Invasor (Daniel Calpasoro, 2012)
Abro el diccionario y busco la definición del verbo “invadir”. Encuentro seis acepciones, y todas ellas hacen referencia al acto de entrar o irrumpir o meter las narices donde no procede. En la palabra invadir subyace una lectura política basada en la fuerza –casi siempre bruta y embrutecedora–, también una vertiente puramente biológica, aquello de “el pez grande se come al pequeño”. Pero escucho que Invasor, la última película del barcelonés Daniel Calparsoro, no es tanto ese gancho al hígado de la política como una (co)medida reflexión que trasciende los parámetros de la crítica netamente gubernamental. Quien esto suscribe no tiene mucha idea del arte del estadismo y demás disciplinas emparentadas con la opacidad del poder y sus agresiones. Sin embargo, la meta es clara y no está muy lejos: el cine es política, y ésta se nutre de los mecanismos de la farsa desde tiempos remotos. El cine es política desde el momento en que un señor decide qué personaje dirá qué a quién, es política económica y del entretenimiento, que son conceptos disímiles pero unidos por la estrategia comercial. Sucede, eso sí, que dicha palabra se ha devaluado, y no vende decir que tu filme es –pretendida o involuntariamente – un producto que gustaría de escarbar en la resbaladiza pátina que cubre las miserias de nuestras más altas instituciones. Porque, al fin y al cabo, esta historia que gira en torno a dos médicos militares destinados en Irak –durante la infame carnicería que perpetraron los filósofos de las Azores– no pretende curarnos en fobias ni inyectar moralina por los cuatros costados. Es una cinta de acción con las rutinarias paradas en el melodrama familiar. Una película aceptable que busca desesperadamente el reflejo de esa película que nunca será: Green Zone en Lanzarote.
Antonio de la Torre en 'Invasor', de Daniel Calpasoro (2012) |
Arranca rápido, directa a la retina. Un destacamento del ejército español acude en auxilio de varios civiles que han caído víctima del fuego, tal vez un ataque terrorista o una lluvia de metralla del ejército aliado. Los dos médicos –interpretados por Alberto Ammann y Antonio de la Torre– a duras penas pueden mantener con vida a una mujer. Ponen en peligro su propia seguridad (no regresar junto a sus compañeros, quedarse atrás y ser escoltados por los americanos) para trasladarla a un hospital improvisado y semiderruido, cuyo marco se adivina perfecto para disponer una larga fila de camas con sus respectivos cadáveres. La imagen es desoladora. Se oyen lamentos, gritos de dolor, hay muertos dentro de bolsas de plástico. El médico, aparentemente iraquí, no acepta la ayuda de los militares. Toma el pulso a la moribunda y aparta la camilla, situándola contra la pared, junto a la otra decena de finados. La tragedia es bestial, pero se vive con una crudeza casi fría, rutinaria. Los numeroso flashbacks que contiene la película nos ayudarán a descifrar lo que pasa realmente después de la emboscada a estos militares, cuya labor –según el personaje de Antonio de la Torre– es estrictamente humanitaria. Arranca, como decía, con un montaje frenético, que imprime la rúbrica del reciente bélico fabricado en California, un modelo cinematográfico con leves destellos realistas y una firme convicción en el mainstream menos divulgativo. Un relato de contrastes alternados: la amarillenta clave cromática del desierto y el gélido azul del Atlántico. Calparsoro no racanea en su estética paisajística, en el impagable verde siempre en armonía con el océano, en las panorámicas del idílico norte gallego, en los rompeolas de A Coruña, en las estrechas carreteras al borde de los acantilados. La postal está justificada, no así los desvaríos de un guión tan voluble como blando. Invasor sufre por su desacertada dirección de actores, quizá el trazo grueso de unos personajes –nacidos en primera instancia del puño de Fernando Marías, autor de la novela homónima– que transitan a la deriva. Nerviosos en mitad de un cóctel inflamable, pero sin el respaldo que ofrece una trama –y sus correspondiente subtrama, aquí inexistente más allá de la parábola acerca de la verdad en detrimento de los intereses, de la familia y la amistad– de peso.
Karra Elejalde no carbura en su faceta de mafioso o machaca del político de turno: se le notan las comas, y, por tanto, no me lo llego a creer. Aunque muestre vocación de copiloto de rally en una meritoria secuencia de persecución. “¡Dale, dale!", ordena a su chófer. “¡Dale, dale!”. Ejalde es Luis Moya con exceso de adrenalina. Vomita lindezas como “puto mariquita de los cojones”. Quiere ser malo. Y se gripa. Algo parecido me ocurre con Alberto Ammann, un actor que ya había derrochado entereza ante el correoso Mala Madre (Luis Tosar), pero que esta vez desfallece sin paliativos. Culpa de algunas líneas de diálogo bochornosas, que no encajan, que deberían haber pulido en el primer borrador. El problema, sin duda, es de base. Calparsoro merecía otro libreto más arriesgado y personal, sin trabajo de copistería.
Al final sólo recuerdo una imagen. La menos política. O tal vez la que más. En ella veo a Diego (Antonio de la Torre), un tipo cariñoso, serio, de intervenciones cortas, amables pero intensamente tristes, en una playa. El viento sopla con fuerza. El frío cala sin remisión. Su silencio es más expresivo y poderoso que cualquier manifestación verbal. Ahí está el verdadero cine. En la certeza de que la actual política intenta demostrar que no lo es, y que el magnetismo de las películas reside en su capacidad para disfrazarla. No hay secretos. Si acaso, una playa desierta y Antonio de la Torre.
Juan José Ontiveros.
España, 2012. Título original: Invasor. Director: Daniel Calparsoro. Guión: Javier Gullón, Jorge Arenillas (Novela: Fernando Marías). Música: Lucas Vidal. Fotografía: Aranyó. Reparto: Alberto Ammann, Antonio de la Torre, Karra Elejalde, Inma Cuesta, Luis Zahera. Productora: Morena Films / VacaFilms Studios.