El nombre (Le prénom, Alexandre de La Patellière, Mathieu Delaporte, 2012)
El sistema de producción del cine francés parece una máquina bien engrasada, goza de buena salud y del favor de un público mayoritariamente adulto –entre los 30 y los 60 años, como los protagonistas de muchas de sus historias– que demanda historias revitalizantes que hablen con soltura –y en ocasiones a pesar del plomo– de las relaciones de pareja, de la amistad, de la depresión, de la alegría, del llanto colectivo, de la expiación grupal o del silencio encerrado en una novela romántica. Son influencias culturales que se filtran y se adhieren al código genético de su narrativa audiovisual. Siempre la distinción, cierto pedigrí, a veces un sencillo eco de la célebre Nouvelle vague.
En cualquier caso, me siento con ganas a ver la enésima comedia que llega con la habitual fanfarria del éxito en taquilla. “Nº 1 en Francia”, anuncia su cartel. Porque allí, al norte, tan cerca geográficamente pero en las antípodas de España, cuidan su producto. Nuestros vecinos, aseguran muchas voces entendidas, valoran su producto, acuden puntualmente a las salas para mantener viva su industria. Los españoles, en cambio, no tenemos olfato ni gusto, ninguneamos una y otra vez el talento nacional. Somos muy cortitos los del flamenco y los toros. Sucede, entre otras cosas, que en la tierra de Stendhal y Baudelaire tienen un efectivo sistema de cuota de pantalla que sitúa los filmes autóctonos –un 40% anual del cine proyectado, frente a nuestro utópico 25%– cerca de los extranjeros (especialmente Hollywood, la eterna fábrica del cine), logrando que compitan de tú a tú, casi en igualdad de condiciones. Aclarado este punto, se apagan las luces y aparecen los créditos: nombres sin apellidos, rojos y en elegante cursiva. Y basta con mostrar –o presagiar– el motivo de la disputa. Es decir, el detonante. El nombre (Le prénom, 2012), dirigida a dúo por Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patelliére, es una película cuyo título describe el conflicto de la trama, precisamente un nombre propio que desencadenará una lluvia de malentendidos y enredos sin final aparente. Un grupo de amigos –un matrimonio estable, una pareja de novios que esperan su primer bebé y un amigo de toda la vida– se reúnen para cenar y celebrar el embarazo y charlar y reír como lo hacen habitualmente. Pero el futuro padre descoloca a todos los asistentes al anunciar el nombre que le pondrán al niño: Adolphe, pronunciado Adolf. Como Adolf Hitler. Y eso enerva a los asistentes, que intentan que cambie de opinión.
Rápidamente piensas en La cena de los idiotas o en la no tan lejana Un dios salvaje, que adaptaba una obra de teatro –escrita por Yasmina Reza– acerca de dos matrimonios que se citaban intramuros (concretamente en la casa de la supuesta víctima) para resolver la violenta disputa entre sus dos hijos. Aquí no hay más decorado que un salón y un comedor, pues el libreto se apoya en la efectividad de unos diálogos eléctricos y cargados de (in)directas. Humor traumado que se traduce en catarsis: la broma sobre la apología del nazismo y el estigma que podría arrastrar esa vida en gestación, desemboca en una cura no ya de humildad, sino de verdades que duelen. El guión –firmado también por la pareja de realizadores– hilvana eficazmente acontecimientos dramáticos y cómicos, situando a los personajes en la cuerda floja. El nombre te despereza, te golpea despacio y finalmente desnuda nuestras miserias frente al palco central. Ni siquiera se esfuerza en transmitir esa especie de catecismo pedante que sobrevuela muchos filmes hoy día. Es amarga, cruel, mordaz, con un sustrato pesimista que, sin embargo, flaquea ante las risotadas de Charles Berling, Patrick Bruel y Guillaume de Tonquédec, un Jack Lemmon con trombón.
Juan José Ontiveros.