UN CIRCO ESQUIZOIDE
Adam resucitado (Adam Resurrected, Paul Schrader, 2008)
Hubo un tiempo en que el subgénero del Holocausto mostraba serios indicios de agotamiento. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial (incluso durante ésta, como demostró Chaplin en El gran dictador), el cine no había parado de husmear en aquel nefasto episodio sobre un genocidio perversamente arbitrario. A veces con respeto y sensibilidad; otras, no tanto. En pleno siglo XXI –y tras esa obra maestra titulada La lista Schindler–, el tema provocaba más aburrimiento que interés: todo intento de construir siquiera algo parecido a la cinta de Steven Spielberg, era navegar a contracorriente en un tiempo que demandaba nuevos enfoques para evitar la indeseable repetición. En estas llegó Roberto Benigni, inyectando melodrama con una historia tan calculada como efectiva. Era imposible contener esa lágrima desobediente que se escapaba al ver a ese entrañable niño jugándose la vida en lo que cree es un concurso, con la certeza de que su tenaz padre conseguiría los mil puntos necesarios para ganar el premio: un tanque blindado. Benigni –guionista, director y actor– ubicaba la cámara en el epicentro del seísmo nazi: largas columnas de humo, cenizas óseas en decenas de campos de concentración por toda Europa. Sabedor del impacto por contraste, entremezclaba la miseria y el amor en un cóctel trascendental y, básicamente, inolvidable. Para qué negarse a la ternura (sí, tal vez excesiva y adulterada) del “¡Buenos días, princesa!”. Pronto recibiríamos un regalo sin paternalismos ni sirope, con remitente de Polonia, el país de Auschwitz y el indeseable icono de la barbarie perpetrada por los esbirros de Hitler. El pianista, de Roman Polanski (un genio capturando la oscuridad del hombre), se hizo con el oscar a Mejor Película y sirvió de revulsivo a ese desgastado cliché, que había servido de coartada a demasiados autores sin talento, empeñados en ser originales y en mostrar su sensibilidad -a pesar del sistema de estudios-. Hemos visto toda clase de escenas grotescas. Incluso zombis nazis. Y aunque no llevaran el uniforme, sabías perfectamente que los malos eran los seguidores del Führer, que la infección provenía de Alemania y que los muertos vivientes no se conformaban con sembrar el terror en vida, sino que habían regresado para recuperar su anhelado imperio. Ahora putrefactos y desprovistos de su bien más preciado: la blancura de su piel.
Con todo, se siguen estrenando filmes basados –de una forma u otra– en este manido pasaje. Y salvo que lleguen avalados por un director de renombre, pasarán sin pena ni gloria por las carteleras de medio mundo. No interesan, ya sabemos qué ocurrió, no deseamos entrar a una sala para flagelarnos una vez más. El cine ha brindado su homenaje a las víctimas, ha puesto voz a historias imperdonablemente olvidadas. También se ha recreado lo suficiente en aquella chimenea infinita y en la tristeza que evoca el violín. Toca pensar si los guiones que se ruedan poseen no sólo la calidad sino el potencial y el vuelo necesarios. En 2009, la 54ª edición de la Seminci de Valladolid fue testigo de la proyección de una película cuya sinopsis anunciaba algo sobre un artista en manos de los nazis. O sea, el cuento de siempre. Sin embargo, esta nueva incursión narraba el padecimiento de un ilusionista judío que tuvo que actuar, literalmente, como un perro durante su reclusión en uno de esos campos de exterminio. Por un vomitivo capricho: la parafilia de un alto mando nazi, que lo convierte en su mascota. Acabada la guerra, nazis huyendo ante el avance de los aliados, ese antiguo artista de variedades apenas sabe discernir entre su condición de hombre y sus tics, más propios de un pastor alemán (ladridos y llantos incluidos). Sólo queda el páramo y la locura. Le espera una fría habitación en el psiquiátrico que se levanta en medio del desierto. No hay nada, no existe contexto alguno. Tan sólo cuatro paredes y muchos y angustiosos flashbacks que muestran cómo era su rutina en el circo antes de que lo trasladaran junto a su familia a ese infierno regido por psicópatas supuestamente arios.
Jeff Goldblum vuelve a escena con 'Adam resucitado' que llega a España con cuatro años de retraso |
Tres años después de su bautismo de fuego –festival mediante– en tierras pucelanas, se estrena en salas comerciales Adam resucitado. Aunque esta vez podríamos omitir lo de “comercial”, ya que nos sentamos frente a una película de corto alcance, por distribución y por méritos propios. Quizá arroje luz el nombre de su director: Paul Schrader. Uno de los guionistas más prestigiosos del cine norteamericano, cuya trayectoria elimina cualquier atisbo de sospecha. Hace lo que quiere y como quiere. Su crédito empezó a inflarse en la década de los 70, época en la que firmó los libretos de Yakuza (Sydney Pollack, 1974) y Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), posiblemente su creación más lúcida y visceral. El universo de Schrader siempre fue unido a la conducta perturbadora, ciertos resquicios en donde los personajes configuran sus venganzas y alimentan a sus monstruos, como en un juego de espejos que deforma excesivamente los rasgos.
Aquí se basta con el trabajo de director que interpreta un guión ajeno –escrito por Noah Stollman, a partir de la novela de Yoram Kaniuk–, para exhibir su trazo incorruptiblemente denso y turbio. Durante la primera escena soy consciente de que me espera una torturante sesión de arte y ensayo (en el sentido estricto del género). Y así lo certifica su narración fragmentada, en una historia circular cuya forma alterna el grito (visual) con la depresión (invisible). Adam resucitado (Adam Resurrected, 2008) es casi un ejercicio de fe que desactiva lo verosímil para ubicar a Jeff Goldblum (la víctima, la razón de ser de este proyecto) al borde del abismo. Su recreación de un enfermo mental –gestos, silencios, arrebatos, inteligencia para manipular a sus compañeros- es inconscientemente perfecta. Goldblum transmite angustia, terror, pena, asco, incertidumbre, nerviosismo, histeria. Tan es así que, cuando amenazo con la posibilidad de quedarme dormido (les prometo que es un somnífero de alta dosis), ese tipo que al principio camina a cuatro patas me obliga a mirar sin pausa la pantalla. Es rocambolesco, pues entretanto aparece un chaval con complejo de fox-terrier. Aparecen enajenados por todos los rincones; una señora con el pelo grasiento y un visillo por encima del labio superior; un paranoico inofensivo; un señor que barre con una escoba invisible y una enfermera demasiado sexy. Y Willem Dafoe en el papel de nazi. Porque Dafoe es malo sin querer: su cara se lo permite.
En resumen, nos hallamos ante la parada de los monstruos con ínfulas psicoanalíticas. Lo peor y lo mejor de Schrader. Un tostón que agrada por algunos encuadres y movimientos de cámara de primer nivel. Y por Jeff Goldblum, la caída de ojos más sobrecogedora del cine. El resto, como dirían los creyentes, es una cuestión de fe.
Juan José Ontiveros.
Artículo aportado a Sensacine.