años es capaz de sacar adelante los 17 que Scott tenía cuando su aventura comenzó. Nunca se puede adivinar si la química va a hacer aparición entre dos intérpretes, pero Damon y Douglas la tienen porque convencen en su amor. Damon ofrece un amplio abanico de registros para representar los muchos estados anímicos, y físicos, que Scott experimenta en la relación -a destacar las quejas de un colocadísimo Scott que Soderbergh rueda sin apartar la cámara de la cara de Damon-. La historia de amor es clásica, con su felicidad inicial, pasión -Soderbergh no es especialmente generoso con las escenas de sexo, pero tampoco un puritano-, felicidad continuada, hastío y destrucción. Lo interesante aquí son sus ramificaciones más ambiguas, porque un huérfano se encuentra con un hombre loco por ser padre, llegando a cambiarle físicamente. Por ese camino llega la tragedia cuando Scott se hace adicto a las pastillas que el doctor Jack Startz (Rob Lowe balanceándose entre el ridículo y lo plausible), cirujano de Liberace, le prescribe para perder peso. Ambos son responsables de lo que envenena su amor. Un grandioso trabajo de ambos actores.
Con su política de grandes angulares y sus cuidadas composiciones de encuadre, Soderbergh recrea una intimidad creíble entre la pareja, con remansos de paz en las charlas en la cama o en el jacuzzi. En esas tiernas escenas, los amantes desnudan su alma a través de confesiones que configuran para nosotros sus personalidades. Las cosas se tuercen cuando la adicción de Scott y las andanzas de Lee en busca de un sustituto crean una situación insostenible. Las discusiones se ruedan casi siempre sin cortes, alternando cámara de uno en otro, contribuyendo a la acumulación de tensión. Resulta destacable como el director y el guionista hacen un juego de espejos entre la actitud de Billy Leatherwood cuando Scott entra en la vida de Liberace y la de Scott cuando el joven bailarín hace lo mismo: la misma cena silenciosa pero cargada de significativos gestos en el camerino; el mismo paseo histérico y ruidoso por la casa para hacer notar su presencia. Indirecta forma de establecer que a Scott le queda más bien poco en el mundo Liberace. En el tramo final, la relación ha terminado y Scott sobrevive como puede, ya desintoxicado. Recibe una llamada de Lee, enfermo de SIDA, que le pide un último careo antes de morir. La escena es sobrecogedora por el gran trabajo de Douglas, de LaGravenese y del equipo de maquillaje que crean una apariencia espectral para Liberace. Y pasa a conmovedora cuando ambos se confiesan lo mucho que se amaron y lo especial que fueron el uno para el otro. Tras esto, Soderbergh alza la vista por primera vez para dar testimonio de la obsesión por probar la causa de la muerte de la estrella, un pequeño comentario social sobre la época. La única licencia artística permitida durante el metraje es una ensoñación de Scott en un momento clave. De repente una ocasión solemne se torna en un hermoso número musical, con Liberace volando grácilmente por el escenario y cantando con amor sólo para Scott. Un momento muy romántico y una inmejorable manera de cerrar la historia y, puede, la filmografía de Steven Soderbergh. ★★★★★
Adrián González Viña.
crítico de cine & series de televisión.
TV-Movie | EE.UU., 2013. Director: Steven Soderbergh. Guión: Richard LaGravenese, basado en el libro de Scott Thorson & Alex Thorleifson. Reparto: Michael Douglas, Matt Damon, Dan Aykroyd, Scott Bakula, Tom Papa, Rob Lowe, Debbie Reynolds, Boyd Holbrook, Cheyenne Jackson. Productora: HBO Films / Jerry Weintraub Productions. Fotografía: Steven Soderbergh, como Peter Andrews. Música: Arreglos de Marvin Hamlisch.