Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954)
La memoria del cinéfilo guarda en un lugar privilegiado instantes, frases, miradas, besos, muertes, canciones y paisajes bucólicos. Ha contraído una deuda con todos aquellos directores que a lo largo de su vida firmaron no ya obras de imborrable calado, sino verdaderos poemas que hablaban con creciente intensidad del amor y la pérdida, de los oscuros recovecos que componen nuestra psique. Allí, en ese terreno de difícil entrada y esquiva permanencia, reside Nicholas Ray. Uno de los grandes poetas americanos con cámara de cine. Un fumador empedernido –murió a causa de un cáncer de pulmón– que retrataba la vida en riguroso claroscuro, empeñado en trasladar las convenciones a cualquier habitación de atmósfera solemne, pero también de gravitar alrededor de personajes nostálgicos que buscan cobijo en el horizonte. Siempre cosidos a sus miedos, siempre en la cuerda floja. El mundo criminal, sin embargo, se filtraba a través de cierta reacción a las voces internas de los personajes: una caja de resonancias que vestían, a modo de coraza, contra el resto de la sociedad. Transportaban ese misterioso halo que cubre nuestros prejuicios generando empatía. Nicholas Ray pertenece a un grupo de narradores superdotados, donde reinan involuntariamente hombres de la talla de John Ford, Howard Hawks, Fred Zinnemann, Billy Wilder y John Huston.
Casado con Gloria Grahanme tras el rodaje de su ópera prima, Los amantes de la noche (They Live by Night, 1949), el otrora ayudante de Elia Kazan hilvanó una serie de filmes con varios popes de la industria hollywoodiense: Humphrey Bogart, John Wayne y Joan Fontaine trabajarían a sus órdenes en diversos proyectos durante la década de los 50. Una época ésta, la del esplendor del cine negro, que alumbró una de las mejores películas de la historia del cine. Se titula Johnny Guitar (1954), y abre con un misterioso rubio sorteando las montañas a lomos de su caballo. Lleva a sus espaldas una guitarra que no es tan minúscula como pudiera resultar en un primer momento. Sucede que ese cowboy es alto y compacto. Su mano cruza y sostiene el mástil con una facilidad insólita. Es Woody Guthrie en talla XXL. Y así lo hace valer –luego de presenciar el asalto y robo a una diligencia– nada más llegar al salón de Vienna, una pelirroja aparentemente inescrutable y dura, ataviada con pantalón, botas, camisa y cartucheras, un desafío a las convenciones sexuales de aquel siglo XIX previo a la llegada del ferrocarril. El rubio, llamado Johnny Guitar, destila sarcasmo, habla exultante ante una multitud enardecida que pide las cabezas de cuatro forajidos que resultan ser acérrimos del salón. Amigos de Vienna, también. Afortunadamente ese guitarrista ha llegado para ayudar, sin más armas que su hiriente sarcasmo y un sobrado estilo para deslizarse por la barra del bar.
“Johnny Guitar es el perfecto ejemplo de una película pequeña que alcanza el estatus de clásico. Realmente no hay otro filme parecido a éste”. Martin Scorsese
Entre tanto, cuando uno de los inquisitivos lugareños cuestiona su nombre y le ordena que se acerque a él, Johnny no duda en clavarle la mirada y hacer caso omiso de su imperativa voz. En ese preciso instante, descubres el poder real de esa pelirroja con revólver: con una simple frase, consigue que se acerque sin rechistar a ese pueblerino con percha de negrero amante de la Biblia. Vienna y Johnny se conocen a la perfección, tal vez de una manera dolorosa. Pero hay en ese diálogo un detalle tan fino como vital. El rubio se acerca lentamente con su café humeante y el cigarro en la boca y dice: “No hay nada mejor que un cigarrillo y una taza de café. Algunos hombres anhelan encontrar oro y plata. Otros necesitan mucha tierra con cabezas de ganado. Y otros tienen debilidad por el whisky y las mujeres. Resumiendo, ¿qué necesita un hombre de verdad? Un cigarrillo y una taza de café”. Bastan esas pocas líneas para descubrir la sabiduría de Nicholas Ray. Hace que el protagonista de este inolvidable western, Sterling Hayden, pronuncie con especial énfasis y una justa dosis de teatralidad la palabra “women” (mujeres). Con un solo matiz, ha contado más sobre este personaje que muchos directores en toda su carrera.
El verdadero nombre de Johnny Guitar es Johnny Logan, uno de los pistoleros más destacados del Oeste. Ha cruzado demasiadas millas para (re)encontrarse con su amor. Han sido cinco años de soledad desde la última vez que estuvieron juntos en Alburquerque. Johnny Logan, de gatillo fácil. Johnny Logan, un reguero de sangre. Despreciaba el compromiso, sentía pavor de sus propios sentimientos. Ahora Johnny Logan le pregunta a su despreciada amante –a fin de cuentas, la instigadora del violento devenir de la trama principal es otra mujer que la odia, carcomida por la envidia y el rencor– en la penumbra de la noche a cuántos hombres ha olvidado, recibiendo una contestación que trasciende lo poético: “A tantos como mujeres tú recuerdas”. Presenciamos un pulso dialéctico que intenta disfrazar la tensión que se respira en el ambiente. Joan Crawford contaba cuarenta y nueve años en el momento de rodar esa secuencia. Era la actriz perfecta en un papel que evocaba a las grandes mujeres de la literatura universal –no obstante, el magnífico guión de Philip Yordan adapta la novela homónima de Roy Chanslor–. Las cejas más expresivas del Hollywood dorado –por delante incluso de Bette Davis– eliminaban cualquier atisbo de melodrama. Su personaje era amargo, rígido, melancólico, tenaz pero extrañamente frágil. El físico de Joan Crawford prescindía de las formas voluptuosas de los llamados “mitos eróticos”. Convenía en ese cliché de mujer humilde hecha a sí misma, no poco elegante, aunque sin estridencias. Una presencia hipnótica que sólo dice la verdad cuando la obligan a mentir.
–Dime algo agradable.
–Claro. ¿Qué quieres que te diga?
–Miénteme. Dime que me has esperado todo estos años. Dímelo.
–Te he esperado todos estos años.
–Dime que te habrías muerto si no hubiera regresado.
–Me habría muerto si no hubieras regresado.
–Dime que aún me quieres como yo te quiero a ti.
–Aún te quiero como tú a mí.
No hace falta desvelar más detalles. El fuego es inminente desde el minuto uno. Sabes que la arpía de negro y su despreciable lengua viperina moverán a una docena de hombres como si fueran marionetas, que ese outsider decidido a robar los ahorros de todo el pueblo es una víctima del orgullo, que uno de sus camaradas de fechorías, Bart Lonergan (Ernest Borgnine), es un narcisista con sonrisa de bonachón. Y así lo constatas al escuchar este diálogo:
–Bart, no bebes. No fumas. Maltratas a los caballos. ¿Qué te gusta?
–Yo. Me gusto yo.
El propio Nicholas Ray contaba a sus alumnos del Harpur College de Binghamton, Nueva York, que sus mejores películas eran las realizadas en Hollywood. No reparaba en rencores hacia una censura que, veinte años antes, había obstaculizado el correcto desarrollo de Johnny Guitar. Poco importan ahora las hirientes críticas que recibió en el momento de su estreno. Es un filme que rebasa los parámetros del cine. Está concebida única y exclusivamente para ser admirada. Formará parte de tu subconsciente. Y sabrás de su eterno legado cada vez que escuches el jazzístico susurro de Peggy Lee.
Juan José Ontiveros.
Estados Unidos, 1954. Título original: “Johnny Guitar”. Director: Nicholas Ray. Guión: Philip Yordan (Novela: Roy Chanslor). Música: Victor Young. Fotografía: Harry Strading. Reparto: Joan Crawford, Sterling Hayden, Scott Brady, Mercedes McCambridge, Ward Bond, Ernest Borgnine, John Carradine, Royal Dano, Ben Cooper. Productora: Republic Pictures.