crítica de A puerta fría | Xavi Puebla, 2013
A puerta fría, en un retrato a escala de tu propio yo, expuesto al intolerante escrutinio de gente temerosa, que ve en ti al trilero de sus pesadillas remotamente infantiles, al Coco, al mentiroso, al hombre malo, al que no merece voz porque “no puedo atenderle, lo siento” o “vuelva usted mañana” o “no me interesa”. Hasta otra. Tampoco es necesario escuchar su calculado discurso, con frases hechas y sorprendentes giros de guión. Al final, todo se reduce a esa miniatura que vemos a través de la mirilla. Son intrusos que amenazan nuestra intimidad: el umbral de la puerta, por tanto, es un muro infranqueable; yo estoy protegido y tú, no. Lárgate. A puerta fría, donde empiezan (y acaban) los comerciales a domicilio. Como el protagonista del filme que ha coescrito y dirigido Xavi Puebla, su tercer largometraje en diez años, tras una estimable incursión en el formato corto. Ese hombre, fumador empedernido de mirada circunspecta, aparece como un solitario en la habitación de un hotel o pensión, tosiendo —consecuencias del vicio— en el váter mientras se prepara para ir, suponemos, a sus labores. Conduce y se enciende otro cigarro, que consume en lo que dura el trayecto hasta un hotel (más ostentoso y luminoso) que alberga una feria de electrónica, donde clientes y comerciales se hacen ojitos para arrancar rebajas y ventas, respectivamente. El tipo se halla en la cuerda floja, y así lo acreditan las breves conversaciones que mantiene con su superior, comprensivo a pesar de que Salva no responde a los números. Quizá sea su última oportunidad. Tan es así que, si no vende cierto número de cámaras digitales, está acabado. Allí conoce a una joven azafata que le presta ayuda como traductora. Ella conseguirá el número de habitación donde se hospeda un importante empresario americano, y también hablará con éste para acordar una cita.
El envoltorio es tan modesto como eficaz. Antonio Dechent interpreta sólidamente a ese padre separado o en proceso de divorcio, cuyos hijos —un gandul que, a su afilado juicio, “no quería hacer nada y se metió a estudiar Audiovisuales”, y una rebelde de dieciséis años con imán para los problemas— parecen ignorarle por completo. Bebe whisky, mucho whisky, y da una calada por cada dos frases. La azafata, en cambio, no posee grandes matices. Su pasado no importa, dejemos que se nos insinúe, que se revele como esa bomba de relojería que parece esconder el propio relato. Lo pienso a la media hora, y sigo pensándolo después de salir del cine. Es el típico personaje catalizador, a veces confidente, pero sin aristas. Cuenta, eso sí, con una gran baza: el rostro seductor de María Valverde, cuya presencia engancha y agrada en iguales dosis. Es de esas actrices jóvenes que esconden más registros de los mostrados hasta ahora. Con todo, el director no se complica. Su imaginario formal es coherente con el drama: no hay lugar para frivolidades estéticas. Estamos ante una historia decididamente lánguida, amplia en intenciones y escueta sobre el papel. Si no hay presupuesto para rodar algo de forma que resulte creíble, nada mejor que una buena elipsis. El coste es mínimo; el impacto, doble. Conviene recortar por si tu invitado pide por esa boquita. Más aún si tu invitado es Nick Nolte, una leyenda del cine estadounidense. Del cine, en general. Un hombre que se antoja rocoso y complejo cuando se le cruzan los cables. Parece como si el mito hubiera ensanchado a la par que su figura. Tu plano medio es su primer plano. Impresiona. Hay una escena en la que vuelve a su habitación dando tumbos a lo largo y ancho del pasillo, borracho y a punto de besar la moqueta. Emite gruñidos, como un ogro sin almuerzo.
A puerta fría es el reconocimiento a un oficio gravemente perjudicado. Aprecia el silencio y engrandece la mirada de sus personajes. Y sin embargo, la falta de riesgo narrativo, tal vez de ambición, y ese anticlimático punto y aparte tras la incertidumbre, impiden que llegue a un público más pasivo y menos permisivo con la tristeza. Llega en mal momento. Ojalá me equivoque, pero está condenada a vagar —su distribución es mínima, al parecer— por ese limbo llamado cine español, donde no hay manera de ver a tamaño real. La perspectiva es aberrante. Han vuelto a llamar al timbre. Ya está ahí. La miniatura. ★★★★★
Juan José Ontiveros.
crítico de cine.