Si nos parásemos a contar cuántas veces nuestro planeta Tierra ha intentado ser invadido y conquistado por razas alienígenas en el cine seguro que echábamos en el intento un buen par de tardes. Y seguro que se nos escapaba más de una. Las hay para elegir: aparatosas, con naves gigantescas llegando a nuestro planeta para destruirlo provocando el caos entre la población; más modestas, con un grupo de tres o cuatro platillos volantes que uno debe imaginar miles, si estamos viendo una película de serie B; solitarias, cuando el alienígena invasor es solo uno pero con un poder devastador; aquellas que nos muestran a la Tierra en guerra directa con otros planetas y civilizaciones si nos adentramos en el terreno de la space opera… En fin, estoy convencido de que ahora mismo se os ocurrirían un montón más. Pero quizá mis favoritas son las que se han dado en llamar silenciosas. Aquellas en las que los alienígenas se infiltran entre nosotros, ocultos adoptando forma humana, en número tan pequeño que la amenaza es por lo general siempre posible de atajar si se descubre a tiempo. La tensión se genera en el momento en el que sabemos que si no son detenidos, pronto se adueñarán sin remisión del planeta. Terreno perfecto para la serie B, que con pocos medios y mucha imaginación puede plantear una invasión en toda regla con cuatro tipos malencarados o pinta de estar muy despistados. O un puñado de niños de pelo imposible y ojos terribles.
Entre las de este tipo, suele ser habitual presentar una comunidad terrestre apacible y encantadora que ve rota su monotonía por la fuerza invasora. Siempre de manera sutil y casi invisible, pero al tiempo imposible de controlar y ocultar a los ojos humanos. Tarde o temprano el verdadero carácter de los invasores saldrá a la luz delatándolos y haciéndolos vulnerables: son más poderosos, pero son menores en número. Ya lo vimos hace poco cuando comentamos La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956): el pueblecito de Santa Mira es el objetivo de unas semillas del espacio que brotan en forma de vainas que reproducen siniestros clones humanos que ocuparán nuestro lugar. En El pueblo de los malditos (Village of the Damned, Wolf Rilla, 1960), Midwich es la tranquila población de la campiña inglesa elegida, entre otras, como centro de operaciones de los invasores. Quizá el intento de invasión extraterrestre más extraño jamás contado.
Elegir un lugar tranquilo, alejado de la locura y el frenesí de una gran ciudad, siempre provoca que la ruptura con lo cotidiano sea más fuerte. La monotonía casi se mastica, el aburrimiento y el devenir idéntico de los días son una constante. Cualquier cosa que venga a romperlos golpeará de manera más violenta aquí, donde todo lo ajeno, lo exterior, lo que viene de fuera ve multiplicada su presencia pues solo el hecho de estar allí supone una ruptura. Imaginad qué sucede cuando los visitantes son tan ajenos que ni tan siquiera son de este mundo. La realidad cotidiana se verá invadida por lo extraño y el terror a lo desconocido se multiplicará sin nada que pueda aminorar el impacto. Y todo esto está presentado a la perfección en el inicio de esta magistral película, uno de los más potentes e inquietantes que podamos ver en una película de ciencia ficción.
Nada hay que podamos imaginar más tranquilo y reconfortante que la campiña inglesa atravesada por unas ovejas y el pastor que las guía, un campesino que ara su campo con un tractor, un hombre en su casa solariega que acaricia a su perro frente a la chimenea. Es la misma imagen de la paz espiritual, o al menos tal y como es habitual representarla. Ese hombre, Gordon Zellaby (interpretado por un magistral George Sanders), presentado en el refugio de su hogar atenderá una llamada telefónica. Y es entonces cuando todo se rompe por la mitad. Sin explicación alguna se derrumbará contra el suelo. La música que hasta ese momento es un reflejo de la paz que intenta transmitir adquirirá matices extraños, la voz al otro lado del teléfono lo llamará sin respuesta. Su cuerpo yace tendido sobre la alfombra de su despacho. En el exterior, el campesino ha caído sobre el volante del tractor y se estrellará contra un árbol. En el siguiente plano veremos el pueblo con sus habitantes caídos en el suelo. De lo general pasamos a lo particular, y veremos a diversos habitantes del pueblo derrengados sobre sus lugares habituales de trabajo, sus acciones cotidianas cortadas en seco por un suceso inexplicable. Lo extraño ha entrado así de lleno en esa población violentando la realidad de manera poderosa. Nuestros ojos mirarán incrédulos y no podremos hallar explicación a lo ocurrido. La película no lleva ni tres minutos de duración y ya nos ha enganchado sin remedio.
El director, Wolf Rilla, nos muestra cómo el pueblo de Midwich ha caído fulminado de manera repentina con suaves panorámicas y elegantes travellings. Todo sigue tranquilo en Midwich, parece decirnos, pero cuidado, mirad con atención, algo imposible acaba de ocurrir, y ha sucedido de la misma manera tranquila y apacible con que los aldeanos viven aquí sus vidas. Sin duda, la invasión alienígena más sigilosa y silenciosa de la historia del cine.
A partir de aquí, como en la buena serie B, todos los acontecimientos son fundamentales para hacer avanzar la acción y la intriga. Los guionistas Stirling Silliphant, Ronald Kinnoch y el mismo Rilla adaptan de manera prodigiosa la novela Los cuclillos de Midwich (1957) de John Wyndham comprimiendo acciones y personajes, superando a mi gusto el original, una excelente novela en cualquier caso, obra de uno de los mejores escritores de ciencia ficción ingleses. En su haber cuenta una de mis novelas favoritas del género, El día de los trífidos (1951), de la cual también se hizo una versión cinematográfica, la simpática La semilla del espacio (The Day of the Triffids, Steve Sekely, 1963). Una de esas invasiones vegetales tan extendidas en la narrativa pulp que de nuevo nos lleva a la película de Siegel y el relato en que se basa, obra del escritor Jack Fenney. Pero en El pueblo de los malditos tanto los guionistas como el director y el resto del equipo superan con creces el punto de partida que ofrece la novela.
La invasión tomará rasgos dramáticos: todas las mujeres del pueblo con edad de concebir quedarán preñadas a la vez. El horror de ver crecer en su interior criaturas que pueden ser cualquier cosa está tratado de manera elegante y sutil, eludiendo de manera admirable cualquier tratamiento escabroso pues nunca se pierde de vista la humanidad de los personajes. Cuando los niños nazcan, la alegría de comprobar que son normales se verá enturbiada por el hecho de que esta normalidad es tan solo aparente: los niños tienen una mente colmena, lo que uno aprende lo aprenden todos, su pelo es de un rubio casi blanco anormal y sus ojos tienen un brillo extraño. Los descubrimientos que sobre los mismos va realizando Gordon Zellaby resultan tan estremecedores como apasionantes. Y ya comenzamos a ver que la rareza de estos niños no solo estriba en su aspecto exterior.
Los niños crecen a una velocidad también fuera de lo común. Pronto tendrán el aspecto de niños de nueve años. Y aquí es cuando la película nos ofrece los momentos más memorables e inolvidables, aquellos que de forma definitiva la han convertido en un clásico pese, o quizá por esto mismo, su modestia. Los niños nacidos de tan extraña forma pronto se agrupan entre sí, visten de manera idéntica y muestran unos poderes extraordinarios. Ante la menor amenaza reaccionan defendiéndose sin mostrar piedad, quizá de forma exacerbada. Eso es lo terrible, que pese a su poder y su increíble inteligencia, al verse en peligro responden como lo haría un niño normal: sin medir las consecuencias, mostrando una frialdad rayana en la crueldad que si no es tal es porque carecen de sentimientos. Siempre que se habla de esta película se llama la atención sobre el terror que provocan estos niños, pero pocas veces se comenta qué es lo que de verdad nos aterra de ellos: y es que nunca dejan de ser niños. Son nuestros hijos con el poder de hacer lo que quieran sin estar sujetos a ningún tipo de control. Aunque claro, no lo negaremos, verlos caminar por las calles y campos bajo un cielo otoñal frío, enfundados en sus abrigos idénticos, todos una piña unida en su diferencia, puede provocar horror en algunos. En realidad, es lo diferente agredido por lo común, lo extraño defendiéndose sin medida ante una actitud que saben los llevará a la muerte si no contraatacan con dureza. Los intentos de Gordon Zellaby por llegar a ellos se verán frustrados por la misma condición de los niños, pero también porque las otras poblaciones que han sido inseminadas como Midwich han sido barridas del mapa o bien han exterminado sin piedad a las criaturas nacidas como ellos. No hay posibilidad de entendimiento cuando lo que está en juego es qué especie dominará la Tierra.
Rica en planteamientos y lecturas, El pueblo de los malditos se torna imborrable gracias a esas imágenes de los niños alienígenas de superior inteligencia paseando como extraños por un pueblo de lo más común, lo diferente destruyendo todos nuestros conceptos de lo que debe ser normal. La fascinación que siento por esta película es casi tan anormal como la misma existencia de esos niños. Nunca entendí que dieran pánico cuando lo que en muchos momentos se siente por ellos es una inmensa lástima, una profunda tristeza al ver cómo los denodados esfuerzos de una especie por sobrevivir serán derrotados por aquellos que prefirieron matar antes de comprender, exterminar antes que hacer posible cualquier diálogo. Gordon Zellaby lo intentará, pero estará solo en su posición y al final, él también derrotado en su visión optimista de que esos niños suponen un increíble potencial científico, un caudal de inteligencia que podría acabar con todos los problemas de la humanidad, decidirá poner fin a la invasión y a su sueño de una sociedad mejor. Se nos ofrece así un desenlace desesperanzado y terrible, una de esas ocasiones en las que los buenos ganan y uno no deja de tener la impresión de que no, de que todo está al revés: quienes han ganado son los mediocres, los que detestan el diálogo, los que prefieren destruir lo que desconocen y no pueden controlar.
Esta sensación se verá multiplicada y apoyada en una película que parte de planteamientos de esta: Los hijos de los malditos (Children of the Damned, Anton M. Leader, 1963). Aunque considerada por lo común una continuación de El pueblo de los malditos, en realidad no lo es. Pero no me detendré ahora en ella porque pronto lo haremos con detenimiento en esta misma sección. En el año 1995, John Carpenter dirigiría una versión de El pueblo de los malditos con el mismo título, una película que es un rendido homenaje a la original y que resulta simpática por esto mismo pese a sus resultados a todas luces muy inferiores. Por último, si quieres saber un poco más acerca de la novela de Wyndham, puedes leer un comentario sobre la misma en mi blog La décima víctima.
Destacar en el apartado interpretativo a Barbara Shelley en el papel de Anthea, la esposa de Gordon Zellaby, habitual en las películas de la Hammer, a Michael Gwynn como el hermano de esta y a Laurence Naismith como el doctor Willers. Y de manera especial a ese inolvidable grupo de niños comandados por el fantástico Martin Stephens, el mismo que al año siguiente protagonizaría esa obra maestra del cine de espectros que es Suspense (The Innocents, Jack Clayton, 1961).
José Luis Forte.
Inglaterra, 1960. Título original: Village of the Damned. Director: Wolf Rilla. Guion: Stirling Silliphant, Wolf Rilla y Ronald Kinnoch, basado en la novela de John Wyndham. Productor: Ronald Kinnoch. Estreno: julio de 1960. Fotografía: Geoffrey Faithfull. Fotografía efectos especiales: Tom Howard. Música: Ron Goodwin. Intérpretes: George Sanders, Barbara Shelley, Martin Stephens, Michael Gwynn, Laurence Naismith, Richard Warner, Peter Vaughan.