MISERIA EN LA TIERRA DE LA ABUNDANCIA
crítica de The House I Live In | Eugene Jarecki, 2012sección Atlas | Atlántida Film Fest
Conviene recordar que las drogas no siempre estuvieron anatemizadas. El ser humano ha recurrido a ellas desde tiempos remotos, sin restricciones y con mucho, mucho vicio. Pocos eran, sin embargo, los que se atrevían a hablar de colocones o experimentación o episodios recreativos o necesarios viajes a lomos de cualquier bestia psicotrópica. De los implacables efectos secundarios que desgastaban el físico y la conducta del consumidor más o menos habitual. El negocio sólo existía en la mente de algún visionario, casi nadie adulteraba esa enigmática composición y cada palo, ya saben, aguantaba su vela. A finales del siglo XIX, numerosas farmacéuticas —con intereses encauzados hacia las altas instituciones— publicitaban la heroína como si fuera jarabe para la tos. En la Costa Oeste de Estados Unidos, las drogas se convirtieron en coartada de alcaldes, empresarios y obreros que, ante el carácter emprendedor de ciertos asiáticos, veían peligrar su fortaleza económica: aquella migración —principalmente china— trajo consigo el opio, el humo del sueño y, en fin, la anestesia momentánea de todo músculo. Filas y filas de camas en un fumadero; pipas humeantes cuyo sortilegio te arropaba en un sedoso abrazo. El opio no era necesariamente mortal; los chinos, sí. Las cuestiones raciales incomodan; las concernientes a la salud, no. A partir de entonces, los chinos que se ofrecían por un sueldo irrisorio, obreros infatigables para cualquier tarea, serían acusados de conspiradores, de basura perniciosa y, por tanto, de enemigos de la patria. Más tarde ocurriría igual con los afroamericanos, cuyo color de piel y portentoso físico y prestaciones laborales eran una amenaza a erradicar: llegaron —supuestamente— con ese polvo blanco llamado cocaína, o sea la futurible inspiración de los ricos. Y la historia, una vez más, se volvió a repetir: la mayoría acabó hacinada en guetos, en zonas demasiado marginales, perseguida a perpetuidad por leyes caprichosas que se aprobaron (¡y se aprobaban hasta hace muy poco!) en el Congreso, a la espera de la rúbrica en el Despacho Oval. De repente, los mexicanos eran la tentación de la marihuana, y también debían formar parte de esa no poco extensa lista de “sospechosos por si acaso”.
Cuando el liderazgo sucumbe al populismo, cuando la razón es un intermitente ideológico, cuando la vacuna pierde los efectos que nunca poseyó, el cuadro adquiere síntomas muy preocupantes, pero sobre todo dramáticos. En The House I Live In, el director Eugene Jarecki dispone de interesantes argumentos: voces tan autorizadas como David Simon, quien durante su época como periodista se pateó los suburbios de Baltimore, para más tarde crear la excelente The Wire, intentan describir (y analizar desde múltiples ángulos de la sociopolítica) la “Guerra contra las Drogas” en Estados Unidos. Por supuesto, el documental se consagra a una figura de marcado acento familiar, madre de un hijo que cayó preso de las drogas y finalmente murió a causa del sida. Sucede, además, que esa mujer fue la niñera del realizador, la asistenta que le vio crecer mientras sus propios hijos crecían a cientos de kilómetros de aquella casa. Digamos que su aparición constituye una especie de justicia —nada poética, por cierto— a la memoria, a la denuncia social que no termina de emerger. Aunque los datos abruman: “Desde 1971, la ‘Guerra contra las Drogas’ (en inglés War on Drugs) ha costado más de un billón de dólares, dejando más de 45 millones de arrestos. Durante este período, el uso ilegal de drogas ha crecido exponencialmente”. Nixon acuñó el término y lo llevó a la práctica en sus años de presidente. Sus continuadores, sea cuales fueren sus ideas o filias partidistas, hicieron lo propio: había que destruir el Mal o, mejor dicho, encarcelarlo. De tal modo que, hoy día, aun siendo el autor único de un delito no violento (quizá te han pillado con una o dos onzas de metanfetamina; o en su defecto, si eres de los veteranos en chirona, con algo de crack en el bolsillo del pantalón), la condena es en muchos casos igual o parecida a la de un homicidio. Jarecki hilvana con ritmo, de manera gráfica y con testimonios de diverso grado, unas imágenes cargadas de emoción, que te obligan a escuchar medio atónito, medio asqueado, la tragedia de esos camellos que no conocen otra vida, cuyos referentes eran a su vez otros traficantes en los que proyectaban el espíritu de un Robin Hood con gorra y deportivas de rapero.
Entremezclando pareces con Historia, surgen las tranquilas (y razonables) perlas de David Simon: “Si te fijas en todo el dinero que se ha gastado en luchar contra las drogas, en cárceles y agentes de libertad condicional, en jueces y agentes de narcóticos, en restringir a la gente, en todo aquello que ha crecido debido a la ‘Guerra contra las Drogas’, nos hace sentir bien, pues estamos siendo duros contra la delincuencia. Pero, ¿con qué fin? Somos el país que más encarcela en todo el mundo (2,3 millones de prisioneros). Incluso más que Arabia Saudí, China o Rusia. Nadie encarcela a su gente a la velocidad que lo hacemos nosotros. Y sin embargo, las drogas son más puras que antes y están más al alcance, cada vez son más jóvenes los chicos dispuestos a venderlas. Una cosa sería si ésta fuera una medida draconiana y funcionase. Pero es draconiano y no funciona, sólo agrava el problema”. Al rato observas a un juez de Iowa contrario a las represivas leyes antidroga, escuchas a un profesor universitario (negro y con rastas, tal vez un dato capital para entender sus orígenes) que habla de prevención y no de castigo, de cárceles que formen y no recluyan hasta la muerte a unas víctimas del Sistema. Desde el comienzo, The House I Live In revela cierta fascinación por la esperanza de cambio y, más aún, sitúa implacablemente esa esperanza en su espectador. Quizá así, la próxima vez que hojeemos (no digo leer, que tampoco estaría mal) un libro de historia norteamericana y decidamos parar en el capítulo de la esclavitud y los derechos civiles, en lugar de recurrir a mitos como Abraham Lincoln o Martin Luther King, nos acordemos de Rosa Parks. ¿Que mezclo temas? Para nada. En política, los pobres tienen que mantener el statu quo. En el narcotráfico, también. ★★★★★
Juan José Ontiveros.
crítico de cine.
Estados Unidos, 2012. Guión y dirección: Eugene Jarecki. Fotografía: Sam Cullman, Derek Hallquist. Música: Robert Miller.