Marion Cotillard en 'De óxido y hueso',
de Jacques Audiard (De rouille et d'os, 2012)
INOXIDABLESTrémolo | Django Django
Nadie sabe explicar —al menos no en términos musicales— algo tan voluble como es la palabra indie. A priori, engloba a todos aquellos grupos y solistas que desarrollan sus carreras al margen del circuito mainstream o, dicho de otra manera, eludiendo las técnicas con que nos bombardean incesantemente desde las radiofórmulas, el hábitat prefabricado de cientos de artistas rendidos no tanto a su apetito económico como a la influencia perniciosa de ejecutivos y sellos discográficos en busca del siguiente hit. Hoy día, el calificativo indie se presume confuso y demasiado escueto: ¿Quién es independiente en una industria restrictiva? Mark Oliver Everett —líder de EELS— apuntaba en su indispensable autobiografía Cosas que los nietos deberían saber (Blackie Books) que “la supuesta cultura alternativa trajo consigo una fea constatación. En realidad no era alternativa en absoluto. Estaba a la venta, igual que cualquier otro producto comercial”. Aun así, no faltan los analistas miopes que se quedan en el envoltorio, en el pantalón pitillo y las gafas de pasta y las camisas de cuadros y la chaqueta de Tweed. Tanto da, porque la talla se acaba imponiendo a cualquier pose. Prueben a dejar de lado sus instintos tribales, sus prejuicios hacia una estética de catálogo neohippy y demás fruslerías. Prueben a zambullirse en la música, sin más. Porque el indie rock tiene nuevos ídolos. Una banda escocesa, un cuarteto nacido de las entrañas mismas de Edimburgo, cuyo legado musical es impagable. De aquel país (Escocia) surgieron los vigorosos Primal Scream, Travis, Franz Ferdinand y chicas de reminiscencias folkies pero casadas con el pop más fútil como Amy McDonald. Se trata de los hijos de aquella generación subversiva liderada por The Yardbirds. Y sin embargo, ninguno de éstos, a excepción del conjunto londinense, irrumpió en escena con la brillantez de Django Django: la cohesión del álbum debut —homónimo, por cierto— de la banda que lidera Vincent Neff confiere a su monográfica obra una mística de guateque intemporal. Armados a partir de una consistente base sintética (mérito de Tommy Grace), funden lo mejor del pop británico de los 60 y los 70 con los acordes más o menos hipnotizantes, de resonancias étnicas bañadas en salsa de spaghetti.
El disco abre con una introducción algo enigmática: grillos cantando en lo que pudiera ser un espacio abierto (la evocación es instantánea), esos rítmicos gri-gri que se entremezclan con el sonido efectista de un videojuego antiguo; a continuación, unas voces que llegan de la cueva mientras percuten los tambores, y silbidos, o solo un tímido silbido que se prolonga dejando paso a la música de película de misterio. Y la alarma sobre un teclado electropop. Hail Bop, título del segundo tema, es un preámbulo inspirador, que invita a cerrar los ojos, a dejarse llevar sin concesiones. El resto es un temazo tras otro: véase Default, compendio de elegantes golpes de bajo y bombo, en positivo a una voz tan quebrada como pegadiza. El sintetizador contribuye a viciar la atmósfera psicodélica que respira este trabajo inabarcable, refractario a los géneros: con apenas trece canciones, este grupo se han granjeado el honor de figurar en el puesto número 26 de la lista de “Los 50 mejores discos de 2012” según la edición americana de Rolling Stone. Aunque si hay una canción que se eleva por encima del resto, ésa es Firewater. Un gancho al hígado que arranca con un sublime juego de percusión –tarea de David Maclean, quien además desempeña labores de productor— y una línea de bajo —limpia y sobria, cosecha de Jimmy Dixon— que ensancha nuestro imaginario paisajístico. Estalla casi literalmente en los créditos del filme De óxido y hueso, tras la absorción de ese drama intermitente dirigido por Jacques Audiard (Un profeta). Se trata de una historia de amor con interferencias, cuyos protagonistas —un joven boxeador y una domadora de orcas minusválida- convienen en ese resquicio de irrealidad que se brindan el uno al otro, alimentando una relación excesivamente amarga y disfuncional.
A lo largo de sus dos horas de metraje oímos/escuchamos la excelente partitura de Alexandre Desplat, tal vez el mejor compositor del cine moderno. Sin embargo, nada o muy poco hacía presagiar que en esta producción cupiera el State Trooper de Bruce Springsteen, cuya letra aterriza violentamente en una escena de lucha sucia, mientras esa guapa tullida (Marion Cotillard) con piernas mecánicas controla los pormenores del combate. De repente, el sospechoso de Nueva Jersey se teletransporta a la comuna francesa de Antibes. Suda, sangra, golpea, encaja golpes, una de sus muelas gira como una peonza en el asfalto. Y, entre tanto, tienes la seguridad de que el mar no es ninguna metáfora bucólica, sino la quietud de un hombre rabioso, histérico, vacío, en su desfiladero particular. Quizá el azul sin cristales que filtren su color. La extensión líquida de dos piernas que nunca volverán. Y aun así, antes de que se enciendan las luces en la sala me pleiteo a mí mismo por querer bailar y sonreír y viajar adondequiera que me lleve la música. Suena Firewater, suenan Django Django.
Juan José Ontiveros.
crítico de cine | redactor de Trémolo.
Trémolo es una sección dedicada a dos de mis grandes pasiones: el cine y la música. Un espacio donde intentaré resaltar la ya de por sí estrecha relación entre los dos negocios, casi siempre con la mirada en esas canciones de producción ajena que son (o pueden ser) reconocidas sin el apoyo de imágenes, pero que junto a estas adquieren una nueva dimensión. Clásicos de todas las épocas, sin apuntes de manual ni análisis para eruditos. No pretendo aburrir. Tampoco me olvidaré de las series de televisión, una fuente inagotable de melodías. Espero que os guste.