LATÓN
crítica de Iron Man 3 | Shane Black, 2013La Navidad cayó en manos de las oligarquías económicas. En realidad siempre perteneció a los bolsillos más ostentosos, a la misma fauna elitista que nunca, nunca habla de “pérdidas humanas”. Sucede que todos los días es Nochebuena, pero sin protocolo ni pompa. Año Nuevo en Suiza. Año 2000. Sorprendentemente para algunos agoreros, el Fin del Mundo era mentira: éste ya se había acabado mucho antes. El superhéroe, cuya perilla responde al trazo nostálgico de las viñetas, es un genio extasiado por su don, un epicúreo del capitalismo, un cínico deslumbrante y triunfador entre las mujeres. Cualquier bebida sabe a gloria cuando la disfrutas junto a Rebecca Hall. Rico y de hierro, por algo le llaman Iron Man: su nombre aparece en las publicaciones que reciclan permanentemente a la jet set. Su álter ego, Tony Stark, preside el mayor emporio tecnológico del mundo, cuyo éxito le ha granjeado tantas amistades como enemigos, alianzas con Los Vengadores y batallas —tiempo al tiempo, será cosa de unos pocos años— casi interestelares. Irradia felicidad antes de subir a la habitación de ese hotel, aislado del frío invernal de Suiza. Él y su acompañante hablan de experimentos científicos; al parecer, la ecuación no ha sido resuelta todavía. Es imperfecta. Estalla, literalmente. Ella viste lencería roja. Al amanecer, él se escapa (no sin antes dejar una tarjeta sobre la mesilla) como si fuera Errol Flynn, pero sin balcones canallas que sublimen. Por la puerta. Un tío mundano. “Sabes quién soy”, anuncia desprovisto de agradecimiento el mensaje. Corte. Ahora es presente de indicativo. Los vídeos muestran a un yihadista sin guerra santa, rasgos vagamente orientales, lejos de la turbina del Imperio. Muy lejos de Occidente, aunque a un palmo de Europa. El Mandarín es un terrorista que hace cosas de terrorista: atenta contra inocentes, porta armas de alto calibre y amenaza con tono grave. Y disculpen, casi lo olvido. Hay un tercero en discordia. Se quedó en los Alpes, o en la azotea del hotel esperando a Tony Stark, que no apareció por chulería, tal vez por vacilar a ese feo giboso.
Ha pasado algún tiempo desde que Jon Favreau se despidiera de la franquicia marveliana. La última entrega vapuleó el ánimo de fans y crítica, lo cual suele traducirse en cambio instantáneo de director: ya fuera por fatiga o a causa de presiones provenientes de ciertos despachos, Favreau se quedó al margen (sólo en tareas de autoría, si es que es posible hablar de autores en semejante industria) de esta tercera entrega. El currículum de su relevista, Shane Black, tampoco disipaba las dudas. Conocido por haber desarrollado una de las sagas más longevas de los últimos decenios, titulada Arma letal y protagonizada carismáticamente por Mel Gibson y Danny Glover, su debut como realizador fue la (a ratos) disfrutable Kiss Kiss, Bang Bang, donde dirigió por vez primera a Robert Downey Jr. Hay en este guionista una clara vocación de entertainer que rinde tributo a sus propios y repetitivos esquemas argumentales. En sus relatos apenas se vislumbra un cruce de caminos: la intersección que, en un punto intangible, funde la psicología de las buddy movies con la pirotecnia más estúpida. Iron Man 3 es el perfecto ejemplo de cómo el sarcasmo puede arruinar toda empatía en pantalla. Sin dosificador que reparta las dosis de comedieta artificiosa, las líneas de diálogo del protagonista se convierten en tortura medieval. Tony Stark no es irónico o cínico, sino que intenta condescender al público. Pesa mucho, además, el recuerdo de Los Vengadores, una película fabulosa, en la que todas las piezas rayaban a un gran nivel.
Más imperdonable aún es la falta de brillo que pasean actores como Ben Kingsley —insospechadamente cuartelero, pateando el cómic en una demostración de mal gusto—, Guy Pearce y Don Cheadle. Al final, resulta casi memorable que tras dos horas y quince de filme, Iron Man 3 no haya cristalizado en bostezos. Y, sin embargo, Shane Black ofrece lo que prometía: explosiones, una fétida subtrama sentimental; explosiones, ¡uaus!; explosiones, obstáculos fácilmente salvables; explosiones, montaje de toque espídico. Y más tarde, la típica secuencia post-créditos. Para los que alguna vez soñaron que leían cómics de superhéroes y se despertaron empapados en sudor. Ahí está el mensaje subliminal del enésimo subproducto. Visto lo visto, no me extraña que Downey Jr. actúe en piloto automático. Su cara habla por sí misma: a los señoritos también les gustaba la editorial Bruguera. ★★★★★
Juan José Ontiveros.
crítico de cine.