EL DESEO MÁS PERVERSO
crítica de El ejercicio del poder | L’exercice de l’État, Pierre Schöller, 2011“El poder es el afrodisíaco más fuerte”.
Friedrich Nietzsche.
Unos seres enmascarados, con caretas negras y puntiagudas, van y vienen en el decorado de un piso vacío. Suenan unos acordes agudos, inquietantes. Poco a poco van amueblando el lugar, dirigiendo nuestra atención hacia un pulcro bureau, que estos sirvientes anónimos atrezzan en pocos jump cuts. Una vez dispuesta la mesa, hace su entrada una mujer completamente desnuda, escoltada por los que han decidido organizarse este carnaval privado, mientras la música sigue, ominosa... No, no son minutos inéditos del contenido extra de un DVD de Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999), aunque ello ya de por sí sería una bendición para cinéfilos y no cinéfilos. Los tiros no van exactamente por ahí, porque a continuación la mujer se pone de rodillas y se encara con un cocodrilo, que también ha hecho repentino acto de presencia en el amplio bureau. Entonces el animal abre la boca y la elegante dama se introduce tranquilamente en su interior. Desafortunadamente no sabremos nunca cómo se resuelve este trance, porque la cámara corta al dormitorio ensombrecido de una pareja durmiendo apaciblemente, y queda confirmado, por si había algún despistado, que se trata de un sueño. Un sueño que, ahora sí, parece directamente extraído de los minutos adicionales de una copia de El fantasma de la libertad (Luis Buñuel, 1974), o realmente de cualquier otra película dirigida por el maestro aragonés.
No estamos por tanto ante una disección fría y cerebral de la trastienda política francesa (por no decir mundial), sino más bien ante su crítica irónica e intransigente, que resalta como pocas lo han hecho la hipocresía y la agitación que se respiran en ese ambiente. El hombre que disfrutaba de ese sueño tan exótico resulta ser el ministro de transportes, despertado por una llamada de su gabinete. Le comunican el accidente mortal de un autobús, que ha perdido el control en unos montes boscosos y nevados, un panorama hostil al que deben acudir sin demora el plenipotenciario y sus ayudantes más cercanos. Al rato comprobamos que nuestro protagonista sabe lidiar con las situaciones más embarazosas, que tiene una gran fortaleza, tanto mental como física, sin contar con el don de la elocuencia, pero que también tiene sus momentos de debilidad que, en el fondo, lo humanizan. Después el guion se hace más enrevesado, girando en torno a la privatización de las estaciones de tren que los demás miembros del gobierno quieren llevar a cabo; a la paternidad del chófer del ministro, sustituido temporalmente por un parco desempleado; y a la relación progresivamente tensa entre aquel y sus colaboradores, en especial con su mano derecha. Pero no se nos han olvidado las imágenes iniciales de ese sueño, ni del autobús volcado, y sus víctimas infantiles tendidas, en la tierra blanquecina.
Por eso intuimos que la película volverá a ellas de alguna forma, y efectivamente ocurre. El ministro vuelve a tener espasmos oníricos similares en un último acto en el que también asistimos a otro accidente de carretera, algo previsible pero no por ello menos oportuno. Oportuno porque estructura esa parte de la narrativa con una inteligente simetría, que permite englobar el lado más humano y vulnerable de nuestro protagonista. Pero queda su lado más cruel, más insensible, que aparece confirmado por un desenlace que se prorroga insospechadamente, rompiendo la previsibilidad de ese segundo siniestro y cerrando los demás conflictos, sin romper en ningún momento la coherencia de la trama. En otras palabras, todos los personajes de esta historia, no solo el principal, tienen complejas motivaciones que quedan retratadas a la vez con sutileza y claridad, sin machacarlas en ningún momento pero dejando a cada uno en su sitio antes del final. En ese sentido el mensaje de la película no es excesivamente novedoso, pues plasma una visión negativa desgraciadamente cada vez más extendida de la política. Lejos quedan la virtud y la integridad que en su origen definieron esta profesión, aunque tampoco sería justo centrarse en su dimensión maquiavélica, ignorando los resquicios de moralidad y servicio público que siguen presentes en ella, y que El ejercicio del poder (2011) sabiamente incorpora. Así pues, aunque su título y su discurrir general nos remiten al realismo más duro e inmoral, hay momentos de genuina bondad, como esa amistad efímera entre el ministro y su conductor interino, al margen del mencionado humor buñueliano, presente por ejemplo en la llamada que recibe el ministro mientras está sentado en el retrete, asegurando a su interlocutor que no le pilla en mal momento. El tono es por tanto más ligero y juguetón de lo que parece a primera vista, aunque, como también hemos dicho, no es un juego apto para cualquiera y las espadas están constantemente en alto. En definitiva, todo lo que se nos muestra huele a una desasosegante autenticidad, a lo que contribuyen un estilo dinámico y unos diálogos astutos en la línea de la mejor cinematografía del subgénero que podemos calificar “de la función pública”, que no es otra que la de la serie El ala oeste de la casa blanca (Aaron Sorkin, 1999-2006), pero que también se ha podido disfrutar en filmes recientes como In the Loop (Armando Iannucci, 2009). La técnica empleada en El ejercicio del poder está con todo a medio camino entre ambas, entre la elegancia de la steadycam y la brusquedad de la cámara en mano, con un ritmo elevado pero desequilibrado, que en ocasiones desconcierta un poco. Sin embargo, esa inestabilidad también acaba reforzando la alternancia entre el acercamiento y el distanciamiento que se sienten respecto de los personajes, según cómo nos caigan, cómo les entendamos y como aparezcan encuadrados por la cámara.
En cualquier caso, no importa que no lo hayamos comprendido todo, pues se trata de una obra llena de detalles y matices, frenética y excitante, valiente y necesaria, que satisface desde múltiples niveles y que fue ganadora con pleno merecimiento de un premio FIPRESCI en el festival de Cannes de hace un par de años. Cuenta además con unos actores que se sumergen sin deslices en sus respectivos papeles, enmarañados en un juego de suma cero del que tienen difícil salida. El triunfo o la muerte, básicamente. Una elección casi tan incomprensible, al menos para muchos, como el sueño con el que se inicia esta película. Mejor así. Los que sí entendemos rápidamente lo que se les pasa por la cabeza a estos individuos estamos a un solo paso de acabar como ellos. ★★★★★
Ignacio Navarro.
crítico cinematográfico.
Francia, 2011. Director: Pierre Schöller. Guión: Pierre Schöller. Productora: Archipel 35 / Les Films du Fleuve. Presentación: Festival de Cannes 2011 (premio FIPRESCI). Fotografía: Julien Hirsch. Música: Philippe Schoeller. Montaje: Laurence Briaud. Intérpretes: Olivier Gourmet, Michel Blanc, Sylvain Deblé, Zabou Breitman, Laurent Stocker, Arly Jover.