crítica de To the Wonder | Terrence Malick, 2012
Ante la posible lluvia de dardos envenenados y alguna que otra lindeza (no se corte, Anónimo, es usted parte del juego), he creído oportuno aclarar someramente mi opinión acerca de El árbol de la vida, una de las películas más polémicas y extraordinarias de los últimos tiempos. Atención… Voy… Sucede que…desde mi punto de vista… ejem… es una película magistral. Me gusta, sí. Y cada vez que la revisito me gusta más, y sospecho que me gustará hasta el día en que me introduzcan en el horno. En contra de la denuncia popular, ya sea de tuiteros catódicos, o de ciertos sabios con carné de “crítico de cine”, o de cinéfilos de fin de semana, o de simples kamikazes de la cartelera, yo no fui a ver una película protagonizada por Brad Pitt, sino la última obra de Terrence Malick. Aquello sería necesariamente complejo, quizá críptico, pero apoteósico. Un poema sobre la Creación, salpimentado con la fábula de esa familia que perderá a uno de los suyos; expresivo, pretencioso pero deslumbrante, un lienzo con infinitas gamas de colores, a disposición de su no poco dotado autor. Tengo un amigo (no me pregunten por qué continúa siéndolo) que va por ahí opinando que El árbol de la vida “es una mierda”. Así, con énfasis. La disfrutó en su casa, en una calidad lamentable —ts-screener, para más señas—, pero insiste en que está autorizado a hablar del asunto. Con un par.
Con tan sólo seis obras —distribuidas a lo largo de cuatro décadas—, y a la espera del estreno de dos inéditas que aguardan el final de sus respectivas fases de postproducción, Terrence Malick se ha instituido como una de las grandes figuras del cine mundial. Y no sin méritos. En la década de los 70 dirigió dos cintas inolvidables: Malas tierras y Días del cielo. Su carrera, además, resume pautadamente los signos del autor celoso de su privacidad: la fotografía de Malick, sombrero de cowboy y barba cenicienta, se cotiza como el oro entre miles de fans y plumillas que buscan esa declaración mesiánica o un simple “Hola, esta es mi película. (No) espero que os guste”. Tras seis años de silencio desde su última creación, y luego de ganar la Palma de Oro en Cannes, el director de Austin (Texas), cobró un protagonismo insólito y probablemente no intencionado. El árbol de la vida sirvió de coartada a los peones de Internet, personajes grotescos y hooligans de mecha corta que encontraban en los foros un salvoconducto a su frustración existencial: si algo no les gusta, deben eliminarlo del mapa. Desconocemos la opinión del propio Terrence Malick, pero éste se convirtió en temporal cabeza de turco de esa cinematografía que se define como “experimental”. Gran error. Había en aquel filme una admirable resistencia a la vulgaridad, a los esquemas clásicos de una narración que, en una suerte de experimento quimérico y a través de grandes actores como Brad Pitt y Jessica Chastain, e incluso Sean Penn (no conviene preguntarle por esos kilómetros de celuloide que nunca verá la luz), subvertía sus códigos para revelar algo más perdurable: cine sin fechas de caducidad. Un cine que inflama los extremos, si se quiere.
Todo apunta a que Malick atraviesa un período lánguidamente productivo. Ha necesitado cuarenta años para completar la media docena de trabajos y, sin embargo, en apenas cuatro –sin ceros de por medio— sumará otros cuatro a su filmografía. Los números no deben cercar el análisis, pero el cuatro persigue a este director nacido, sí, en los años 40. Cuatro son las letras que forman la idea temática (“love”, “amor”) de su presente largometraje, To the Wonder. Y cuatro son los personajes relevantes en esta historia con un puente aéreo de miles de millas, las que separan París del Medio Oeste norteamericano, una tierra intensamente estática, donde el viento sopla constante entre los campos de trigo y las escasas manadas de bisontes pastan en una alfombra fértil, a la izquierda y a la derecha de un tamiz que podríamos denominar malickiano. Abre el montaje y, por ende, la película con varias escenas grabadas con un teléfono móvil, que muestra imágenes pixeladas del interior de un tren que atraviesa la campiña francesa, transportando a esos enamorados a un sitio indefinido y volátil como el propio concepto del filme. Se abrazan, se acarician; ella baila en bucle una especie de ballet que no acaba nunca. Rápidamente te das cuenta de que ella es así: vive saltando, aunque vive triste por saberse no querida, o al menos no como había imaginado en un principio. Él, por su parte, no demuestra mucha alegría. Es un tronco que intenta mostrar afectación durante 120 minutos. Culpa de la presión implícita de enfrentarse a Malick, y culpa también de ese intérprete (Ben Affleck) que, aun habiendo mejorado en el último lustro, es tan limitado como inexpresivo. El personaje demandaba otra clase de actor menos rocoso. En cualquier caso, To the Wonder repite los esquemas de El árbol de la vida: steadicams que viajan sin mirar atrás, que avanzan pero cortan —a veces bruscamente— para seguir avanzando e intercalar con planos de recurso de la naturaleza en su apogeo: en la fría Europa, Olga Kurylenko y Ben Affleck visitarán catedrales, parques en otoño, icónicos puentes de piedra, chapotearán sobre una manta de limo elástica, justo cuando empieza a subir la marea. Porque la felicidad, ay, es efímera. Y el cambio, inminente. Se mudarán a Estados Unidos, donde él trabaja como bioquímico o técnico medioambiental para una empresa constructora. Allí intentarán rehacer su vida, quizá levantar cimiento a cimiento los pilares básicos de una familia feliz: ella tiene una hija muy cariñosa; también asegura —en off, por supuesto— que él era muy cariñoso. El intercambio de voces es continuo, y reviste el relato de esa aura casi filosófica, pero oblicua. Malick abusa del catecismo y olvida conservar el buen pulso de la primera hora. Finalmente, To the Wonder sucumbe a la cirugía del montaje: fotogramas y más fotogramas cuyo valor pictórico trasciende cualquier gusto.
Llega el invierno y con él las heridas. El cura ya estaba ahí, divagando y preguntándose dónde está el Viejo. “¿Dónde estás? ¿Por qué te escondes”. Su crisis de fe se agrava por culpa del clima social y espiritual: todo se derrumba, estamos condenados al fracaso. Javier Bardem interpreta aceptablemente a un personaje que tampoco se presta a la sublimación, aunque lo intente. Cosa que sí ocurre con el trabajo de cámara en planos a ras de suelo, rodados con amplios angulares que enmarcan esos horizontes teñidos de rubí y que obligan a pensar en la fastuosa labor de búsqueda de localizaciones. Mientras dura esa belleza, esa capacidad de empatía con unos personajes que sienten y padecen cosas tangibles, To the Wonder es una obra excelente. Sin embargo, a mitad de camino decide buscar algo incierto y trazar sin justificación varios puntos de fuga: sea cual sea la opción final, ésta no podrá satisfacer al espectador. A fin de cuentas, la superestructura narrativa de Malick abruma por extática y contemplativa. A ratos deslumbra; otras veces anestesia sin piedad. Lejos de la poética (no tan) espontánea de El árbol de la vida, esta vez incurre en el error de repetir punto por punto la misma receta. Falla el casting, especialmente Ben Affleck, y falla la arquitectura psicológica de esa morenaza que no para de bailar (¡déjalo ya, por favor, que pareces gilipollas!) y rozarse con todo a su paso. Cabe, eso sí, una profecía: esta película alentará a los mismos endogámicos de siempre. Aunque Malick no saldrá de su cueva, en donde piensa a sotto voce. Como sus bestias erráticas. ★★★★★
Juan José Ontiveros.
crítico de cine.
Estados Unidos, 2012, To the Wonder. Guión y dirección: Terrence Malick. Música: Hanan Townshend. Fotografía: Emmanuel Lubezki. Reparto: Ben Affleck, Olga Kurylenko, Rachel McAdams, Javier Bardem, Tatiana Chiline, Charles Baker, Romina Mondello.