Todos tenemos un plan (Ana Piterbarg, 2012)
Abre de manera opresiva, con la imagen de un panal de abejas manoseado por dos apicultores que intentan separar a la reina del resto de su vasto enjambre. Dicen que cuando esa reina obstaculiza al resto de obreros, hemos de separarla de por vida y a pesar de ésta. Muerta la primera, otra la sustituirá en menos de lo que tarda en fabricarse una nueva remesa de miel. Es una metáfora tan dulce como repelente. Y oyes la intensa tos del barbudo que instruye a su joven pupila sobre los secretos de un oficio sin apenas poder de convocatoria. Se aprecia la humedad asfixiante del entorno, el llamado Delta del Tigre. Tras comprobar que el enfermo apicultor –por algo vomita esputos de sangre– también se dedica a tareas más oscuras y violentas, contemplamos su despertar en un confortable dormitorio que nada tiene que ver con la madera bufada de las cabañas del río Paraná. Ahora su barba luce mejor, entrecana y dura, igual que su atuendo –pijama impoluto de colores apagados–. Vive en un apartamento con una mujer llamativamente elegante y cariñosa. Pero es el reverso de aquel tipo andrajoso, el espejo inevitable de una vida aparentemente opuesta. Son hermanos. Gemelos. Pedro y Agustín; Agustín y Pedro (desconozco si la guionista y directora, la debutante Ana Piterbarg, habrá querido homenajear a los hermanos Almodóvar, o si se trata de una simple casualidad). Viggo Mortensen frente a Viggo Mortensen.
Todos tenemos un plan (2012) es el primer largometraje de la realizadora argentina Ana Piterbarg, y nos traslada al epicentro de un drama enmascarado por la intensa inquietud de saber quiénes son realmente esos dos hombres, separados por algo más que el paso del tiempo. A través de pequeños esbozos descubrimos que el médico rehúye los razonables deseos de su mujer, una Soledad Villamil capaz de reavivar cualquier emoción adormecida: ya sea por su mirada o por su voz, por la sola presencia de una actriz probablemente minusvalorada que se prodiga menos de lo deseado–, esta película adquiere cierto halo romántico que sirve de vehículo a una trama severa y absorbente, incómoda y sin embargo fascinante. Porque luego de morir el primero y más zarrapastroso de los hermanos a causa del cáncer, el otro acude a ese voraz Delta en busca de recuerdos, ya que allí fue donde ambos pasaron su infancia, donde jugaban durante horas flanqueados por altos y delgados árboles y vegetación casi tropical. Así, intentan vendernos esta cinta como una suerte de thriller cercano al policíaco, al misterio que se esconde en aquella geografía que evoca el inhóspito sur del cine norteamericano. Pero se trata de una historia sobre el trauma y sus consecuencias: los detalles, a pesar del espectador hastiado, juegan un papel capital. La realizadora muestra un claro dominio de la composición, transmite las implacables emociones de los distintos ambientes. Prevalece el silencio en un cruce de caminos invisible: los personajes, almas renqueantes en su mundo escaso, guían la narración por terrenos estrictamente físicos, cuyo verismo arman un producto bastante meritorio. A su vez, muestra la descomposición acelerada del doppelgänger, pieza ineludible del puzle que en realidad forman las dos personalidades encarnadas por Viggo Mortensen. Entendible desde todos los ángulos, pero abierto como su final. Y es que, deja entrever que sólo cuando abandonamos el miedo –o nos rendimos a él–, tenemos alguna posibilidad de sobrevivir. La eterna lucha del hombre contra su naturaleza.
Y, sin embargo, detecto serias lagunas a mitad de película, cuando ésta debe empastar el contexto con el dilema moral (aquí proyectado en los personajes). Tal vez me cueste hacerme a la idea de que Soledad Villamil haya sido desterrada del relato, porque la relación de esa mujer impaciente por formar una familia con su marido –que se niega a no ser egoísta, por depresión o desesperación– se adivinaba llena de interrogantes y posibles respuestas demoledoras. Piterbarg no alimenta mis fetiches, dirige su mirada hacia el lodazal. Poco importa. Está Viggo Mortensen, el actor de las mil capas, Aragorn o Freud, un mafioso con corazón, un padre de familia cuyo pasado regresa para decir quién es quién en su particular historia de violencia, o ese otro padre que lucha en el páramo postapocalíptico junto a su hijo pequeño, hambrientos y con la perpetua amenaza de los caníbales que surgían en los márgenes de La carretera; un hombre, en definitiva, de mil caras –y una sola piel–, seguramente más lúcido que la mayoría de sus compañeros. Más culto, por descontado. Desde hace algún tiempo, la estrella argentina oscila entre dos mundos: el de Hollywood y el de la mesura. El star-system californiano le ofrece un escaparate inigualable. Ha alcanzado la cima. Su presente y su futuro están vacunados contra el vértigo. Y aún así, sabe que hay que bajar de cuando en cuando. Por higiene mental. Por principios, o algo así.
Juan José Ontiveros.
Ficha técnica:
Argentina–España, 2012. Título original: “Todos tenemos un plan”. Directora: Ana Piterbarg. Guión: Ana Piterbarg. Productora: Tornasol Films / Haddock Films / Telefe Cine / Castafiore Films. Presupuesto: 3.000.000 dólares. Localizaciones: Distrito Federal de Buenos Aires, Ciudad de la Luz (Alicante). Cámara: Red One MX. Fotografía: Lucio Bonelli. Música: Lucio Godoy, Federico Jusid. Montaje: Irene Blecua, Alejandro Lázaro. Intérpretes: Viggo Mortensen, Soledad Villamil, Daniel Fanego, Javier Godino, Sofía Gala Castiglione, Oscar Alegre, Carolina Román.