QUIERO MIS PASTILLAS
El legado de Bourne (The Bourne Legacy, Tony Gilroy, Estados Unidos, 2012)El 2007 fue un gran curso para el cine de Hollywood. Tres meses después del Año Nuevo de 2008, dos películas de autores genuinamente americanos se disputaban la entrada en el Olimpo del Kodak Theatre. No es país para viejos y Pozos de ambición, dirigidas por los hermanos Coen y Paul Thomas Anderson, respectivamente, representaban las dos caras de una misma moneda: el guión adaptado. La búsqueda de los horizontes abiertos frente a la disección del negro como esencia del hombre. Ganó –en lo que a premios se refiere– la violencia muda de Anton Chigurh (Javier Bardem). También la psicopatía de éste hacia su víctima, Llewelyn Moss (Josh Brolin). Los tres filmes restantes habían llegado como teloneros, aunque de entre Expiación, Juno y Michael Clayton, sólo esta última dejó un poso extremadamente amargo en la memoria de los cinéfilos, el plus de crítica ninguneado por el establishment. La dirigía el debutante Tony Gilroy bajo la presión de su propio texto. Y lograba atemorizarnos con una historia sobre la oscuridad de nuestra época, a través de un tipo que iba por ahí resolviendo limpiamente las pesquisas de sus clientes. Era un abogado que no ejercía el derecho al uso: la trama y el desarrollo narrativo eran casi tan turbios como las ideas expuestas en aquella película. En cualquier caso, Gilroy también había aportado su talento en una trilogía que llegaba –muy a nuestro pesar– a su fin: esa que vio la luz un lustro antes con El caso Bourne, que giraba en torno a un agente especial en busca de sí mismo, de su identidad, ya que desde que despertara en aquel barco pesquero tan sólo había evocado imágenes, escenas que se mostraban en forma de regresión, pero no un flashback convencional. El ultimátum de Bourne, de Paul Greengrass, cerraba pues el círculo de una historia apasionante, inyectada en taurina, sorteando los parámetros de las action movies, para componer una suerte de thriller cuya tensión se había hecho más poderosa a cada entrega.
Sin embargo, ese ultimátum se conformó con el Óscar a mejor montaje, mejor sonido y mejor montaje en la misma disciplina. Todo según lo previsto. La Academia siempre ha mirado con escepticismo aquellas producciones enmarcadas maliciosamente en el género de acción, entendiendo éste como un resumen de acontecimientos frenéticos trufados de golpes y persecuciones y diálogos de testosterona y retórica hipertrofiada. Pero Bourne eliminó de un soplo ciertos prejuicios que pesaban en el género: se trataba, a fin de cuentas, de un híbrido sin límites que tomaba prestado lo mejor de cada familia. Aquel fin de ciclo –abierto de manera inapelable– suponía estar, paradójicamente, ante una de las más vivas historias del cine reciente. Con todo, abandonamos a Bourne, modélicamente interpretado por Matt Damon, a esa pléyade de secundarios imprescindibles, véase Franka Potente –la amante de Bourne en las dos primeras entregas– o Albert Finney. Nos alejaron de él bajo las tranquilas aguas del Hudson, en Nueva York. Allí permanecía quieto, nervioso el público y moribundo él, justo antes del último impulso eléctrico. Un final perfecto, maquillado insuperablemente por la música de Moby y esa atmosférica pieza titulada Extreme Ways.
Pero, como suele pasar hoy día (culpa de ese cine infestado de productores ciclotímicos), los creadores económicos y espirituales, es decir el estudio y Tony Gilroy, decidieron retomar la saga en nombre de sus fans. Lícito y lógico hasta cierto punto. ¿El inconveniente? Tanto Paul Greengrass como Matt Damon se negaron a participar en la nueva aventura. Rápidamente volaron los nombres y se decidió que Gilroy, quien ya había mostrado solvencia detrás de las cámaras con Michael Clayton, fuera el encargado de llevar por cuarta vez a la gran pantalla ese microcosmos de espías salido de las novelas de Robert Ludlum. Cambiaron a Matt Damon por Jeremy Renner –un filón comercial en auge–, pero no había recambio posible para el de Cheam (Inglaterra). El mapa audiovisual de Greengrass oscilaba magistralmente entre el realismo y el compás demoledor, tejiendo a lo largo de su trilogía una parábola acerca del hombre desarraigado. Jason Bourne padecía el desconocimiento de su persona, era letal pero frágil. Existían, sin embargo, motivaciones suficientes para acabar con él: su menguante amnesia era la llave a un terreno de subterfugios burocráticos y militares. De eso que llaman “inteligencia militar”.
Pero en El legado de Bourne no detecto el nervio ni la precisión milimétrica en la disposición de cámara, en el frenesí del montaje que se adhiere a tu retina con suavidad, de manera irreversible. No se trata de una simple comparación (al fin y al cabo, si querían evitarlas, lo mejor hubiera sido desvincularse del universo Bourne) con su antecesoras, sino de profundizar en lo no tan profundo. Las referencias al exagente –en búsqueda y captura– son continuas, articulando la trama central sobre el peligro de que éste siga en la calle. Y de nuevo nos sitúan dentro de esa división secreta de la CIA, donde un patriota (así se hacen llamar) con corbata (Edward Norton) dispone de libre albedrío para ejecutar sus enfermizas ideas. Todo es vago y difuso en el guión de Gilroy, que esta vez no cuenta con segundos plumas. Esta película es una copia mala de El ultimátum de Bourne (la última escena es una clara demostración de la falta de personalidad que sufre); y ni siquiera se molesta en disimularlo. Y Jeremy Renner está a años luz de Matt Damon. Tampoco le ayuda su personaje: carece de conflicto más allá de una adicción a unas pastillas azules y verdes. Así pues, el vigor rocoso y carismático de Jason Bourne contrasta sobremanera con ese cyborg sin alma que es Aaron Cross, nombre del nuevo franquiciado. Porque habrá secuela sí o sí. Salvo que se produzca una hecatombe en taquilla.
Obviamente, este curso cinematográfico acusa la falta de películas que dejen huella en la memoria colectiva. Como en 2007, regresará el inefable Paul Thomas Anderson. No estarán los Coen. Spielberg, sí. Y habrá otros. Seguramente muy buenos. O no. Sólo tengo la certeza de que serán olvidados con demasiada rapidez. Fíjense en Michael Clayton. Cosas del cine. Cosas de los premios.
Ficha técnica:
Estados Unidos, 2012. Título original: “The Bourne Legacy”. Director: Tony Gilroy. Guión: Tony Gilroy, Dan Gilroy. Productora: Universal Pictures / Bourne Film Productions / Bourne Four Productions / Captivate Entertainment. Presupuesto: 125.000.000 dólares. Localizaciones principales: Canadá, Estados Unidos, Corea del Sur y Filipinas. Cámara: Arriflex 235, Panavision Primo and Angenieux Optimo Lenses. Música: James Newton Howard. Fotografía: Robert Elswit. Montaje: John Gilroy. Intérpretes: Jeremy Renner, Rachel Weisz, Edward Norton, Joan Allen, Albert Finney, Oscar Isaac, Scott Glenn, Stacy Keach, Corey Stoll.