Searching for Sugar Man, de Malik Bendjelloul, 2012
Sugar Man, won’t you hurry
‘Cos I’m tired of these scenes
For a blue coin won’t you bring back
All those colours to my dreams.
Ocurrió en el umbral de los años 70. Las megalómanas chimeneas industriales completaban cierta postal grisácea en el cinturón de Detroit, una ciudad que parecía anclada en otra época o directamente al margen del bucólico Sueño Americano. Allí tenía su sede la discográfica más importante –con permiso de Chess Records— de la música negra estadounidense: Motown, fundada por Berry Gordy en 1959, fue el bastión de artistas como Sam Cooke, The Temptations, Stevie Wonder, Marvin Gaye y un largo etcétera de luminarias que contribuyeron al posterior estallido del funk y la disco music. Aquella congregación irrepetible hablaba sola de una sociedad que ya entonces se veía abrumada por los tórridos hits de rock ‘n’ roll: la moda del compendio melódico y el desenfreno subversivo inflamaban los prejuicios de instituciones y políticos excesivamente acartonados. Por si fuera poco, unos jóvenes provenientes de Liverpool habían desecho las antiguas convenciones del pop. Ya no valía con alcanzar el número uno; también convenía dejar tras de sí una estela de mesianismo y rumores —no tan infundados— acerca de las malas prácticas de esos ídolos etéreos y desconocidos casi a partes iguales. En Detroit la decadencia aterrizaba como una losa sobre las clases más desfavorecidas. Y, por supuesto, no era un caso aislado. La nueva década tampoco invitaba al optimismo. La guerra de Vietnam nublaba cualquier propósito conciliador: los cadáveres arderían en nuestro subconsciente por culpa del Rey Lagarto, un Jim Morrison —que a finales de 1970 ultimaba los arreglos del L.A. Woman de The Doors— anunciando ese violento final a los pies de una selva calcinada por el napalm y la estupidez. Así, la música ofrecía un salvoconducto ante la incertidumbre de un futuro resbaladizo. Digamos que ponía en bandeja el (re)surgimiento de las topical songs, canciones que intentaban dinamitar el statu quo a partir de su vocación crítica. Ese flaco de mirada oblicua y retórica burlesca llamado Bob Dylan se encaramaba a la cima del rock. Y, ciertamente, si la respuesta estaba en el viento, si los maestros de la guerra manejaban a placer los pormenores de nuestras vidas, mejor utilizar el filtro de la poesía.
Pero estamos en Detroit. Respirando contaminación, oliendo el aceite de los motores que rugen como máquinas del progreso. La tierra del Cadillac permanece en un frío bucle que contrasta con las historias turbulentas de bebedores que acuden a los clubs a escuchar a músicos locales. Una de esa típicas noches lluviosas junto al río, Mike Theodore y su socio Dennis Coffrey acuden a un local donde, según cuentan, toca un joven cantautor llamado Rodríguez. Las señas —obviamente— son mínimas. Al cruzar la primera puerta, ambos son golpeados por una densa capa de humo que cubre toda la estancia. Escuchan algunos acordes y una voz que surge de una figura sentada de espaldas a ellos. Su pelo es negro como el azabache; canta sobre aspectos sombríos pero de rabiosa actualidad. Se queja, es crudo, es inteligente, es un narrador nato. Escribe como Dios. Visto de frente, dirías que es un guerrero azteca urbanita (no obstante, sus padres eran mexicanos que emigraron en la década de los 20). Los dos cazatalentos, productores de prestigio (Coffrey trabajó con Wilson Pickett, Ringo Starr y The Supremes, entre otros muchos) que por entonces grababan para la pequeña Sussex Records, quedan fascinados por el poder insurrecto de ese folkie. Le proponen grabar un álbum. Rodríguez, de nombre Sixto, acepta sin poner objeciones. El resultado: Cold Fact. Doce temas que harían palidecer al mismísimo Bobby Dylan. Abre con Sugar Man, que describe a un personaje sobradamente notorio entre los asiduos callejeros, hombres complejos, a veces de mirada corta, pero instruidos en el poder insobornable del folclore: siempre han esperado ese toque luminoso que destilan las canciones de Rodríguez. Y, sin duda, no hay/había manera de encontrar fisuras en una obra seguramente adelantada a su tiempo, aunque paradójicamente radiografiase hechos en presente de indicativo. “Yo estaba preparado para el mundo, pero el mundo no estaba preparado para mí”, opinaba el músico.
Incomprensiblemente (o no, ya que en el entramado musical no existen las cegueras universales), Cold Fact pasa desapercibido. Mejor dicho, es un fracaso total. Aun guardando brillantes perlas como I Wonder, Crucify Your Mind e Inner City Blues —uno de los mejores temas de toda la historia del género—, nadie habla de su ingrediente profético. Pero un año más tarde, en 1971, uno de sus escasos admiradores y no causalmente productor musical, Steve Rowland, decide “esponsorizar” el siguiente trabajo de este cantautor: Coming From Reality debía ser, esta vez sí, su merecido trampolín hacia el éxito o la trascendencia intelectual de crooners como Tom Waits. Sea como fuere, Rodríguez se veía influenciado por ese ligero timbre borreguil que entonaba Dylan, pero sin arrebatos lijosos y con unas letras cuyo nivel excedían la media del panteón. Pero nuevamente no consigue levantar el vuelo, sino todo lo contrario. Fracasa dejando tras de sí un poso de artista invisible. Nada sorpresivo para un hombre inmune a los sueños. Poco después, alguien viaja a Sudáfrica con el vinilo de Cold Fact en su maleta. De la noche al día, ese enigmático hombre con gafas de sol y sombrero que aparece en la carátula se convierte en superventas. Todo oyente en Sudáfrica tiene una copia. Se especula sobre su misterioso silencio. Cuentan que se pegó un tiro sobre el escenario después de una actuación, que se quemó a lo bonzo, que su epitafio no está grabado en piedra. El ignorado debut de Rodríguez —quizá por culpa de los fallidos sistemas de distribución o las nulas campañas de marketing— cristaliza en banda sonora del movimiento anti-apartheid. Todos se preguntan quién es Sugar Man, dónde se esconde, qué fue de él. Semejante talento no podía haber pasado desapercibido. Por ello, a mediados de los 90, Stephen “Sugar” Segerman (apodado así en honor a su héroe maldito), melómano y dueño de una pequeña tienda de discos, se une al periodista Craig Bartholomew-Strydom en su tenaz investigación del árbol genealógico de Rodríguez.
El mismo Segerman conduce su coche bordeando los acantilados de Cape Town, sobre el rompeolas que se abre al mar verdoso y teñido por la luz cálida que irradia el sol, mientras canta la primera estrofa de Sugar Man. Las imágenes pertenecen a un documental que aclara el paradero del malogrado músico de Michigan. Lo ha escrito y dirigido el sueco Malik Bendjelloul —bajo la supervisión de Simon Chinn (Man on Wire) y el productor ejecutivo John Battsek (The Imposter)—, encargado de entrevistar a personalidades tan distinguidas como las ya mencionadas. Pero su mayor logro es reivindicar con elegancia la figura de un tipo injustamente tratado por la Historia, amnésica y culpable de un olvido —ay, perezosos cronistas de la época— que, amparándose en los réditos últimos del mito suicida, está llamado a subvertir lo imposible: impartir la balsámica justicia poética y brindarle a Sixto Díaz Rodríguez la oportunidad de ganarse un hueco entre nuestros autores de cabecera. El resto es caminar en círculos, enrocarse en el What If…de la música popular. Desde cualquier ángulo, Searching for Sugar Man resulta una película cruda, honesta, cautivadora, plástica —véanse los fragmentos de animación, sugerentes travellings a través de la ciudad—, emocionante, sublime, tenue, sorprendente, vitalista y, sin embargo, con una oscura poesía mortuoria. Todo en uno. Como Sixto Rodríguez. ★★★★★
Juan José Ontiveros.
crítico de cine.
Born in the troubled city
In Rock and Roll, USA
In the shadow of the tallest building
I vowed I would break away
Listened to the Sunday actors
But all they would ever say.
(Can’t Get Away, At His Best, 1997).
Suecia, 2012. Director: Malik Bendjelloul. Guión: Malik Bendjelloul. Música: Sixto Rodríguez. Fotografía: Camilla Skagerström.