Nacida a la luz del pequeño éxito que obtuvo en su estreno la película dirigida por Wolf Rilla El pueblo de los malditos (Village of the Damned, 1960), Los hijos de los malditos (Children of the Damned, Anton M. Leader, 1963) fue presentada como una continuación de aquella. En los títulos de crédito se indica que se trata de A sequel to John Wyndham’s “The Midwich Cuckoos”, por lo que no habría razón para dudar. Todavía hoy es fácil encontrar referencias a ella como la segunda parte del clásico de Rilla. Y sin embargo no lo es. Recupera algunos temas que Wyndham trataba en su novela y que en la anterior película se habían obviado o apuntado someramente, y tiene a un grupo bien rarito de niños con poderes y conocimientos fuera de lo común. Hasta hay una escena en la cual los niños de esta, al activar sus poderes de control mental, muestran sus ojos brillando con la furia contenida que hizo inolvidables a los primeros, efectos especiales obra de Tom Howard en ambas. El autor de la música también es común a ambas películas, Ron Goodwin, con otra gran partitura que tiende a la ensoñación de carácter fantástico. Pero hasta aquí podrían llegar las similitudes. Más que de una continuación, una segunda parte en toda regla, creo que estamos ante una película que, valiéndose del éxito de su precedente, nos muestra en realidad una historia distinta. Vaya, es que estos nuevos malditos ni siquiera proceden del espacio exterior. Pero no nos adelantemos.
La secuencia de apertura es casi tan impactante como esas imágenes de un pueblo detenido en su actividad cotidiana de manera antinatural que mostraban la desolación y lo extraño como pocas veces hemos visto en una película. Aquí tenemos a dos científicos, el psicólogo Tom Llewellyn (un excelente Ian Hendry, que acababa de protagonizar la primera temporada de la magnífica serie Los Vengadores, The Avengers (1961-1969), una de las más sorprendentes y delirantes que ha dado jamás la televisión, todo un verdadero, este sí, icono pop), dando por bueno que un psicólogo pueda ser un científico, y un doctor en genética, David Neville (Alan Badel, genial en su réplica al trabajo de Hendry), que miden con un cronómetro cómo cuatro niños en un aula montan un puzzle tridimensional. Elegantísimas panorámicas y travellings nos muestran la acción generando una tensión poco común que explota cuando Paul (el niño Clive Powell, el cual nos recuerda de manera poderosa a Martin Stephens, el maldito de pueblo, aunque en una versión decididamente más amable) resuelve el puzzle en un tiempo récord prodigioso y otro de los niños tira con rabia el suyo por los suelos de un violento manotazo. Una secuencia breve y poderosa que nos introduce de manera magistral en la película.
Marcada la rareza de Paul, la investigación de los dos científicos los llevará a conocer a su madre. La película comienza mostrando de manera feroz la supuesta maldad de Paul, capaz de intentar asesinar a su propia madre. Aunque esta se nos presenta tan desagradable y cruel que el hecho queda minimizado pese a ser tan horrible. Leader, director norteamericano especializado en series de televisión, lo muestra todo de manera gélida, muy apropiada para determinados momentos, pero no logra mantener el adecuado tono de misterio y tensión todo el tiempo. Aun así su trabajo es elegante, muy sencillo, con un guion de John Briley que presenta los mismos aciertos y defectos que su realización. Quizá lo peor, a mi gusto, sea su indeterminación a la hora de mostrar a los niños como seres peligrosos, rémora o tal vez deuda contraída con la adaptación de Rilla, para más adelante decantarse de manera decidida por su causa ante la locura de los dirigentes de las naciones del mundo, que solo pretenden usarlos como marionetas decisivas en su enfrentamiento en plena Guerra Fría. Porque estos niños no proceden del mismo lugar ni tienen nada en común físicamente entre ellos: son seis, y cada uno procede de una parte distinta del globo. Que las dos niñas sean respectivamente una rusa y otra china provocará todo tipo de conflictos diplomáticos cuando nuestros dos científicos protagonistas intenten reunirlos para poder estudiarlos.
Fotograma de 'Los hijos de los malditos' (Children of the Damned, 1963), de Anton M. Leader |
Las presiones de los políticos llevarán a que los niños escapen de sus embajadas buscando refugio en una iglesia abandonada, el santuario clásico donde todos los perseguidos buscan un momento de paz. El guionista John Briley no deja de lanzar una puya sobre el estado de la fe en Inglaterra viendo cómo están sus iglesias. La secuencia que nos muestra a los niños reuniéndose de manera silenciosa a una espectral cámara lenta es otro de los mejores y más sugerentes momentos de la película. En la iglesia derruida sufrirán el acoso de las distintas fuerzas internacionales que, tratándose de destruir, sí que son capaces de ponerse de acuerdo. Briley aprovecha para que su relato sirva de manera sutil para reflejar una crítica a todo tipo de presión sobre lo diferente, a nuestro miedo y rechazo de aquello que es distinto a nosotros. Él mismo afirmaba que nunca dejó de pensar, mientras escribía, en cómo los guionistas que habían entrado en la lista negra de Hollywood se habían visto impelidos a emigrar a Inglaterra.
Temáticamente, la película se vuelca con una idea que ya estaba presente en la novela de Wyndham: cómo reaccionaríamos si de repente tuviéramos ante nosotros a una especie superior predestinada a ocupar nuestro lugar en el planeta, en especial si debemos dejar que crezca y acabe por suplantarnos, o bien debemos aplicar la ley de la naturaleza más salvaje y exterminar para no ser exterminados. La cosa se complica porque, como dije al principio, estos niños no proceden del espacio exterior como los de El pueblo de los malditos, sino que se trata de humanos un millón de años, nada más y nada menos, evolucionados. Es nuestro futuro lo que habría que eliminar sin compasión. Y de esto la brillantez del desenlace, que no toma partido por una decisión u otra por mucho que los niños no nos puedan resultar más adorables: un irónico y desolador final que culmina con un travelling cenital que nos hace lamentar que el trabajo de Leader no esté a esa altura durante toda la película.
Los hijos de los malditos es, en cualquier caso, una excelente cinta de ciencia ficción donde se exponen cuestiones que nos llevan a pensar con espíritu crítico, pero también a sufrir y emocionarnos con el devenir de estos seis desamparados, porque no dejan nunca de serlo, niños. Icónicamente carece de la fuerza que sí tenía El pueblo de los malditos gracias a un trabajo de dirección muy superior, pero también a esos niños vestidos de manera uniforme, todos con el pelo blanco y sus ojos tan extraños, sus maneras distantes y su sabiduría casi insultante, pequeños monstruos que todos los amantes de lo raro adoramos tanto como a esas criaturas desdichadas que el cine fantástico nos ha enseñado a querer. Porque su maldad es siempre la de los perseguidos, los acosados, los vilipendiados: la de aquellos que deben enfriar su corazón para no resultar dañados.
José Luis Forte
la décima víctima
Inglaterra, 1963. Título original: Children of the Damned. Director: Anton M. Leader. Guion: John Briley, basado en la novela de John Wyndham. Productora: Metro-Goldwyn-Mayer British Studios. Estreno: 29 de enero de 1964. Fotografía: Davis Boulton. Fotografía efectos especiales: Tom Howard. Música: Ron Goodwin. Intérpretes: Ian Hendry, Alan Badel, Clive Powell, Barbara Ferris, Alfred Burke, Sheila Allen, Ralph Michael, Patrick Wymark, Martin Miller, Harold Goldblatt, Bessie Love.