trémolo | José González
"One night to be confused, One night to speed up truth
We had a promise paid, Four hands and then away".
Hearbeats, de José González.
El sol matinal se cuela por los callejones de Broadway. Las ventanas reflejan esos icónicos tanques de madera que hacen de Nueva York un lugar estéticamente irresistible. En la azotea del número 622 se oye el lento susurro de una guitarra española. La toca un hombre con barba, muy moreno, con una sencilla camiseta de color amarillo, de esos flacuchos timoratos que tu madre definiría como “muy poca cosa” o “del montón”. Con todo, se pega al micro para hacer audible su canto parsimonioso y profundo. Habla en primera persona de un ermitaño que pasa por delante de un tren fuera de control únicamente para sentirse vivo. La canción se títula Far Away y recrea con intensidad el sentimiento del Far West, donde el frío de la noche corta como cuchillos y la soledad enloquece a los más solitarios. Pertenece al soundtrack de un videojuego superior (según muchos eruditos, el mejor western de esa plataforma audiovisual que factura millones de euros) y suena cuando su protagonista, John Marston, entra por primera vez a México. Son apenas dos minutos armados sobre un fraseo lineal y repetitivo, lento y constante, suave y árido. Pocos dirían que esa voz guarda un mapa sonoro lleno de influencias y ritmos evocadores. Y sin embargo, la terraza de Rockstar y sus prestigiosos cerebros dan cabida a José González, una rara avis en el ya de por sí extraño mundo del indie-folk. Es un invitado ocasional en el centro neurálgico del showbusiness disfrazado de arte.
Sueco pero con ascendencia argentina —sus padres emigraron a Gotemburgo hace cuarenta años—, José González se dio a conocer con una versión del Hearbeats de The Knife, que sonaba en ese llamativo anuncio de Sony en el que miles de pelotas de colores rebotaban en las empinadas cuestas de San Francisco. Curiosamente, y como suele ocurrir a pesar de las etiquetas, fue una multinacional quien lo impulsó en primera instancia. Su álbum debut, titulado Veneer, reunía un caleidoscopio de insinuaciones en forma de artefacto sombrío, potenciando ese aspecto taciturno que caracteriza al compositor. Desde Slow Moves —canción de apertura— hasta Broken Arrows —undécimo y último tema del disco—, predominan los acordes de factura clásica; también cierto deseo adormecedor que convierte a José González en un pretendido músico de minorías. Cuentan que ha llegado a tocar ante dos personas. Cierto o no, este sueco agradece la intimidad del pequeño auditorio frente a la grandilocuencia de los grandes templos. Reniega del grito y valora el silencio como una figura retórica más. Entremezcla sus raíces suramericanas y el factor gélido de esa Europa nívea con una sutileza deslumbrante. Al fin y al cabo, ha absorbido el folk de Markama —formación oriunda de Mendoza, Argentina— y la poesía cubana de Silvio Rodríguez; el barroquismo pop de Jens Lekman y el dejo amargo de Sam Beam, líder de Iron & Wine. Todo ello lo ha fusionado con dosis de psicofármaco en una coctelera atrayente, especial. Las letras, en cambio, no salen por generación espontánea: al contrario que la música, éstas no surgen de la improvisación o progresión de acordes que repite diariamente. “Me gusta elegir palabras que puedan tener dos o tres significados, para que así el oyente pueda usar su imaginación y completar lo que no esté presente o muy bien explicado”, afirmaba en una entrevista concedida a la revista Rockdelux.
En 2007, cuatro años después de publicar su primer trabajo, regresa con un álbum realmente fascinante, donde se juntan tres de mis canciones favoritas: Down The Line, Killing for Love y Fold. Tres directos que calan sin paliativos. ¿Alguna vez han escuchado una melodía que les ha sugerido una película entera? Eso mismo me sucedió cuando descubrí Lovestain, acaso la canción arquetípica de José González. Sencilla, hermosa, vibrante, sugerente, magnética, como un espejismo en mitad de un bosque. In Our Nature contiene asimismo una sólida versión del hit de Massive Attack, Teardrop. Preguntado acerca de sus actuaciones en directo, González apunta que para él lo lindo es sorprender a la gente. Se muestra afable, cauto, midiendo los tiempos de sus intervenciones. Es un tipo corriente que empezó su andadura, valga la sorpresa, en un grupo de hardcore punk. Y entretanto ha ido recogiendo de aquí y allá, nutriendo sus epifanías del mejor folk estadounidense —ahí quedan los vestigios de Johnny Cash—, con sus paradas más o menos experimentales en la bossa-nova de João Gilberto y con la mirada fija en la tristeza cool de esa disfuncional, no poco sexy, apodada Cat Power.
Del western al amor lésbico —o amor sin adjetivos—. No es el título de ningún ensayo, sino parte del puzle emocional que resume la escueta obra de José González. Esta vez la pieza encaja en Kyss Mig, película sueca cuyo motor dramático es precisamente la historia de amor que surge entre dos mujeres que se conocen durante una reunión familiar (sus padres están prometidos). Escrito y dirigido insustancialmente por Alexandra-Therese Keining, el filme es un leño enfático. No aporta nada, intenta tocar la fibra de manera penosa. Aun así, es mejor cuando suena la música de José González, mientras las dos mujeres se desnudan y se besan e intentan recrear con imágenes eso de “Tú dejaste una mancha de amor en mi corazón / Y tú dejaste una mancha de sangre en el suelo / Pero la sangre se quita fácil / Pero la sangre se quita fácil”.
Juan José Ontiveros.
crítico de cine.